Un rey negro en América Latina – Cartagena (Colombia), siglo XVI –XVII., por Afribuku

16/01/2017 | Bitácora africana

Autor: Johari Gautier Carmona

Mi historia empieza mucho antes de pisar las tierras de América del Sur y de Cartagena, muchísimo antes de coronarme rey de Arcabuco y de liderar a la población africana en su deseo de liberación. Mi historia es un reflejo de la fuerza de mi raza y de mi gente, de mi orgullo y de mi insubordinación. Empieza a miles de kilómetros de aquí, a meses de travesía, en el continente africano, la tierra de mis ancestros, la tierra que llevo en las venas, en la piel y en el corazón, y que ostento con orgullo cada día, cada segundo y cada minuto. Y hoy, más que nunca, luzco ese traje de orgullo y de dignidad que me caracteriza porque es el día de mi ejecución. El día de mi ahorcamiento y el fin de mi actividad revolucionaria. Sí, mi vida representa una eterna lucha contra los elementos, contra la voluntad de los opresores blancos y de los espíritus malignos, contra la grandeza del océano atlántico y el destino trágico de mi continente. Mi vida no se limita a un simple acto de rebeldía, a un gesto de irrespeto o una falta de educación. No se resume, como tratan de hacerlo los europeos, a la palabra de cimarrón incontrolable e imprevisible. No. Yo soy Benkos Biohó, también conocido como Domingo Biojó, el rey de Arcabuco, indoblegable cimarrón, esclavo huido y organizador de un movimiento que ha hecho temblar a la corona española entera y ha atraído la mirada de las demás potencias europeas, porque mi acción ha sido desde el principio escrupulosamente organizada.

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Nací en un lugar de África occidental, en la Guinea portuguesa, cerca de un río de agua cristalina y fría en la que me contagié de la fuerza de los grandes espíritus y de la naturaleza. Recuerdo cada uno de los elementos que me transmitieron ese sentimiento de imperturbable seguridad: el aire salino y el sol abrasador, las lluvias torrenciales y las tierras fértiles en las que corría como un atleta imparable, como una gacela o un avestruz. En esos años, mi madre ya veía en mi persona un fuerte varón con la capacidad de abatir las murallas las más altas y de levantar las masas, fuerte como el gran baobab de las estepas, como los grandes elementos que dominan en el cielo, los relámpagos y los truenos, y yo me sentía imbuido de esos grandes poderes mágicos que ella comentaba. Siempre los mantuve secretos, porque esos poderes no debían divulgarse, y crecí bajo la mirada admirativa de mis numerosos hermanos, de mi padre y de otros hombres que anticipaban un gran devenir.

Lamentablemente, estos sueños de grandeza en mi tierra natal, la tierra de mis queridos antepasados, se derrumbaron de repente cuando el traficante portugués Pedro Gómez Reynel organizó mi secuestro con la colaboración de otros africanos. En ese preciso momento, me vi arrancado de mi entorno natural y de mi familia, trasladado a otro lugar desconocido en condiciones pésimas, como si de un simple animal se tratara, y vendido a otro traficante llamado Juan De Palacios quien vio en mí una buena mercancía para enriquecerse. Desde el principio, el hombre leyó en mis ojos mi fuerte personalidad. Quiso amedrentarme y disuadirme de escapar con su tono altivo y tosco. Me enseñó un látigo que usaba diariamente para sus caballos y me dijo que, si no le mostraba respeto y docilidad, me arrancaría toda la piel. No fueron pocas las veces que el duro castigo se abatió sobre mi espalda y mis piernas produciendo el mismo ruido que un cañonazo que sueltan las carabelas portuguesas a lo largo de las costas africanas.

