Hay viajes que empiezan y terminan sin salir del salón de tu casa y otros que te transportan a miles de kilómetros de distancia. Los primeros, literarios, fabulosos o lisérgicos, son extraordinarios y tienen la ventaja de que te permiten ahorrar en suela de zapato y en pastillas contra la malaria; los segundos, sin embargo, son fatigantes, incómodos y llenos de polvo del camino, pero brillan en la oscuridad como el ascua de una hoguera porque, cosidos con azar, te reservan siempre los mejores momentos a la vuelta de cualquier esquina. En los últimos tres años viajé de algunas formas conocidas y unas cuantas desconocidas. GuinGuinBali fue el punto de partida y hoy sigue aquí, resistiéndose a morir, trastocado en un norte que se desmorona, pero bien anclado en el sur. Con África en el parabrisas y en el retrovisor.
Podría empezar este artículo diciendo “parece que fue ayer”. Pero mentiría. En realidad me parece que fue hace varias vidas cuando Txema Santana, Laura Gallego y Nayra Moreno, tres periodistas y amigos, me invitaron a sumarme a un proyecto que estaba aún en fase de embrión y al que, poco a poco, semana tras semana, fuimos dando forma y cuerpo hasta convertirlo en GuinGuinBali. Fue hace sólo tres años, un 26 de febrero de 2010, que le dimos el último empujón. Pero cuantas cosas han pasado desde entonces…
Un año y medio después me tocó hacer las maletas y empezar un viaje que aún continúa. Dakar fue la primera parada y hoy es el lugar en el que pienso cuando utilizo la expresión “mi casa”, que no es poca cosa. A los pocos meses, viví el complicado proceso electoral senegalés, la primera cobertura informativa a la que me apliqué con todo el empeño que pude. Muchos se acordarán. Febrero-marzo de 2012. El viejo presidente Abdoulaye Wade se empecinó en concurrir a los comicios contra su propia Constitución y, lo que es peor, contra el parecer de la inmensa mayoría de los senegaleses. Fueron días de manifestaciones, cargas policiales, muertos y heridos, de rap, de protestas y de un pueblo que acudió a votar en paz.
De ahí di el salto a Bissau. Un golpe de estado había interrumpido el proceso de elecciones en este país pequeño, pero lleno de historias por contar. Amílcar Cabral, la guerra, Nino Vieira, el narcotráfico y el Ejército corrupto, los angoleños y los portugueses, la Cedeao. Mimbres de un cuento que se repite una y otra vez. Escribí entonces y lo mantengo que “la democracia aquí es como la electricidad, hay poca y se corta a cada rato”, pero la experiencia me dio para escribir una miniserie sobre la historia reciente de Guinea Bissau a la que tengo especial cariño.
Luego tocó el turno a Malí. Las aguas ya bajaban revueltas el año pasado y se me antojaba imprescindible tomar el pulso a un país en proceso de descomposición amenazado desde el norte por grupos terroristas que usaban la religión como excusa para someter a la población y desde el sur por una extraña alianza de militares golpistas y políticos corruptos (¿o es al revés?) que acabaron por hundir a Malí en la desesperanza. En aquellos días la noticia eran los refugiados y la inmensa crisis humanitaria que asomaba en el horizonte.
El siguiente salto fue la Casamance, en el sur de Senegal, donde la falta de comida que afectó a todo el Sahel se manifestó durante el verano con especial crudeza. Visité también Podor, donde un pueblo llamado Fanaye se alzó contra la decisión del gobierno de vender la mayor parte de su tierra cultivable a una empresa extranjera; y Pikine, donde las inundaciones, la miseria y la desidia condenan a su población a vivir todo el año bajo la amenaza de las aguas; y conocí al rey de Oussouye, que intenta preservar a su gente al margen de la guerra; y asistí a un rodaje de cine, a un concierto de piano y balafón y a un maravilloso espectáculo en el que niños de la calle se habían convertido en artistas de circo.
De ahí a Mauritania, donde el desierto me volvió a fascinar. Descubrir el paisaje del parque nacional de Diawling, en el sur del país, ya fue todo un regalo, pero luego volver a caminar por Nuackhot y Nuadibú de la mano de nuevos y viejos amigos alcanzó la categoría de lujo. La pesca, el regreso del presidente Abdel Aziz, los imraghen de la Banc d’Arguin, alguna entrevista, un par de reportajes. Trabajo y más trabajo para, de allí y tras una visita un poco más que fugaz a Canarias, dar un nuevo salto a Malí donde ya habían desembarcado los franceses con toda su artillería. La guerra había comenzado, decían, cuando la guerra había empezado mucho antes en realidad.
Impresionante volver a Gao, ciudad que descubrí hace casi una década y a la que ahora vi con otros ojos. Pero, sobre todo, en un recodo de este camino me esperaba Tombuctú. Tanto oí hablar de ella, tanto la imaginé, que cuando al fin llegué me resultó conocida. Momentos difíciles para ambas, pero sobrevivirán erguidas como han hecho durante siglos. Gente valiente del otro lado del río que me enseñó unas cuantas cosas que no olvidaré.
Pero lo mejor de todo, lo que da sentido a tanto viaje, es la oportunidad de contarlo. En periódicos, en blogs, por la radio o, simplemente, a un grupo de amigos que se juntan para charlar. Contar y contar una y otra vez. Poner rostro a la alegría o a la tragedia, intentar dar un sentido a lo que uno escucha y ve, elucubrar sobre lo que vendrá, fijar el foco sobre esto o aquello. No sé, compartir. Esta es la esencia y lo será siempre. Y la textura de GuinGuinBali se nutre del intercambio. Por eso nos auguro unos cuantos años más, difíciles para variar, reunidos a la sombra de nuestro humilde baobab. Y que ustedes lo vean y lo lean. Feliz cumple, GuinGuinBali.
Original en: Guinguinbali