Un atardecer en Rabat, por Rafael Muñoz Abad – Centro de Estudios Africanos de la ULL

21/07/2014 | Bitácora africana

Dicta la norma diplomática vestida de largo y bajo su refinado chaqué que la primera visita del inquilino de La Moncloa o La Zarzuela debe rendirse al vecino alauita. El Reino de Marruecos, lejos de ser una democracia de manual, quizás represente la vanguardia de las sociedades musulmanas. El país magrebí es aliado primordial de Paris y Washington en su lucha contra el integrismo islámico en el norte de Africa. Región que hace nada se veía convulsionada por aquella paja mental que no pocos adoradores de las primaveras revolucionarias osaron llamar inicio del laicismo árabe. Sin comentarios. Centrémonos. Marruecos es dique de contención para algunos problemas y a la vez causa de otros muchos quebraderos de cabeza. Líos que sufrimos directamente en España pero que paradójicamente, no nos queda otra que entendernos con nuestro más importante vecino africano.

Cual aliado cardinal a las puertas de Europa, EE.UU. hace bien en armar a Marruecos. De igual manera, España debe esbozar una diplomacia firme pero flexible y no plegarse ante las habituales pataletas marroquíes. Ahondando en el tema, la colaboración entre las agencias de inteligencia a ambas orillas del Estrecho es primordial para anticiparse a situaciones tan peligrosas; como que no pocos pasaportes marroquíes, estén detrás de destacados cabecillas íntimamente relacionados con el islamismo durmiente o latente en Irak y Siria. Una amenaza que por encima de otras cuestiones demanda de unas relaciones fluidas e íntimas en materia de seguridad.

Recibido en pleno Ramadán, la visita del nuevo rey de España viene a dejar clara la imperiosidad de cultivar una sana reciprocidad política con Marruecos. Dos hijos que prorrogan la vieja amistad de sus padres. Y miren, esta semana, carente de la habitual acidez verbal, especialidad de la casa, les diré que dudo mucho que Felipe VI y la Leti, [mal] disfrazada de reina Noor o de Carolina Herrera a lo Lawrence de Arabia, hayan hablado de lo que aún España debe solucionar en el Sahara occidental, de las vallas de Ceuta y Melilla, o de licencias de pesca. Imagino que todo habrá sido pomposidad y té con la exquisita confitería marroquí; y es que según como se tome, y no el té, un atardecer en Rabat puede dar para mucho o para nada.

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Autor

  • Doctor en Marina Civil.

    Cuando por primera vez llegué a Ciudad del Cabo supe que era el sitio y se cerró así el círculo abierto una tarde de los setenta frente a un desgastado atlas de Reader´s Digest. El por qué está de más y todo pasó a un segundo plano. África suele elegir de la misma manera que un gato o los libros nos escogen; no entra en tus cálculos. Con un doctorado en evolución e historia de la navegación me gano la vida como profesor asociado de la Universidad de la Laguna y desde el año 2003 trabajando como controlador. Piloto de la marina mercante, con frecuencia echo de falta la mar y su soledad en sus guardias de inalcanzable horizonte azul. De trabajar para Salvamento Marítimo aprendí a respetar el coraje de los que en un cayuco, dejando atrás semanas de zarandeo en ese otro océano de arena que es el Sahel, ven por primera vez la mar en Dakar o Nuadibú rumbo a El Dorado de los papeles europeos y su incierto destino. Angola, Costa de Marfil, Ghana, Mauritania, Senegal…pero sobre todo Sudáfrica y Namibia, son las que llenan mis acuarelas africanas. En su momento en forma de estudios y trabajo y después por mero vagabundeo, la conexión emocional con África austral es demasiado no mundana para intentar osar explicarla. El africanista nace y no se hace aunque pueda intentarlo y, si bien no sé nada de África, sí que aprendí más sentado en un café de Luanda viendo la gente pasar que bajo las decenas de libros que cogen polvo en mi biblioteca… sé dónde me voy a morir pero también lo saben la brisa de El Cabo de Buena Esperanza o el silencio del Namib.

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