Inicié un viaje horrible hacia las Américas, confinado en una galera con la obligación de remar bajo los gritos y las miradas despreciativas. La higiene era inexistente y el hacinamiento generaba todo tipo de enfermedades y muertes. Muchos fueron los hermanos africanos que cayeron fulminados por la fiebre, devorados por el cansancio, las diarreas, la desquiciante soledad y la falta de esperanza, deprimidos por la nostalgia, destrozados por el maltrato. ¿Dónde estaba mi tierra tan querida, la que fue testigo de mis primeros pasos, de mis primeros tropiezos, y que me infundió esa fuerza, esa voluntad de ser y de vivir, en mi cuerpo robusto? Recé mil veces, cada remo era un “aleluya” repleto de rencor o un “amén” lleno de desesperación, y pedí ayuda a todos los espíritus del océano y a todos mis antepasados, a los jefes ancianos de mi pueblo africano, pese a las interdicciones de los blancos a acudir a ellos. Juré que me escaparía en cuanto apareciera una oportunidad. Era una cuestión de honor redimirme de esa tutela blanca que pesaba más que todas las cadenas que ellos me obligaban a llevar y esa bola de hierro monumental que tenía que arrastrar para desplazarme, y que marcaron mi piel con un indeleble color a sangre. Acabaré con vuestro agravio, pondré un fin a tanta humillación, un día u otro: estos pensamientos eran los que me hacían seguir adelante, los que me permitían aguantar el peso de la extrema degradación. Además, en esa travesía destructora, la muerte viajaba con nosotros como si fuera un viajero más y se llevaba a gran parte de mis hermanos, centenares de hombres que sucumbían bajo el extremo esfuerzo y la falta de alimento.

Hoy, la muerte está cerca, muy cerca, y sé que acabará llevándome al otro lado, en el mundo de los espíritus. Entonces sabré cuál fue mi vida anterior y cuál es la otra que me espera. De momento, miro digna y airosamente a la plebe porque nunca he faltado de orgullo. Centenares de familias blancas, madres e hijos, padres y abuelos, se han desplazado hasta la plaza pública de Cartagena para presenciar el tan anhelado evento y me miran como si yo fuese un bandido, como si yo fuese un criminal, la mayor amenaza, cuando realmente lo que he hecho es defender mi derecho a ser libre, a circular por este continente con la misma tranquilidad que los blancos, porque soy un hombre también. Sí, soy un hombre como ellos. Pero ellos no lo ven. En mis rasgos sólo ven inferioridad y animalismo, brutalidad y promiscuidad, y yo les devuelvo la mirada porque nunca me cansaré de mostrarles mi dignidad. Y eso les duele.

Al llegar a Cartagena de Indias en 1596, después de esa travesía tan atroz e inhumana, fui revendido a un esclavista español, Alonso del Campo, un hombre tosco y prepotente que me compró por doscientos ducados. Un precio relativamente elevado porque tenía buena capacidad para trabajar en el campo. Trabajo pesado o condena a muerte, véanlo como quieran, para mí es lo mismo. En todo caso, nunca me dejé amilanar. Nunca. Busqué la fuerza en los rincones de mi mente, en la luz de mis sueños y en el resto del universo para que nada cambiara mi mentalidad y traté de escapar en tres ocasiones pero cada una de estas tentativas terminó en fracaso, lo que me costó centenares de azotes, privaciones, insultos y reclusiones. Atroces tratos que me obligaban a seguir luchando, pensando en nuevas tentativas y hazañas, porque los espíritus estaban conmigo, sí, conmigo, y me permitían sobrellevar el dolor y las heridas de los castigos. Nunca dejé de pensar en la libertad y cada fracaso me alentaba a organizarme más y más, a pensar en un método perfecto para huir.

