Llega una vez más el domingo del Domund, una fiesta a la que a veces se les ha dado sabores añejos del nacionalcatolicismo más trasnochado, con señoras “de familia conocida” blandiendo impasiblemente en las calles cabezas-hucha de africanos o de chinos en las que se depositaban donativos para ayudar a los misioneros.
Creo que, gracias a Dios, esos clichés han pasado ya a la historia. También porque la Iglesia que se desarrolló a partir del Vaticano II descubrió muchos otros aspectos necesarios en la tarea y en el concepto de evangelización. No sólo se trataba de “bautizar” a paganos, sino de compartir los valores del Reino contenidos en el Evangelio… se trataba también de ir más allá, haciendo el bien sin mirar a quien, fomentando el desarrollo integral de la persona sin preguntar la afiliación religiosa. En el plano más estrictamente religioso, se descubrió la gran profundidad de la espiritualidad cristiana que iba más allá del “cumplimiento ritual” de los sacramentos y que se profundizaba en el conocimiento de la Biblia, la formación de comunidades cristianas vivas, la integración de la fe con la cultura local y la siempre imprescindible dimensión social del compromiso religioso.
Con esos elementos, las Iglesias Jóvenes han podido crecer y desarrollarse no sólo cuantitativamente sino de una manera cualitativa, lo cual ha hecho posible que tengan hoy una gran credibilidad social en muchos contextos. No son instituciones movidas por un cristianismo sociológico (aunque esto no se pueda nunca evitar del todo), sino actores sociales que mueven a miles de personas y cuyas actividades pastorales y sociales impregnan e influyen a muchas sociedades de la geografía africana.
En África uno puede ver que la Iglesia Católica (y muchas otras iglesias cristianas) promueven temas de salud, de agua y saneamiento, de comunicación, de cientos de iniciativas de educación, que lo mismo están detrás de procesos de paz como en mediación de conflictos y que, aparte de todo esto, siguen llevando a cabo su labor estrictamente evangelizadora formando a miles de personas que, cada año, pasan a formar parte de sus filas en los catecumenados y continúan su formación en miles de grupos y pequeñas comunidades cristianas que tienen vida propia más allá de las estructuras parroquiales.
Los tiempos cambian que es una barbaridad y también las circunstancias sociales han transformado mucho el contexto general: Mientras que en Europa las iglesias se vacían y la religión parece que se queda relegada a ámbitos reducidos y privados, en África los templos están abarrotados de feligreses, la religión (sea la que sea) se acepta socialmente como parte integral de la identidad individual y de grupo y concretamente la Iglesia sigue siendo una de las instituciones más creíbles y más independientes del espectro social.
Antes parecía que el Domund era una calle con un sentido único de Occidente al “mundo subdesarrollado”. Ahora parece que se han cambiado las tornas. Yo creo que en estos momentos, la celebración del Domund debería ser una invitación para que la vieja Europa, tan influenciada por el cristianismo para lo bueno y para lo malo, pueda renovarse en sus mismos fundamentos. Concretamente, considero una gran bendición para España la presencia de tantos inmigrantes de todos los continentes: un buen número de los mismos traen un amplio bagaje de ricas experiencias religiosas de las cuales la Iglesia española haría bien en aprender y adoptar. La vieja y cansada Europa se vería muy enriquecida por el dinamismo y la frescura de la fe vivida en otras latitudes.
Si en el mundo de la empresa se habla de la “fertilización cruzada” como método de aprendizaje y enriquecimiento institucional. No estaría mal que hubiera también algo de fertilización cruzada eclesial, que en vez de aferrarnos al calorcito de los cuarteles de invierno, los cristianos europeos nos abriéramos a experiencias de fe que vienen más allá de nuestras fronteras y que son profundamente enriquecedoras. Hace poco estuve en España de vacaciones y alguien me contaba cómo su parroquia estaba completamente muerta, el párroco se limitaba a abrir la iglesia un cuarto de hora antes de la misa, hacía lo imprescindible y se escaqueaba del contacto con la gente… los laicos, mientras tanto, veían que apenas podían hacer nada para cambiar la situación porque la parroquia “seguía siendo el cortijo del cura”. Qué triste perspectiva.
Con situaciones así, los que de verdad necesitan el Domund no son los negritos de Biafra, sino los “cristianos viejos” en esta Iglesia europea – a veces tan llena de conformismo, de antiguos ropajes y de convencionalismos sociales – que parece haber perdido el entusiasmo y la pasión por su misión evangelizadora y a la que no le vendría mal recibir de estas iglesias jóvenes una bocanada de aire fresco lleno de Evangelio.
Original En Clave de África