El líder burkinés encarnó sueños de liberación profundos y terminó condenado por sus convicciones
Burkina Faso, Tierra de hombres íntegros, en dos de los idiomas locales, figura entre los países más pobres del mundo. En agosto de 1984 contaba con siete millones de habitantes, donde más del 80% era campesinado, se registraba un 98% de analfabetismo y una esperanza de vida media de 40 años. Contra este panorama penoso se opuso Thomas Sankara, un líder revolucionario que modificó el nombre de su país como símbolo de una transformación radical. Lo gobernó desde agosto de 1983 hasta octubre de 1987.
Sankara abogó por el respeto del medioambiente, el panafricanismo, los derechos de la mujer, la austeridad, la condena enérgica de la pobreza, la autosuficiencia. Apeló a la descolonización del pensamiento y la consecución de la felicidad fue insistente en su discurso. Obró como «presidente de un país pobre», según dijera, con el ejemplo, y actuó con dignidad, opuesto al culto a la personalidad. Fue un militar que rechazó la guerra, algo bastante inusual.
El joven capitán, que al momento de llegar al poder tenía solo 33 años, desarrolló un proyecto tan radical que no podía ser viable. Llamado el Che Guevara africano, cosechó muchos enemigos, como la Françafrique, el entramado turbio de la exmetrópoli en pos de la perpetuación de su poder neocolonial en la antigua África francesa, mediante una nebulosa de actores (denominados «amigos de Francia») aglutinados en redes y lobbies en torno al aprovechamiento de las materias primas y la ayuda pública al desarrollo. Sankara devino un símbolo muy peligroso de una emancipación durante sus cuatro años de gobierno. No tuvo miedo de jugar con fuego pese a que las fuerzas recelosas de esta transformación fueran más poderosas. El 15 de octubre de 1987 llegó el final trágico de Sankara, comenzando un mito que lo posicionó como leyenda no solo en su país (ex Alto Volta), sino en África.
La operación
Hay un culpable central en la eliminación de Sankara: Francia, o más bien la Françafrique. El día 15, un comando armado atacó las instalaciones del Consejo de la Entente de Uagadugú, desde donde gobernaba Sankara. El presidente y varios de sus colaboradores cayeron durante la agresión. El médico que examinó el cadáver consignó la causa del deceso como: muerte natural. Se dijo que el cuerpo fue enterrado a la ligera en una fosa común junto a otros.
A la noche, un comunicado anunció la muerte de Sankara tras haberse producido, según esta versión, un choque armado entre la guardia presidencial y elementos opuestos a las detenciones masivas ordenadas por el mandatario. Asimismo, los medios oficiales de la ciudad denunciaron una deriva derechista del régimen, mientras que algunas fuerzas de derecha celebraron un golpe de estado que vislumbraba una restauración interna y una reinserción del país en el esquema franco-africano. En apariencia, tras el golpe, el poder volvió a los tres coautores, junto a Sankara, de la Revolución de 1983. Uno de ellos era el capitán Blaise Compaoré, segundo de Sankara y de esa revolución. Sin embargo, Compaoré reemplazó a otrora su mejor amigo, tras su desaparición.
Un vecino incómodo
Sankara y Compaoré comenzaron el gobierno en 1983 en una estrecha alianza y amistad, cuando el 4 de agosto se anunció en forma radial la Revolución burkinesa, alineada a movimientos y partidos de izquierda, de línea antiimperialista e impregnada de marxismo. Producido el golpe, Jacques Foccart, funcionario francés de alta esfera y artífice de la política neocolonial en África, levantó la alarma en pleno contexto de Guerra Fría.
Sankara, a mediados de los 70, tras su estadía por Madagascar y otros eventos, se había convertido en referente y líder de un grupo de jóvenes oficiales con inclinaciones progresistas. A finales de 1982, pudo acercarse al poder. El golpe del 7 de noviembre de ese año le dio oportunidad, cuando representó a todo el ejército en el Comité de Salud Pública que eligió como presidente al comandante Jean-Baptiste Ouedraogo y él designó a Sankara en el cargo de primer ministro. En el transcurso de los primeros meses de 1983, Tom Sank (según su apodo popular) se destacó por su lenguaje, una mezcla inusual de humor y de progresismo, y por sus simpatías tercermundistas: Ghana, Cuba, Angola, Mozambique y Libia. El líder de la revolución era visto con desconfianza. Hablaba en lengua local, manejaba un Renault 5 y vendió todas las limusinas del Estado. A sus ministros exigió el mismo tren de vida sencillo que se impuso a sí mismo.
La presencia y el radicalismo del nuevo líder aumentaron la preocupación y, con ello, la cantidad de llamados telefónicos efectuados entre el presidente de Costa de Marfil, Félix Houphouët-Boigny, y Foccart. Este último, si bien no participó en forma directa en el complot que llevó al asesinato de Sankara, tuvo conexión directa con dos figuras aliadas del Eliseo que sí lo hicieron, uno fue Houphouët, y el otro el mandatario de Togo, Gnassingbé Eyadéma.
En líneas generales, los aliados franceses fueron de lo más rancio de la política africana de la época, por caso, las fuerzas que dirigía Jonas Savimbi en Angola en plena guerra civil, digitadas por la Sudáfrica del Apartheid con la que el presidente François Mitterrand no tuvo ningún reparo en vincularse.