Finalmente, en el año 1599, aprovechando la ausencia del dueño de la finca y unas festividades que atraían la atención de la vecindad, logré agrupar a una quincena de esclavos, todos deseosos de huir, a mi mujer y a mis hijos, y me escapé en los Montes de María, al sur de la provincia de Cartagena, en búsqueda de la tan preciada libertad. Nos adentramos en los manglares, en las ciénagas y lodazales, en plena noche, corriendo como locos, hasta sentir el límite de los pulmones. Estábamos desesperados y temerosos de ser alcanzados por los guardas, de ser asesinados en el mismo instante y ser exhibidos en público al día siguiente como ejemplo, pero nadie nos alcanzó y logramos llegar al pie de los pantanos de la Matuna. Ahí empezamos a buscar un lugar para establecernos cuando de repente, escuchamos a una banda de una veintena de hombres blancos, furiosos y rabiosos, que nos perseguían para matarnos. Corrían disparatadamente en medio de la vegetación y de la maleza, como si hallarnos era una cuestión de vida o muerte, como si fuéramos una manada de cerdos, y sus armas metálicas resonaban porque con ellas se habrían camino. Entonces, exigí a mis hombres que se escondieran en los árboles o debajo de ciertas rocas, junto con mi esposa y mis hijos, para prepararles una emboscada. Nuestra superioridad residía en nuestra capacidad de movimiento, en nuestra disciplina y nuestro sigilo, por eso, cuando llegaron donde estábamos escondidos, se vieron desarmados en unos segundos. Un hombre, que luego identifiqué como Juan Gómez, el líder de la banda, quiso enfrentarse con nosotros y acabó fulminado por un machetazo que le dejó tieso en el suelo, como una boa después de morir. Los hombres blancos desaparecieron al segundo, clamando en alto su impotencia y rogándonos que les dejáramos en vida porque ellos eran personas que sólo cumplían órdenes. Entonces, todos nosotros, negros escapados, cimarrones valientes y astutos, celebramos nuestra victoria por todo lo alto, con gritos de euforia y bailes de mapalé. Mi mujer, tan contenta de verse libre, alegre de no verse humillada nunca más, maltratada y violada por el dueño de la plantación, brincó con efusividad y nos hizo un baile inesperado de bullerengue, una danza que no había bailado en muchos años pero que emprendió con espontaneidad y sabrosura, donaire y sensualidad, bajo el palmoteo de los demás hombres que manifestaban unas ganas irreprimibles de celebrar. Qué alegría. Por fin libre, por fin…

Y después de nuestra victoria empezamos a organizarnos para sobrevivir en los montes de Matuna. Había que recolectar las frutas y las verduras comestibles, preparar algunos cultivos, pero también pensar en la expansión de nuestra colectividad y en los otros hombres esclavizados. En ningún momento nos olvidamos de ellos, nuestros hermanos que, allá, bajo el poder blanco, agonizaban en la peor degradación y en el trabajo forzoso. ¿Cómo olvidarles? El dolor de la humillación, de la desconsideración y del agravio me lo impedían y, por eso, enseguida me puse de acuerdo con otro hombre, el más fornido de todos, un mandinga de dos metros de alto, para volver a la ciudad y organizar una red de liberados. También pensamos en contactar a otros negros esclavos para organizar un sistema de información y de espionaje que nos permitiera a nosotros, negros libres, conocer todos los movimientos e intenciones de las autoridades españolas. Y al cabo de unas semanas, nuestro palenque ya se constituía de una cincuentena de personas perfectamente organizadas que aspiraban a defenderse con toda la voluntad del mundo. Sí, cincuenta, pero mis planes eran de liberar a muchos más, a todos si fuera posible, porque mi resentimiento era inconmensurable.

Ahora sé que me queda poco tiempo. Poquísimo. Mi muerte está más cerca que nunca porque están preparando el puesto en el que me van a ahorcar, pero moriré siendo un hombre. Un hombre digno. Esa es la pena que me han reservado por querer demostrar que soy igual que ellos. Digo, por haber demostrado que somos todos iguales, y sigo mirándoles todos a los ojos con la misma seguridad de siempre. Don García Girón, el actual gobernador de Cartagena de Indias, hombre tan inseguro como ambicioso, me mira jubiloso y enardecido, porque piensa que con mi muerte se acabarán sus tormentos. Luce unas botas resplandecientes, una camisa blanquísima, como su sonrisa, y una daga dorada que brilla intensamente. Mientras se sostiene a mi lado y saca el pecho como un gallo de lucha, se imagina que después de mí no habrá más rebeldes, que no saldrán otros hombres firmes y deseosos de justicia, y que se impondrá la paz en los alrededores de su ciudad, pero se equivoca. Está cometiendo un grave error porque, después de mí, aparecerán centenares de luchadores, muchos otros Benkos Biohó, igual de determinados y fuertes.

