Cuando vi el gran cartel no me lo pude creer. Me detuve para leerlo varias veces y asegurarme de que era cierto lo que mis ojos veían. “Tú no dejaras que vivan los brujos”, anunciaba un tipo con aires de estrella de Hollywood que se presentaba como obispo de una pretendida iglesia “del Águila Real”. Para rematar el espectáculo, la anunciada oración masiva prometía “plegarias agresivas”.
No pude resistirlo y saque la cámara para hacer una foto. Mi compañero Abdou, un devoto musulmán senegalés, me comento: “Lo ves como no somos solo nosotros los que tenemos terroristas?” Le respondí que el Papa Francisco ha dicho en varias ocasiones que también entre los cristianos hay extremistas. Delante de nosotros teníamos un ejemplo de lo más evidente. Me imagine la escena: miles de personas reunidas en una gran explanada escuchando al combatiente de la brujería repitiendo slogans a grito pelado y creando un ambiente hiperemocional lleno de personas que, con los ojos cerrados y alzando las manos, piden a Dios que elimine a los brujos de sus barrios para poder gozar de buena salud, conseguir un buen trabajo y tener mucho dinero. Ya sabemos que este tipo de sectas pentecostales atraen a sus adeptos con promesas de prosperidad sin límites, ligadas a que el creyente acepte sin rechistar las instrucciones del pastor de turno, que se basan en versículos bíblicos sueltos comentados con una exegesis de parvulario.
A cualquiera que haya vivido en África un tiempo suficiente y sin aislarse del mundo real le habrá llamado poderosamente la atención lo arraigada que esta la creencia en un mundo espiritual oculto que determinadas personas, identificadas como brujos, manejan con malas artes para provocar el mal a otros. A menudo, basta que alguien destaque un poco por encima de los demás construyendo una casa o prosperando con un negocio para que los vecinos le acusen de brujería y el incauto paisano tenga que poner pies en polvorosa. Recuerdo un caso que presencia en 2012 en Obo, una pequeña ciudad a más de mil kilómetros de Bangui: un anciano que había emigrado allí algunos años atrás fue acusado un buen día de ser el causante de una enfermedad que dejos postradas a varias personas de su vecindario, y en apenas unos minutos vio como una enfurecida multitud le destruyo el kiosko con el que se ganaba la vida, y la cabaña donde vivía. Después desapareció y nunca más se supo de él. Durante los días sucesivos se rumoreo que algunos de sus vecinos le llevaron a la selva y, tras matarlo, arrojaron su cadáver al rio.
En la República Centroafricana, las personas acusadas de brujería suelen ser ancianos y niños y, por alguna causa que desconozco, sobre todo las viejecitas. Basta que una mujer entrada en años empiece a mostrar un comportamiento extraño, consecuencia de una demencia senil, para que todos la señalen con el dedo y la acusen de bruja. Rara es la semana en la que no vea un informe de nuestra sección de Derechos Humanos en la que se dé cuenta de una o varias ancianas enterradas vivas por una muchedumbre que piensa así que se van a librar de todos los males que afligen a la comunidad.
En diciembre de 2016, mis compañeros que recorren todos los días los lugares de detención en comisarías y prisiones se encontraron con un niño de tres años y una niña de cinco que llevaban una semana encerrados en una celda. Ambos habían sido acusados de brujería, y lo más triste del caso es que fueron sus propios parientes los que los llevaron a la policía. Cuando los funcionarios de la ONU señalaron al comisario que aquello era intolerable y tenía que ponerlos en libertad, el jefe de la Policia se enfadó por lo que considero una interferencia indebida en asuntos internos y esgrimió como argumento que la brujería está considerada como delito en el Código Penal del país y que cuando reciben una denuncia tienen que encauzarla con los procedimientos legales en curso.
Este es uno de los elementos que agrava aún más esta locura colectiva que permite enterrar vivas a ancianas y mandar a la cárcel a niños pequeños: la tipificación de la brujería como delito. Muy a menudo, si alguien quiere destruir a su vecino o a un pariente con quien tiene alguna razón para vengarse, basta con que le ponga una denuncia por brujería y ser, por ejemplo, el causante de enfermedades o de desgracias acaecidas en su pueblo. Cualquier motivo basta. Hace pocos años, cuando en el país se hizo una reforma del Código Penal, que estuvo financiada por la Unión Europea, el representante diplomático de esta organización intento por todos los medios que el artículo que se refiere a la brujería fuera eliminado. Se encontró con una airada respuesta del gobierno, quien al final le declaro “persona non grata” y le expulso del país por supuesta injerencia en asuntos internos.
Mucho se habla de las causas de la pobreza y de la perpetuación de la violencia en un buen número de países africanos, la República Centroafricana incluida: la avaricia de quienes tienen interés en sus valiosos recursos naturales, los intereses de países extranjeros, la proliferación de armas que abastecen a grupos rebeldes, las malas políticas internacionales… Claro que sí. Pero no se puede olvidar que también hay causas internas que tiene que ver con mentalidades que impiden que la gente avance, sea libre y no viva en un estado permanente de miedo ante acusaciones de sus vecinos. Y muy poco se podrá prosperar en un país en el que hasta un niño de tres años puede acabar con sus pequeños huesos en la cárcel acusado de desatar fuerzas maléficas. Nadie le defenderá y todos buscaran su destrucción, incluidos los charlatanes que se presentan como líderes espirituales y que prometen oraciones agresivas.
Original en : En Clave de África