Desde el pasado sábado 29 de junio, todos los días cuando llegan las siete de la tarde, en los barrios de Bangui, la capital centroafricana comienza un concierto muy particular. Desde todos los rincones se escucha una solemne cacerolada que, en medio .de la oscuridad, impresiona por lo que expresa de clamor de desesperación. Es la manera que la gente tiene de reclamar sus salarios, que nadie empleado por el Estado recibe desde hace cuatro meses, y de decir “basta ya” a la inseguridad y los abusos cometidos todos los días por los milicianos de Seleka, los nuevos amos del país desde finales de marzo.
“Desde que la Seleka tomó el poder no tenemos libertad y vivimos todos los días en el miedo. Los soldados matan sin piedad. No pasa ni un solo día sin que haya casos de atracos, de violaciones, de saqueos y de torturas. El gobierno tiene que reaccionar para poner fin a estos abusos”, explica un habitante del barrio de Gobongo, donde el pasado viernes 28 hubo seis muertos y 25 heridos en enfrentamientos entre la Seleka y manifestantes de la barriada que protestaban por el asesinato de un joven a manos de los milicianos el día anterior. Cuando empiezan a sonar las cacerolas, en muchos barrios los soldados de la Seleka responden disparando al aire para amedrentar a la gente, pero cada vez más el pueblo está perdiendo el miedo y los tiros no consiguen ahogar el sonido de protesta.
Otros explican que el concierto expresa que las cacerolas están vacías porque la gente no tiene para comer. Así me lo manifestó hoy Irenée, un viejo conocido con quien compartí cervezas y muchas charlas al pie de un mangoa durante los seis meses que trabajé en Obo, en el Sureste del país, el año pasado. Trabajaba entonces en una ONG y siempre se portó conmigo de forma amabilísima, como casi todos los centroafricanos que conozco. Hacía cuatro meses que no le veía y cuando me encontré con él me impresionó lo delgado que estaba. “Mi mujer trabaja en la alcaldía y lleva cuatro meses sin cobrar su sueldo”, me ha dicho. “Yo perdí mi empleo porque la ONG con la que trabajaba suspendió su programa en el país, y en mi casa tenemos tres hijos a los que alimentar”. Irenée camina todos los días diez kilómetros para ocuparse de un terreno de una hectárea que le ha alquilado un amigo a las afueras de Bangui. Allí ha plantado cebollas y espera que, si no le roban la cosecha y el tiempo se porta bien, dentro de cuatro meses podrá empezar a tener algo de ganancias.
Mamouna es musulmana, como la mayor parte de los elementos de la Seleka, pero no tiene ninguna simpatía por ellos. La he conocido durante estos días en la casa donde me he hospedado, donde venía por las mañanas para ocuparse de la limpieza. “El Corán no dice que hay que robar y matar”, dice con convicción. “Desde que llegaron al poder mis hijos no pueden ir al colegio y van a perder el año escolar porque los padres tenemos miedo de que por el camino les puede ocurrir algo malo. El concierto de cacerolas es una forma de reclamar la paz, algo a lo que todos tenemos derecho”.
El concierto de cacerolas de Bangui al atardecer continuará todos los días hasta el próximo sábado 6 de julio. Yo sólo podré escucharlo una vez más esta noche porque mañana (miércoles 3 de julio) vuelvo a España, al menos de momento. Cada vez que esta semana, en mi casa de Madrid, vea las cacerolas de nuestra cocina familiar, creo que me acordaré del concierto al que no podré asistir esa noche y no podré reprimir una cierta tristeza al pensar en las personas que las harán sonar para reclamar la paz y el alimento que sus ilegítimos dirigentes les niegan.
Original en : En Clave de África