Sonrío al Gobernador, le miro fijamente a los ojos y enseguida se estremece. Tiembla como un niño despertado por una terrible pesadilla. Desvía la mirada como si yo fuera un poseso o un diablo. Ese desgraciado siempre me ha temido, y pese a sus creencias de católico intolerante, de hombre déspota y fanático, cree en los poderes que yo manejo tanto como lo hace mi propia gente africana. «Ese hombre mentiroso merece morir», esas son las palabras que pronuncia para enardecer a la plebe que responde con entusiasmo y fervor. Pero yo nunca mentí. Nunca.

Desde que me escapé en la Matuna y en los montes de María, mi actividad libertadora fue vista como una real amenaza y por eso todos los hombres políticos, los funcionarios y guardianes de la ciudad se apresuraron en tacharme de farsante. El mismo gobernador español me describió ante sus súbditos como un negro belicoso que “con sus embustes y encantos se lleva tras de sí a todas las naciones de Guinea de la ciudad”. Sin embargo, mis palabras eran la pura verdad. Yo no me inventaba nada: a los demás negros esclavos y mulatos, les decía que esa sangre africana que corría en sus venas, ese líquido único y preciado, era sinónimo de dignidad y de valentía, de amor y de seguridad. Les empujé a que ansiaran la libertad y sintieran el orgullo de sus raíces, porque nuestra historia empieza mucho antes de pisar las tierras de América del Sur y de Cartagena. Les hablé de los grandes reyes que poblaron nuestras tierras ancestrales y les rememoré las maravillas que conocimos antes de llegar a América. Eso fue todo lo que hice, no fue gran cosa, y sin embargo eso sirvió a que centenares de hombres como yo se rebelaran y huyeran en dirección de los montes para refugiarse en el palenque de la Matuna. Esos fueron los horribles embustes que me reprocharon las autoridades cartageneras.

En 1604, éramos ya casi un millar de personas, todos cimarrones, hombres liberados, revolucionarios imparables e infatigables, que dominaban los montes y observaban la ciudad como búhos nocturnos o panteras en lo alto de un árbol. Las perspectivas de crecimiento seguían siendo altas y temiendo que nos aliáramos con los ingleses o los franceses, el gobernador de la época mandó varias expediciones para acabar con nuestra resistencia. Pero todas las tentativas fracasaron ante nuestra extrema movilidad y las redes de comunicación que habíamos establecido a lo largo de la gran ciudad colonial. Los españoles escuchaban el ruido de nuestros tambores con recelo y rabia a la vez. Sabían que tenían un significado y que podíamos estar preparando algunas liberaciones masivas. Pero más que todos estos actos de resistencia, lo que molestaba a las autoridades colonialistas era el hecho de saber que yo me había autoproclamado, unos años antes, gran rey de Arcabuco y que lucía mi título por todos los palenques, desprestigiando y desautorizando así la corona española.

