Un capricho de turistas raros, por Rafael Muñoz Abad

22/06/2016 | Bitácora africana

Cuando tienes la carretera en las venas y coleccionas gasolineras alcanzas un estadio en el que los contratiempos se disuelven bajo la indiferencia del y qué más da… Mi despertador sonó a las cinco de la mañana y dejé la helada de Windhoek en un Volkswagen con el desafío de meterme casi mil kilómetros antes de las siete de la tarde.
Una recta de quinientos hacia el sur y de un volantazo a la derecha otros cuatrocientos hasta la costa. Seguimos sumando inconsciencias.

Lüderitz es posiblemente la más extraña y surrealista de las poblaciones africanas. El primer asentamiento alemán data de 1883 con la llegada de los colonos y comerciantes del Káiser; después vendría la fiebre de los diamantes y locas historias en lo relativo a las celebraciones del cumple del Führer hasta bien entrados los setenta.

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Lüderitz está rodeada de desierto, nieblas y un viento que todo lo lima. La colorida y vivaz erección sus casas y tejados nada tiene que ver con el ambiente del pueblo. Una morgue. A las seis de la tarde no hay un alma en la calle. Los negros se fueron a su Town Ship; los coloureds al suyo; los alemanes ya se acostaron y los afrikáners están en ello; sólo queda abierta una taberna, que regentada por los españoles de la fábrica de pescado deja claro que lo nuestro es dar la nota. Bien. Allí acabé; ¿y qué esperaban?

A las siete ya con noche cerrada la temperatura se derrumba y la humedad del gélido océano, de la mano del viento, te deja claro porque el traje típico de Costa Esqueletos es el forro polar. El panorama urbano parece un cuento de Hansel y Gretel pero en el desierto. Surrealista. Casas de colores con gnomos en el porche, Mercedes Benz con una D en el maletero y panaderías alemanas. Al parecer, aquí se celebra un Oktoberfest de órdago y doy fe de que la cerveza de Namibia, Whindoek lager, es la mejor de Africa. Un escenario en el lugar equivocado pues no hay un solo árbol.

Llegar a Lüderitz es un capricho de turistas raros. Una paliza de carretera para ver “poco” con el aliciente del caserío fantasma de Kolmannskuppe; pero esa es otra historia que por cierto ya se contó.

CENTRO DE ESTUDIOS AFRICANOS DE LA ULL.

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Autor

  • Doctor en Marina Civil.

    Cuando por primera vez llegué a Ciudad del Cabo supe que era el sitio y se cerró así el círculo abierto una tarde de los setenta frente a un desgastado atlas de Reader´s Digest. El por qué está de más y todo pasó a un segundo plano. África suele elegir de la misma manera que un gato o los libros nos escogen; no entra en tus cálculos. Con un doctorado en evolución e historia de la navegación me gano la vida como profesor asociado de la Universidad de la Laguna y desde el año 2003 trabajando como controlador. Piloto de la marina mercante, con frecuencia echo de falta la mar y su soledad en sus guardias de inalcanzable horizonte azul. De trabajar para Salvamento Marítimo aprendí a respetar el coraje de los que en un cayuco, dejando atrás semanas de zarandeo en ese otro océano de arena que es el Sahel, ven por primera vez la mar en Dakar o Nuadibú rumbo a El Dorado de los papeles europeos y su incierto destino. Angola, Costa de Marfil, Ghana, Mauritania, Senegal…pero sobre todo Sudáfrica y Namibia, son las que llenan mis acuarelas africanas. En su momento en forma de estudios y trabajo y después por mero vagabundeo, la conexión emocional con África austral es demasiado no mundana para intentar osar explicarla. El africanista nace y no se hace aunque pueda intentarlo y, si bien no sé nada de África, sí que aprendí más sentado en un café de Luanda viendo la gente pasar que bajo las decenas de libros que cogen polvo en mi biblioteca… sé dónde me voy a morir pero también lo saben la brisa de El Cabo de Buena Esperanza o el silencio del Namib.

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