Lo que les voy a contar me ocurrió hace pocos días durante un viaje por carretera de Yirol a Rumbek, en el Sudán meridional. Íbamos un grupo de personas en un coche de una ONG y al llegar a una curva nos encontramos a un grupo de personas que estaban de pie junto a un coche accidentado y que nos pedían que paráramos. Era obvio que el coche, que estaba al revés con el techo en la tierra, acababa de tener un accidente hacía pocos segundos ya que todavía humeaba. Posiblemente el conductor había calculado mal la curva, resbaló en la pista de tierra (obviamente, nada de asfalto, como pasa casi siempre en Sudán) y dio varias vueltas de campana antes de quedar en aquella posición. Inmediatamente nos pudimos percatar de que alguno de los que iban en ese coche debían ser importantes ya que un par de ellos portaban rifles de asalto Kalashnikov, una de las armas ligeras desafortunadamente más común en el Sudán.
Nosotros no preguntamos quiénes eran. Queríamos asistirlos en su tribulación y ya está. Afortunadamente, ninguno de los pasajeros estaban heridos de gravedad: algún corte, contusiones varias y lo más serio eran dos personas que claramente habían tenido una conmoción cerebral. Nos ofrecimos a llevar a estos heridos al hospital más cercano ya que no estábamos lejos de Rumbek y allí había un hospital donde les podrían atender. Cuando vimos que, aparte de los heridos, cargaron las armas en el coche nosotros rápidamente nos negamos a ello ya que, según las normas de conducta de ONGs vigentes no sólo en Sudán sino en casi todos los países, un vehículo perteneciente a este tipo de organizaciones no debería portar armas o personas armadas bajo ningún concepto.
Debió ser que nuestra firmeza a la hora de no aceptar armas desconcertó a los heridos. Especialmente uno se negó a montarse en nuestro coche a pesar del peligro de su conmoción cerebral si no iba a acompañado por su arma (pregunté después quién era el pollo y me dijeron que era un militar de alta graduación que iba de paisano). Nuestro laureado oficial prefería quedarse atrás expuesto a una complicación súbita de su estado de salud antes que aventurarse a hacer un pequeño viaje desarmado y «expuesto» a que algún avezado lo dejara listo de papeles mientras le hacían la cura de urgencia.
Qué tristes ironías de la guerra. Durante el conflicto civil y también en la presente situación de postconflicto de Sudán, han sido siempre los militares los que han gobernado la situación con puño de hierro. La población civil no tenía más opción que obedecer y cumplir con sus órdenes, siempre en una constante situación de vulnerabilidad y de sumisión y en no pocas ocasiones expuestos a los caprichos de los dirigentes locales de turno. Ahora, en un contexto teóricamente de paz y estabilidad, son estos bravos militares los que tienen reticencias para separarse de sus armas. ¿Será que son los primeros que no se terminan de creer que se abre un nuevo periodo con nuevas características? ¿qué sentido tiene estar protegido 24 horas al día por un rifle o un arma parecida? Lo curioso es que no es un caso aislado; uno de estos días me encontré por casualidad con el gobernador de un estado del Sur Sudán, ambos nos encontramos en un hospital rural y cuál no sería mi sorpresa cuando me percaté de que el distinguido dirigente llevaba en el cinto un pistolón de no te menees. Parecía que no se fiaba de sus propios guardaespaldas ni del arsenal que éstos llevaban.
Seguramente que estos rambos reciclados de sabana africana no aceptarían con agrado el comentario de que llevan armas simplemente porque tienen miedo. Cuando uno se ha acostumbrado durante años a blandir en la mano la ley suprema de las balas y usar o abusar prepotentemente de su fuerza, es difícil abajarse a la expuesta situación del resto de los mortales, donde se vive sin seguridades, sin protecciones y confiando solamente en Dios porque, visto lo visto, se ha perdido la fe en los hombres y menos aún si estos se arman hasta los dientes y se erigen a sí mismos como salvadores de la patria.
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