Al no lograr derrotarme, el gobernador de la época, Gerónimo de Suazo, me propuso un tratado de paz con el que nos reconocía, a todos los negros del Palenque de la Matuna, una autonomía inédita. Fue exactamente en el año 1605, un año histórico para todo mi reino. También se me concedió el derecho a entrar en la ciudad por la puerta central, armado y vestido como un caballero de la época, es decir con espada y daga, sombrero y caballo. Indudablemente, ese tratado representaba una gran victoria: ¿Quién hubiera pensado que un esclavo de Guinea lograría arrancar un tratado de las manos españolas? ¿Quién se hubiera imaginado que un pobre desplazado como yo, un hombre encadenado que trabajó remando en las galeras portuguesas, acabaría al mismo nivel que la nobleza blanca de la época? Nadie. Absolutamente nadie. Por eso mi gente festejó esa victoria durante días y días, en un ambiente de euforia sin precedentes, en medio de bailes efusivos ––mapalé, bambuco y otros ritmos–– mientras que los mejores manjares eran servidos por las mujeres las más bellas de todo América del sur. Y a partir de ese día, disfruté de cada una de mis visitas a la ciudad colonial. Examinaba atentamente los rostros envidiosos, rígidos, pusilánimes y desafiantes que me observaban como si yo fuese lo peor de este mundo, como si fuese la reencarnación del Diablo, cuando realmente lo que hacía era reivindicar mi similitud. Somos todos iguales, algún día se entenderá. Quizás muchos lo hayan entendido. Pero a mí me encantaba ostentar provocativamente ese gusto por la igualdad y con un paso refinado, quizás un poco soberbio, deambulaba por las calles de Cartagena para luego hablar con el gobernador sobre asuntos anodinos o diplomáticos. Mis aires eran siempre elegantes y despreocupados, pausados y seguros, y eso enloquecía a la gente plebeya, atormentaba a los nobles, escandalizaba a las mujeres, enrabiaba a los niños y a los ancianos pero yo, como si nada, seguía caminando serenamente, exhibiendo mi daga, mi espada y, sobretodo, ese regalo que me hizo la naturaleza: ¡mi gracia y mi estilo de caballero indomable!

Pese a la firma del tratado y el establecimiento de una relación estable con el gobernador en funciones, la paz no llegó enseguida a Cartagena porque, por cuestiones de desconfianza, inevitables malentendidos entre posturas tan distantes, los palenques que yo dirigía y las autoridades coloniales siguieron enfrentándose animosamente. Los controles y las represiones hacia los esclavos negros conservaban la misma brutalidad, el mismo odio, y, en ocasiones, se veían duplicados por el temor a una inminente huida, por eso seguí organizando y estimulando la deserción de muchos hombres y en los palenques siguieron llegando centenares de negros libres, mulatos y cimarrones. El reino de Arcabuco se transformó en la esperanza de los exiliados africanos, el sueño americano a nuestra escala y el lugar de revalidación de nuestra identidad, de nuestros folklores y de nuestras creencias. Los españoles intentaron dividirnos y vencernos en varias ocasiones pero nuestra capacidad de reacción, nuestra impresionante movilidad, nos permitió seguir adelante y burlar un imperio entero.

La paz se proclamó realmente en 1612, bajo la gobernación de Diego Fernández De Velasco. A partir de ahí pudimos hablar de una verdadera convivencia. De un mutuo respeto. Nuestro territorio y su autogobierno fueron realmente reconocidos aunque con la firme condición de que yo renunciara definitivamente a mi título de rey de Arcabuco. Eso no fue ningún problema porque para mis seguidores, mi pueblo y el orden natural de las cosas, los espíritus y los antepasados, yo seguía siendo el gran Rey de Arcabuco, el hombre nacido en Guinea capaz de abatir las murallas las más altas y de levantar las masas, fuerte como el gran baobab de las estepas, como los grandes elementos que dominan en el cielo, los relámpagos y los truenos, y yo me sentía tan poderoso como cuando, muchos años atrás, mi madre me concienció de mis grandes poderes mágicos.

Y así seguimos viviendo en los palenques de la Matuna y de los Montes de María durante siete años más. Siete años en los que nuestra economía, nuestra población y nuestra organización fueron consolidándose. Siete años en los que yo entraba y salía en la ciudad de Cartagena como si fuese el auténtico gobernador de la ciudad, escoltado siempre de mi capitán y gran confidente Dominguillo. Siete años en los que mi joven nación africana encontró la confianza en sí misma, desarrolló su propio idioma y una cultura única. Ese sentimiento de realización y de orgullo era el que me acompañaba cada vez que entraba por las puertas de la ciudad de Cartagena, cada vez que los guardas anunciaban mi nombre y que yo, automáticamente, alzaba el rostro en señal de indudable realeza. Sí, fueron siete años de afirmación que contribuyeron a la creación de un nuevo destino para todos los pueblos oprimidos.

