Las víctimas del conflicto entre las tropas del Gobierno y el LRA reclaman el respeto de sus derechos a la verdad, la reparación y la reconciliación.
Desde su independencia en 1962, la República de Uganda ha estado marcada por la inestabilidad política, los abusos masivos contra los derechos humanos y el autoritarismo. En realidad, los conflictos dentro del país tienen su origen ya en la época de la colonización británica.
En 1986 estalló un duro conflicto entre el Gobierno, representado por el Movimiento de Resistencia Nacional del actual presidente, Museveni, y el conocido Ejército de Resistencia del Señor (LRA por su sigla en inglés), un movimiento fundado por Joseph Kony con el objetivo de gobernar el país de acuerdo a los diez mandamientos. El LRA fue responsable de crímenes atroces: saqueos, violaciones, masacres de civiles, quema de hogares y tierras, mutilación y secuestro forzoso de civiles -casi todos niños- para servir como soldados y esposas de los rebeldes (el conocido fenómeno de los niños soldados).
A lo largo de los años, el gobierno ha realizado esfuerzos intermitentes para poner fin a la guerra, incluidas varias negociaciones de paz, operaciones militares y una ley de amnistía. En 2004 el Gobierno recurrió a la Corte Penal Internacional. El año siguiente, Uganda se convirtió en el primer País donde la CPI ha dictado órdenes de detención contra personas acusadas de graves violaciones de los derechos humanos, en este caso cinco de los altos mandos del LRA.
A pesar del acuerdo alcanzado entre las partes del conflicto durante las Conversaciones de Paz de Juba entre 2007 y 2008, Kony nunca firmó el Pacto, así que el Gobierno se comprometió en aplicar unilateralmente las condiciones establecidas.
En el actual contexto posconflicto, se pueden identificar tres principales desafíos pendientes: las disputas por la tierra, el desempleo y la falta de oportunidades económicas; un legado no abordado de conflictos y traumas, que incluyen la estigmatización.
Durante el conflicto armado entre el Gobierno ugandés y el LRA, más del 90% de la población en el norte del país fue desplazada, refugiada en campamentos protegidos, donde sufrieron reiteradamente violaciones de sus derechos por parte de los guerrilleros de Kony y también de los integrantes del ejército nacional, quienes supuestamente debían proteger a la población. Cuando la guerra terminó en 2004, los desplazados internos regresaron a sus comunidades buscando un nuevo comienzo. Sin embargo, más de una década después, la vida en la región de los Acholi no ha vuelto a la normalidad y el legado del conflicto sigue afectando a la vida cotidiana de la gente. Muchos de los perjudicados por la guerra, tanto los repatriados como la población civil local, siguen siendo gravemente desfavorecidos; especialmente las mujeres y las niñas sufren las consecuencias de las normas vigentes de patriarcado y las diferencias de género.
En las zonas del norte de Uganda afligidas por la guerra, varios elementos están impulsando conflictos sobre el acceso a la tierra: los efectos de décadas de antagonismo entre el gobierno central y la población en la región, el desplazamiento, el crecimiento rápido de la población, la búsqueda de tierras para los bosques y los parques nacionales sin la debida consulta, el cambio climático.
El norte de Uganda tiene la tasa de pobreza más alta del país. Al tratar de reconstruir una economía de posguerra, se encuentran desafíos numerosos y complejos, ya que la mayoría de la población no tiene activos, carece de habilidades y educación y está mayormente involucrada en actividades económicas y de sustento basadas en la agricultura y en pequeñas actividades comerciales. Una parte significativa de la población comprende mujeres y hogares encabezados por niños y excombatientes que no pueden reintegrarse en la sociedad. Los jóvenes con poca o sin educación regresan del desplazamiento a un entorno socioeconómico que no puede satisfacer sus necesidades, creando una sensación creciente de frustración y desesperanza por la falta de un empleo remunerado, aumentando así el riesgo de conflicto. De manera similar, los excombatientes se encuentran sin educación formal, con ninguna o pocas habilidades vocacionales y sin capacidad de adaptación a la vida después de la guerra. Por su parte, las mujeres y niñas que fueron secuestradas por el LRA son incapaces de encontrar trabajo y medios de vida sostenibles debido a la falta de habilidades, la estigmatización y la exclusión.
Las redes sociales, que deberían ayudar a sanar las relaciones de la comunidad, se deterioraron durante y después de la guerra. Si bien muchos excombatientes recibieron apoyo psicosocial en los centros de rehabilitación/recepción, ese apoyo fue inadecuado y no les permitió reintegrarse efectivamente. En ese sentido, la actividad del gobierno se ha centrado y sigue centrándose en la infraestructura física, con escasa atención hacia el tratamiento del trauma psicológico y la reconciliación. Ha faltado un verdadero proceso nacional para restablecer las relaciones entre las personas y las comunidades afectadas por la guerra, que tienen dificultades comprensibles para aceptar a los excombatientes. La guerra erosionó las normas y los patrones sociales, dejando a las familias separadas, las relaciones con las instituciones gubernamentales y legales tradicionales debilitadas, y el acceso a los servicios básicos drásticamente reducido. Los excombatientes se encuentran estigmatizados por su participación en la guerra, que se manifiesta en forma de falta de oportunidades y exclusión por parte de los miembros de la familia y la comunidad. Las mujeres excombatientes llevan la carga adicional de la culpa por la ruptura de sus matrimonios, porque son percibidas como agresivas, y los miembros de la familia no aceptan a los niños nacidos en cautividad. A algunas les niegan el acceso a la herencia de sus familias y clanes, debido a los sentimientos mixtos de miedo y vergüenza de estos últimos por haber sido asociadas con el LRA.
Las poblaciones afectadas por el conflicto presentan también comportamientos de traumas psicológicos no abordados en forma de agresión, desconfianza y discriminación contra los excombatientes, la comisión de delitos contra personas y propiedades y un número creciente de casos de suicidio. Como es común en las situaciones post-conflictuales, la violencia doméstica ha aumentado drásticamente con la ruptura de los roles de género, el estrés y el abuso de sustancias que alimentan tal comportamiento.
A pesar del esfuerzo llevado a cabo por el Gobierno y los organismos de las Naciones Unidas, la programación para reconstruir el tejido social de las comunidades ha sido reducida. La mayoría de las intervenciones se han centrado en aliviar los síntomas en lugar de abordar los elementos centrales del conflicto, limitando su impacto en la sociedad civil.
Otra cuestión pendiente es la necesidad de abordar de manera integral la responsabilidad por las atrocidades cometidas a la vez por el LRA y por las tropas de Museveni. Los derechos a la verdad, la reparación y la rehabilitación, así como las garantías de no repetición, son esenciales en cualquier situación posconflicto. Tales medidas pueden brindar cierto alivio a las víctimas, ayudándolas a reconocer lo que han experimentado y motivándolas a participar en su propia recuperación.
Para garantizar una paz sostenible, se debería asegurar un acceso adecuado a la rehabilitación y la reintegración de las personas secuestradas y desplazadas, que incluyan la prestación de servicios médicos, sociales y psicosociales para quienes los necesitan.
En ausencia de un programa gubernamental adecuado de búsqueda de verdad y reparación, los efectos de la guerra continuarán afectando a las personas en el norte de Uganda, sus necesidades críticas permanecerán insatisfechas y sus derechos seguirán siendo violados.
Francesco D’Amico
*Colaborador de Justícia i Pau Barcelona
Fuente: Justicia i Pau
[Fundación Sur]
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