Tu nombre, por Nuno Cobre

13/09/2011 | Bitácora africana

TU NOMBRE. Es verdad. Cada vez que conoces a un africano con el que has compartido unos segundos de tu vida, tal vez unos minutos, te pregunta por tu nombre. “Your name”. “Nuno, me llamo Nuno”. Y el saludo, clac, clac.

Otro día llegué tarde a casa y sentí que alguien corría detrás de mí. Era un trotar de chanclas, irregular, un tanto acuático. Cuando miré para atrás, me encontré con un hombre que decidió perseguirme, al menos por unos segundos, colocando la quinta marcha en el corazón. En mis vísceras. Pasar de primera a quinta. Así. Estaba ahí, a punto de llegar a casa, cuando aquel individuo que llevaba un gorro de lana que le tapaba casi los ojos, amagó hacia la derecha, hacia mí como buscando algo. Tal vez un susto. Una proclamación del espacio. “Es la hora de los malos”.

Entonces la puerta se abrió y el tipo reculó para ir esta vez detrás de un perro. Seguí al perro, lo miré, me fijé en él. El del gorro de lana lo perseguía como borracho, con ritmo, lanzando unas patadas al aire que buscaban al can. Y el perro. Con cara asustadiza, corría irregularmente en medio de la noche, escabulléndose, buscando una salida. Al perrito todavía le faltaba pasar una serie de tramos atestados de noche y sorpresa. Y gorros de lana. Se introducía en la noche.

Le digo a uno de los seguritas que qué es lo que está leyendo y se agacha para agarrar un libro arrugado, lleno de marcas blancas, negras, polvo, manos, dedos, sudor; un libro cuyas páginas parecen un tupé, una ola difícil y retadora. Me parece ver en la portada un caballo blanco. Por qué siempre el caballo blanco. Qué es lo que tienen los caballos blancos que hasta Rulfo los consagró. The Wildest Heart es el título de la novela. “Historias de amor, muy interesante”, me dice el segurita con el libro sobre su pecho. Un libro escrito por una mujer que nació en Sri Lanka, país que alguna vez se llamó Ceilán. Hay gente que cambia.

Ya he visto a muchos albinos desde que estoy aquí. La primera vez fue cuando bordeábamos el edificio de la ONU y un tipo extrañamente blanco empujaba una carretilla. Cuando Germón siguió progresando con el coche, pude ver que el albino lucía un lunar muy grande en la nuca. “¿Qué es eso?”, le pregunté a Germón. “Es un albino”. Un albino negro, belfo, un albino blanco que en realidad es negro. ¿Por qué siempre están serios los albinos? Hay regiones de África donde se les persigue. A muchos los mataron. Otros huyeron. Se les acusa de estar embrujados. Se les toca porque dicen que dan buena suerte. Siempre están tan serios los albinos.

Breyni ha mirado mi dedo meñique y me ha dicho que aquí, en este país, se trabaja muchísimo para olvidar. “Para olvidarte de que precisamente estás aquí. Cuantas más horas mejor. Y al abrir la puerta de casa ya es de noche, ya has pasado un día más. Y estás vivo”. Yo estoy mirando una cortina. Una cortina de tul y algodón dorado. El tul y el dorado. Los domingos. Los domingos.

Ahora estamos en la playa. Hace un rato que hemos aparcado el Nissan Pathfinder y hace un pizco que estamos mostrando nuestras carnes. Llevamos bañador. Estamos en James Harbour, donde se suelve venir a desconectar. Muy cerca de nosotros, debajo de una palmera, hay un grupo de niños con cabezas grandes que miran nuestra comida. No son ruidosos, apenas hablan, pero miran, nos miran. I’ll be watching you. Siempre. Respiran unos cuantos detrás de la palmera, otros están semi acostados. La comida, la puta comida. Nos damos un baño de orilla, porque la corriente te dice que NO sigas hacia dentro, a no ser que te quieras ir de este mundo de una vez. Qué es lo que hay ahí, tío. Quizá debería hacer un poco más de deporte, así la cabeza dicen, distinguiría los colores, descubriría el azul y el verde y hasta el violeta.

Ya está bien, Jisin se levanta con un plato de plástico de cumpleaños y lo llena de salchichas, coco, papaya, mango, pan. Cuando el plato está bien cubierto, se acerca a lo niños y les dice, “esto es para vosotros y es para compartir”. No se mueven. Los niños permanecen mudos, el plato rebosante en frente de ellos y sin palabras. Las salchichas y el coco a escasos centímetros y no hay comentarios, no hay movimiento, tan solo hay ojos, muchos ojos que nos siguen observando. Esos niños de cabezas grandes nos siguen mirando.

Caminando por la cuesta del olvido, Johnny se ha puesto en frente de mí y me ha dicho, “necesito un trabajo”. No me lo ha dicho, me lo ha suplicado. Hay palabras cargadas de lágrimas. Más tarde me he encontrado al casero sirio y le he preguntado que cuánto lleva aquí. Me ha respondido sin ganas que seis años y no ha querido seguir hablando. Su giro de cuello distante ha apuntado al perrito que milagrosamente he vuelto a ver una noche más tarde. Salía del Snake Hotel nada menos, tenía buena cara y me he llenado de alegría. Siempre hay al menos un momento, un instante. Al menos un instante.

Original en Las Palmeras Mienten

Autor

  • Sin que nadie le preguntase si estaba de acuerdo, a Nuno Cobre lo trajeron al mundo un día soleado del Siglo XX. Y ya que estaba por aquí, al hombre le dio por eso que llaman vivir.

    Sin embargo, durante mucho tiempo creyó Nuno que el mundo era sólo eso, sólo eso que se presentaba de manera circular y hermética ante sus ojos. Se asfixiaba. A veces. Pero algunos viernes o lunes por la mañana, una vocecita fresca y lejana le decía que habían otras cosas por ahí, que debían haber otras cosas por ahí.

    Y un día Nuno Cobre salió y se fue a la Universidad, y un día siguió viajando y al otro también, y al otro, mientras iba conociendo a gente variopinta y devorando libros sin parar… Entonces descubrió con un cierto alivio que no estaba solo. Que habían más. Cuando llegó la hora de elegir, Cobre decidió convertirse entonces en viajero sólido y juntaletras constante, pero quería más, un más que venía del Sur. Y fue así como el latido africano empezó a morderle tan fuerte que una noche abrió la puerta del avión y se bajó en un país tropical. África.

    Los temores. Llegó con cierto temor a África influenciado por la amarilla información occidental ávida de espectáculos cruentos y de enfermedades terminales. Y resultó que en lugar de agitarse, a Cobre se le olvidó la palabra nervios a la que empezó a confundir con un primo lejano. Y así fue como se llenó de paz, tiempo y vida.

    Tras varios años en África, Nuno Cobre sólo aspira a lo imposible: vivir todas las experiencias mientras le da a la tecla, a los botoncitos negros del ordenador que milagrosamente le proyectan un nuevo horizonte cada día.

Más artículos de Nuno Cobre