Pero todo se terminó de repente en el año 1619. Todos mis esfuerzos de negociación, de lucha y de resistencia se esfumaron una noche cuando, paseando descuidadamente a algunos metros de mi escolta y a punto de entrar en la ciudad, la orden fue dada de arrestarme. Sí, esa gente que me acusaba de embustero y de estafador, que hablaba de mí como un hombre peligroso y farsante, fue la que ignoró el tratado contraído por la corona más de quince años antes. Tras mi captura, los guardas me llevaron apresuradamente a la casa del hombre que ahora se sostiene a mi lado tan orgullosamente, el gobernador García Girón con su busto hinchado como un palomo detrás de una paloma, con sus botas resplandecientes de cuero fino, su camisa blanquísima de seda, su sonrisa refinada y una daga dorada que brilla intensamente. Qué excremento. El muy traidor conocía los acuerdos que firmé con la corona, sabía muy bien que yo era, desde ese famoso tratado de 1605, reconocido como un verdadero caballero, como un noble de altísima categoría, pero, por no sé qué motivo, quiso retenerme en un calabozo. Su paciencia se había agotado y ya no podía verme circular plácidamente por la ciudad, deambular debajo de los portentosos balcones de madera y ante la mirada obnubilada de las mujeres de la alta sociedad.

Me encerró como si fuera un vulgar delincuente y me retuvo durante semanas y meses. El hombre quiso borrarme del recuerdo de todos los palenqueros, quiso quitarme ese aire de dignidad en mis ojos que tanto le molestaba, pero no se atrevía a ejecutarme. Quizás por miedo a que el Rey lo destituyera y lo forzara a volver a España. Me mantuvo en la oscuridad y en el silencio provocando al mismo tiempo la ira de todos los negros libres de los palenques vecinos, de la Matuna, de los Montes de María y de muchos más que habían ido formándose en los últimos años. Los actos de rebeldía, de vandalismo, los enfrentamientos directos, asesinatos y otros actos beligerantes fueron creciendo como nunca. Lo noté al ver el profundo nerviosismo del Gobernador cuando prorrumpió un día en mi celda para preguntarme el porqué de tanta desobediencia: «Dime cómo callar a estos salvajes que gritan en los montes. Dime cómo y te dejaré en paz». Mi respuesta fue clara e inflexible: «No entiendes nada. Ellos están gritando por la libertad. No hay nada más que la libertad que les pueda devolver la paz. Entonces, déjame salir».

El gobernador nunca se quiso abrir al diálogo. Me mantuvo encerrado y humillado esperando a que cambiara mi discurso y que colaborara con él. Nunca perdonó mis ganas de afirmarme, mi deseo de superación y, viendo que no estaba dispuesto a ceder un solo ápice de orgullo, anunció a principios del año 1621 mi inminente ejecución. Difundió la noticia por todos los barrios, todos los locales y los jardines de la ciudad, como si se tratara del mayor evento histórico de los últimos años: «el prófugo y rebelde Domingo Biojó será ahorcado y descuartizado el 16 de Marzo en la plaza pública de Cartagena». La noticia no me sorprendió. Mi ejecución representaba un alivio o un descanso, y ahora que me encuentro aquí, tocando la muerte con las dos manos, frente a una muchedumbre delirante y entusiasmada, me doy cuenta que también mi ejecución puede ser una fiesta o un espectáculo. Eso es lo que desean todos desde hace veinte años. Pero me iré de este mundo dignamente, porque sé que mi historia empezó mucho antes de pisar las tierras de este continente y porque, después de mí, muchos seguirán clamando la independencia de sus raíces.

cuentos_historicos_pueblo_africano.jpg Cuentos históricos del pueblo africano de Johari Gautier Carmona.

Nota del Editor: El cuento “Un Rey negro en América Latina” es uno de los 18 relatos que conforman la obra “Cuentos históricos del pueblo africano”, publicada por Editorial Almuzara (Córdoba, España, 2010). La versión completa en papel puede conseguirse en España contactando directamente la editorial o solicitándolo en librerías como Casa del Libro. En Colombia y otros países de Latinoamerica, lo distribuye el Fondo de Cultura Económica.

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