Camino a la desgracia
A comienzos de agosto de 1987, Sankara pronunció un discurso en el cual subrayó los errores de la revolución iniciada cuatro años antes, como los excesos cometidos por los Comités de Defensa de la Revolución de los cuales algunos de sus miembros fueron señalados como responsables de determinados actos de terror, y pidió disculpas por los cometidos contra los individuos tenidos por contrarrevolucionarios. Propuso rectificar los errores revolucionarios y ensanchar la base del movimiento. El 2 de octubre enunció los objetivos revolucionarios y el sentido de la rectificación comenzó a torcerse para finalmente, 13 días más tarde los asesinos de Sankara «rectificaran» al propio líder revolucionario, quien estuvo rodeado de enemigos. Externos: la dirigencia francesa, la marfileña, la togolesa, entre otros, e internos, como su otrora mejor amigo, Compaoré.
Los roces de Sankara con Houphouët-Boigny no eran novedad. Las relaciones entre ellos casi siempre fueron malas. En septiembre de 1985, el realineamiento del Consejo de la Entente, foro de cooperación del África occidental francófona, mostró en la cúspide del poder a Houphouët-Boigny, a lo que su rival respondió que ese nuevo reagrupamiento era, en su opinión, de origen reaccionario, derechoso y conservador y de ser un instrumento de la estrategia neocolonial francesa. Sin lugar a dudas, el marfileño fue el hombre fuerte de Francia en África
Contra Sankara, Houphouët-Boigny creó una cuarta región militar en el norte de Costa de Marfil, próxima a Burkina Faso. La primera estaba ligada por un acuerdo de defensa a Francia. La armada marfileña fue casi un cuerpo suplementario de su homóloga francesa, y en estrecha tutela. El líder burkinés nunca cesó de fustigar y denunciar al imperialismo y sus agentes locales. El líder marfileño no podía dejar de sentirse tocado. El idealismo revolucionario burkinés atrajo a muchos jóvenes de Costa de Marfil.
Sin posibilidad de tener un diálogo con los sectores burkineses, sin embargo, Houphouët-Boigny encontró un aliado en Compaoré. En Costa de Marfil se emprendió una guerra propagandística por la cual se denunció la deriva fascista y militar del régimen de Uagadugú. Incluso, desde una perspectiva mucho más miserable, anónimos acusaron a Sankara de haber organizado orgías e involucrar a su esposa en estas.
A esta difamación también se sumó el presidente togolés, Eyadéma, que ya había tenido sus cruces con el capitán burkinés. Pero el rechazo a su régimen fue exacerbado el 23 de septiembre de 1986, cuando un comando de 70 hombres, procedente de Ghana, intentó derrocar al gobierno de Lomé. Eyadéma acusó a su vecino de haber formado y encausado a los agresores. Más tarde, el presidente de Togo resultó el primero en reconocer al régimen tras la caída de Sankara en octubre de 1987. Dos meses antes había oficiado de anfitrión ante Compaoré.
Antes del complot las relaciones entre Compaoré y Sankara fueron buenas, al menos en apariencia. El primero se reunía todos los días a almorzar junto a Sankara y su esposa Mariam, en donde hablaban de todo y el presidente comentaba los problemas de gestión, mostrando la gran confianza que le tenía, hasta el punto de designarlo, tras otorgarle crecientes responsabilidades, en el cargo de primer ministro, en septiembre de 1987.
Compaoré y el expresidente revolucionario eran muy diferentes. Mientras al primero le gustaba sostener un buen nivel de vida y de lujos, Sankara tenía un modo ascético de vivir, en un momento declaró sus bienes: una motocicleta, libros y una casa chica de la que seguía pagando un crédito. Casado Compaoré con Chantal Terrason, una marfileña de la corte presidencial, ella convenció a su marido de llevar adelante un estilo de vida acorde al lujo y al mérito que le correspondía. Sankara apostaba al debate abierto y la convicción, en contraste, Compaoré se inclinaba por la intriga y el poder de las armas. Tras un complot descubierto en mayo de 1984, el austero presidente se opuso a la ejecución de los siete principales instigadores, aunque su amigo abogó por reunir una mayoría que se le opusiera y fuera partidaria del fusilamiento. Durante años la tensión entre estos dos hombres creció gracias a una guerra de panfletos difamatorios.
Como un mártir
En los últimos momentos de su vida, y consciente del peligro que corría, todo pareciera indicar que Sankara siguió una actitud de dejar hacer, pues había escrito que veía inminente la preparación de su asesinato. Él conocía las intenciones de Compaoré y de su guardia personal, y no ignoraba las relaciones de la mujer de su amigo con los mandatarios Eyadéma y Houphouët-Boigny. Pero, a pesar del peligro, el presidente no quería llevar la situación al desenlace de una guerra fratricida. Fiel a su filosofía, explicó a sus allegados que el recurso a las armas para saldar las diferencias políticas era un error.
Sankara pasó a la historia, luego siguió la leyenda. Compaoré, su sucesor y antiguo amigo, se unió cómodo al juego de la Françafrique y hasta apoyó al señor de la guerra liberiano Charles Taylor sacando rédito de la guerra civil que asoló su nación. Quienes no escatimaron balas fueron los amigos de Francia. Pese a que el líder asesinado dijera: «Yo, Sankara, estoy de paso, lo que debe quedar es el pueblo», Compaoré gobernó hasta 2014 sin el último, hasta su caída tras la reacción del pueblo. Sankara se unió al panteón de líderes populares africanos y anticolonialistas asesinados como Patrice Lumumba, Amílcar Cabral y Ruben Um Nyobè que lo dieron todo por la causa de sembrar las bases para erigir el proyecto de construcción social y económica africana, destinado a la mayoría social.
Original en : Blogs de El País África no es un país