Cuando el pasado domingo, a las seis de la mañana, dije al taxista que me llevara a la parroquia de San Juan en el barrio de Galabadja, a las afueras de Bangui, el buen hombre me puso cara de responderme “haré lo que pueda”. Una vez que entramos en el suburbio, uno de .los más pobres de la capital de la República Centroafricana, le costó lo suyo hasta que preguntando a varios viandantes y equivocándonos de ruta unas cuantas veces finalmente fuimos a para a un amplio recinto en el corazón de la barriada. A la entrada de la parroquia, un gran mural de San Juan Bosco nos da la bienvenida al tiempo que nos informa que aquí trabajan los Salesianos.
Había conocido a su párroco, el español Agustín Cuevas, pocos días antes. Un veterano de África que con varias décadas de trabajo anteriormente en Chad y Guinea Ecuatorial, este conquense está ahora al frente de esta parroquia que es un enjambre de actividades. Presidió la eucaristía el obispo Albert Vanbuel, un belga simpático y dicharachero de algo más de 70 años, que hasta hace poco años fue párroco en este barrio. Acaba de llegar a Bangui después de dejar su diócesis de Kaga-Bandoro, en el norte del país, donde pasó varias tensas semanas de ocupación por parte de los rebeldes de Seleka. “Habla el Sango perfectamente y sin acento”, me dice uno de los líderes de las comunidades de base que me invitaron el domingo a que les dirigiera un seminario sobre resolución de conflictos después de la misa.
El ambiente que percibo en la parroquia es el mimo que ha visto en otros lugares míseros de África: en los slums de Nairobi, en los suburbios de Kampala, en la Goma castigada por una guerra después de otra, en Juba… Un lugar donde hay vida y donde la gente encuentra un oasis de paz en medio de sus mil dificultades cotidianas. Los Salesianos llevan adelante la administración de una escuela primaria donde estudian varios cientos de niños. En sus salones parroquiales funciona también un club juvenil y hay una amplia biblioteca que se llena por las tardes y noches de muchos niños y jóvenes que encuentran lo que no tienen en sus casas: una silla y una mesa para sentarse y estudiar con tranquilidad con luz eléctrica. Saliendo de la parroquia, en el recinto de al lado, Agustín me enseña un dispensario limpio y ordenado que funciona 24 horas al día y donde tienen maternidad. Cuando llego, me muestran un niño que acaba de nacer y la matrona sale a decirnos que dentro tiene otras dos mujeres que están dando a luz.
Y, terminada la visita, al final me enseña dos campos de fútbol donde juegan varios chavales. “Menos mal”, le digo bromeando, “ya estaba yo pensando que si veo una institución de los Salesianos que no tenga terrenos deportivos os voy a denunciar al cardenal Bertone”.
En Bangui hay dos comunidades de los hijos de Don Bosco. Además de la parroquia, tienen una gran escuela de formación profesional que ofrece educación y salidas profesionales a muchos jóvenes que acuden a sus aulas. Sacarla adelante, manteniendo la estructura de talleres y maquinaria, no es fácil en el que figura como el segundo país más pobre del mundo y donde –según Naciones Unidas- el 60% de su población vive con menos de un dólar al día. Una vez al mes se reúnen todos los miembros de las dos comunidades para comer juntos y pasar unas horas de encuentro fraternal. He tenido la suerte de venir el día del mes que tocaba la jornada común. Durante la comida escuchamos con atención al obispo, que nos relata lo duro que le ha resultado bregar con unos rebeldes cuyo único programa parece ser robar, destruir y, aterrorizar a la población. Cuando vuelvo a casa, pienso que en Bangui, como en muchos otros lugares de la geografía de la pobreza, la vida de la gente sería aún más dura si no tuvieran con ellos a comunidades religiosas que reparten educación, salud, servicios sociales y consuelo espiritual.
Original en : En Clave de África