Cuando, hace pocos días, tuve que organizarme con algo de urgencia un viaje para volver de Goma (R D Congo) a Bangui, me di cuenta de que la opción más segura y barata era coger un vuelo en Brazzaville, y que hace el trayecto hasta la capital centroafricana en hora y media. Par .ello tenía que viajar desde Goma hasta Kinshasa. Me atraía llegar a la gigantesca urbe conocida como “la belle”, de la que había oído hablar maravillas a los congoleños del interior. La única compañía que vuela hoy desde cualquier ciudad del Congo a Kinshasa es la Compañía Africana de Aviación (CAA), y en ese vuelo llegué a Kin el pasado miércoles 5 de junio.
No puedo decir que conozca Kinshasa, a pesar de que mi amabilísimo acompañante, el comboniano español Kike Bayo, se deshiciera en atenciones para llevarme a todos los rincones que pudo durante el día y medio que estuvo conmigo. Conoce la capital congoleña como pocos y sabe explicar todos sus rincones. Dicen que lo mejor de Kinshasa es “el ambiente”, que se respira más en sus barrios populares que en sus nuevas avenidas faraónicas, especialmente la del 30 de Junio. A pesar de todo, y siempre con la limitación del poco tiempo que he pasado en esta capital, no me gusta Kinshasa. Los congoleños tienen todo el derecho del mundo a estar orgullosos de ella, pero a mí me ha parecido caótica y agresiva, el tráfico es de vértigo y creo que le falta calor humano. Es difícil caminar por sus calles, por las que no suele haber ni aceras para dar unos pasos seguros.
Brazzaville, sin embargo, ha sido una agradabilísima sorpresa. Esta mañana (7 de junio) me dirigí al puerto a coger una lancha rápida y me he evitado los malos tragos (“tracasseries”, los llaman aquí) que uno se suele encontrar en cualquier aduana congoleña gracias a un amable empleado de la Cruz Roja llamado Philippe cuyo contacto me facilitaron los hermanos Marianistas de Kinshasa. Nada más llegar el hombre me pidió el pasaporte y 25 dólares para pagar la lancha, me sacó una silla y me dijo que me sentara a la sombra mientras él se ocupaba de todo. Tardamos una hora antes de entrar en la lancha. Si hubiera llegado yo sólo tal vez podría haberme pasado tres horas acosado por preguntas sin sentido para intentar sacarme todos los dólares que hubieran podido. Le di las gracias muy efusivamente, y antes de entrar en la lancha llamó por teléfono a un colega suyo de la otra orilla para que me esperara en el puerto de Brazzaville.
El trayecto en lancha rápida se hace en apenas cinco minutos. Debe de ser un recorrido de unos dos o tres kilómetros de una orilla a otra. El río Congo separa las que son, sin duda, las dos capitales de distintos países más próximas una de la otra. En el puerto de Brazzaville me esperaba Roger, el colega de Philippe, quien también me dio una silla mientras él se encargó de ir a la oficina de inmigración para que me pusieran el sello. Después, un taxi me llevó por dos dólares a la casa de los marianistas. En Brazzavile todo está cerca. Es una ciudad mucho más pequeña que la caótica e inmensa Kinshasa, cuya población nadie sabe a ciencia cierta aunque se habla de al menos diez millones. Brazza debe de tener un millón y medio. Sus gentes viven más relajadas, las calles están limpias y el tráfico es más ordenado. Es una ciudad agradable para pasear, empezando por que sus calles tienen aceras con amplio espacio para pasear con o sin prisas.
La comunidad de marianistas, como suele ocurrir en las casas de religiosos en África, está formada por hombres africanos jóvenes y sonrientes, con dos franceses que deben de rondar los setenta años y a los que se ve felices de haber pasado toda su vida en este país. También tienen a dos voluntarios franceses que durante la comida repasaban sin parar la actualidad de su país, desde la política de seguridad sobre África de François Hollande hasta la nueva ley del matrimonio homosexual. El fufu y la salsa del pescado, con el aderezo del picante, estaban para chuparse los dedos. En Brazzaville, como en Kinshasa, la gente se vuelve loca por un pescado que llaman “Thompson” que no es más que el vulgar chicharro, el pescado más barato que uno puede comprar en una pescadería de España, pero que aquí preparan muy bien.
Antes y después de comer no he perdido el tiempo y me he pateado Brazzaville todo lo que he podido. Es una ciudad que tiene monumentos que hablan de su rica historia, y algún rascacielos moderno que no desmerece ni desentona. Fundada en 1880, debe su nombre al explorador italo-francés Pierre Savorgnan de Brazza. Por su avenida principal uno puede caminar sin que le llamen “mondele” cada dos por tres y sin riesgo de ser atropellado. Llegué a la plaza de la Libertad y me llamó la atención la estatua en el centro de su jardín con fuentes. Tras dos días de hace fotos a escondidas y con miedo en Kinshasa, me dirigí a un policía y le dije si podía sacar fotos en las calles, y el buen hombre me sonrío y me dijo “todas las fotos que usted quiera, sin ningún problema”. Respiré aliviado. En Kinshasa te pueden llevar a comisaría y tenerte varias horas retenido y amenazado por sacar una inocente foto a una paloma en la calle. Otra “tracasserie”. También saqué fotos en una calle lateral donde tienen dos filas con bustos de hombres y mujeres insignes del país: artistas, escritores, juristas, políticos, hombres de Iglesia, como el obispo Emile Byamenda… Me gustó. Uno de los problemas de los países africanos es que sus actuales generaciones tienen poco sentido de su historia y de sus antecesores que merecen ser recordados e imitados.
Pero lo que más me gustó de Brazzaville fue su famosísimo barrio de Poto-Poto, del que había oído hablar maravillas. Creo que el primer libro que me leí en mi vida sobre cultura africana fue una novela llamada “Les Enfants de Poto Poto”, que con 21 años servidor de ustedes ya intentaba leer en francés todo lo que podía. Es un gran barrio popular creado en 1911, a la medida de lo que en tiempos coloniales se planificó como polígonos “para africanos”. Hay muchísima gente que se mueve sus calles-mercado, pero sin que uno llegue a tener sensación de agobio ni mucho menos de que esté en peligro de que le acosen o le roben. Creo que es el mayor mercado que he visto en mi vida, tal vez con excepción del “Mercato” de Addis Abeba, mucho menos agradable.
Poto Poto tiene color y vida. Me paré en varios tenderetes y en uno de ellos compré por seis mil francos CFA (unos 12 dólares) una hermosa tela que una hora antes había visto en una tienda de la calle principal por un precio cuatro veces mayor. Me pare en dos ocasiones a tomar un refresco frío al lado de uno de los muchos carromatos empujados por vendedores que ofrecen la botella por 500 CFA (un dólar). Entré por callejones cada vez más estrechos donde uno podía encontrar desde teléfonos móviles de última generación hasta plantas medicinales que ofrecían remedio inmediato para cualquier dolencia por grave que fuera. En el barrio hay malienses ,senegaleses (con sus restaurantes), nigerianos, libaneses, habitantes del otro Congo venidos de Kinshasa… Poto Poto y sus alrededores tienen avenidas frescas gracias a los frondosos árboles que a Dios gracias nadie ha cortado y bajo cuyas copas la gente se sienta a charlar y hacer negocios.
No lejos de allí, la Basílica de Santa Ana, de 1949, se eleva orgullosa como el símbolo arquitectural de Brazzaville, al lado del soberbio estadio Félix Éboué. No tuve tiempo de ver la escuela de pintura de Poto Poto, y me supo mal. Habrá que dejarlo para otra visita.
Original en : En Clave de África