Ahora. Me dirijo a mi casa bajando por la cuesta del Snake Point y la veo. Pareciera como si los africanos que deambulan pobremente por la calle se hiciesen a un lado para dejarla pasar. Es el efecto de Moisés cuando abrió las aguas. Ella es manantial, avanza con su torso recto, corre firme, levantando las rodillas de manera perfecta, regular, casi altivamente. Es un caballo. Y es blanco.
Y se va abriendo camino entre la pobreza. Es una mujer. Es una mujer blanca. Es una mujer que se acerca como un caballo blanco en medio de una noche diurna. Ella. Como si purificase la tierra, como si viniese a decir igual que uno de los protagonistas de La delgada línea roja, “te perdono”. Te perdono. Os perdono, hermanos.
¿Qué hacer? Encontrarse a un blanco por estos lares es siempre un acontecimiento. Uno lo avista, reconoce su tribu, si acaso una rama lejana, pero sabes que ese blanco, esa blanca que se está acercando está pensando lo mismo que tú. Lo común. Afortunadamente no somos turistas. El turista odia al turista. ¿Qué haces aquí maldito vecino? No es eso. Es algo más. Es un orgullo con una intención amable. Por ejemplo.
Es un encuentro. Algunos bajan la cabeza en señal de saludo, otros miran para otro lado, algunos, algunas te sonríen. Y ahora estoy viendo al arrogante caballo blanco abriéndose paso con un estilo soberbio, impecable, y cuando casi nos vamos a tocar en la bifurcación, nos estamos acercando, nos estamos acercando, levantamos la cabeza y.
Sigo bajando y me encuentro con el flamboyán abandonado de la embajada. Es un árbol que ha crecido aparte, un autista romántico que se funde irremediablemente con la puesta del sol. Todos los días. “Te quiero”, le digo (en realidad le he dicho hola, pero ahora le digo te quiero) mientras sigo bajando como un alfil. Porque aquí, uno está jugando al ajedrez de manera consciente, inconsciente. Soy un alfil blanco. Somos alfiles blancos.
Soy un alfil blanco que se desliza por las casillas blancas mientras le bordean, le rozan, casi tocan, las casillas negras, los africanos. Pero el alfil blanco nunca serpentea por las casillas negras. Eso sería una infracción en ajedrez. Luego está la vida. Y la vida es.
También en el mismo Jasei que es donde vamos a ver el fútbol rodeados de rafia, de bambú, frente a una pantalla enorme, somos alfiles. Somos alfiles de un color que se autoproclama como el color del silencio. Pero también hay silencios de rojo. Y bofetadas marrones. Y besos violetas. Y cuellos azules.
Y también alfiles.
Veo, sí veo por fin un libro. ¡Un libro! La cultura occidental que ahora sí lo diré, hace tiempo que riza el rizo presa de una neurosis colectiva, aquí se vuelve mansa, pacificadora, la olvidas. No te agota. Internet es un burro que no arranca. Qué alivio vivir sin tanto mensaje. Sí, te acuerdas aquí de mucha información recibida “en el Oeste” y compruebas que la vas entendiendo. Procesar. Te das cuenta de que necesitabas un poco de paz para comprender los aforismos, las miradas, la tontería. Un grafiti. Come on baby light my fire. Por ejemplo. Qué subidón, tío.
Estoy aquí.
He visto un libro. Y he podido leer el título, “Jesus the greatest”. Jesús es el más grande. Ese ha sido el primer libro que he visto en este país. Alguien lo tenía abierto. Alguien posaba sus dedos sobre unas páginas amarillentas y frágiles, muy sueltas ya.
Pero fue en un periódico y no en un libro donde se quejaban de la “visión conradista de África”. Atención: Heart of Darkness, o El corazón de las tinieblas, el clásico del escritor anglo-eslavo, Mr. Joseph Conrad se ha puesto en duda. Aquí en África, alguien ha dudado de Conrad. Dudemos de Conrad como yo dudo de la. África no es así. Es así en determinados sitios. África es inexplicable, pero siempre te acaba llamando una música, unos tambores, un baile, una cadera. Sigue la noche. Hay más noche.
El cerebro aquí, olvidaba decirlo, se frena. No es que se pare, pero se frena. Como si el riego dejase de regar. Y es así como a veces no puedo pensar nada. No me acuerdo de nada. Aunque ahora recuerdo que esto está lleno de lagartos de lo más coloridos.
Son rápidos. Pero se cansan. No son corredores de fondo, son sprinters. Son unos amigos que de vez en cuando encuentro en la oficina subiendo por las paredes. El primer día, oh cielos. Portú explicó: “déjalo, es el mejor antídoto contra los mosquitos”. Al llegar al trabajo, cuando subo la cuesta del Snake Point, los veo cruzándose entre ellos, arrastrándose de manera caótica, desordenada. Un arco iris epiléptico. Que cruza carreteras, trepa árboles, se esconde en la hierba. Unos colegas. Sí tío, unos hermanos.
De todo eso sí me acuerdo. De los lagartos. De los alfiles. Y de una norteamericana llamada Breyni que me ha dicho a la nariz, “sabes, soy norteamericana”. “Sí, le he dicho… y?”. “Cuando eres norteamericana, todo el mundo tiene una opinión”, me ha respondido. De eso me acuerdo. Estoy seguro.
Original en Las palmeras mienten