Testosterona

22/07/2021 | Opinión

El próximo viernes 23 de julio comenzarán los Juegos Olímpicos de Tokio. Dos hechos de signo contrario me han llamado la atención. La neozelandesa Laurel Hubbard será la primera atleta transgénero que competirá abiertamente como mujer en una olimpíada, en la categoría de levantamiento de pesos de 87 kg femenino. Cuando comenzó a hablarse de esa participación, la belga Anna Vanbellinghen, que compite en la misma categoría tachó la noticia de “broma pesada” que hace daño a las mujeres. “Todos saben que en halterofilia, la estructura y disposición de los huesos es muy importante, y quien ha competido como hombre durante muchos años parte con ventaja”. Laurel Hubbard, nacida en 1978, lo hizo como hombre hasta que se declaró transgénero en 2013. El otro hecho es que dos jóvenes atletas namibias, Christine Mboma y Beatrice Masilingi, ambas con tiempos de medalla en los 400m, han sido excluidas por su comité olímpico cuando ya estaban preparándose para volar hacia Tokio, porque su tasa natural de testosterona era demasiado alta, algo que las dos adolescentes (18 años) desconocían.

Es evidente que las personas transgénero tienen derecho a practicar el deporte, también el competitivo y el profesional, y que la sociedad debiera ser inclusiva en todas las facetas de la vida. Pero ¿qué hacer si esa inclusión causa perjuicios a terceros o si el sexo biológico inicial conlleva ventajas que perduran tras la transición? ¿Qué clase de ventajas habría o no que tener en cuenta? No creo que el ser transgénero le dé ventaja alguna a Kataluna Enríquez, Miss Nevada 2021, sobre las otras aspirantes al título de Miss USA que se decidirá este año en noviembre. Pero sí pareció dársela a Renée Richards, tenista, militar y oftalmóloga estadounidense que cambió de sexo, cirugía incluida, en 1975, y a la que, ante las protestas de las tenistas, la Asociación de Tenis de Estados Unidos negó en 1976 la participación en el Abierto de Estados Unidos.

A una partida de tenis se parece el ir y venir de los argumentos a favor y en contra de la participación de las transgénero en competiciones, especialmente desde que en 2018 la ciclista transgénero canadiense Rachel McKinnon venciera en octubre de 2018 el UCI Masters Track World Championship. “Victoria injusta”, protestó la norteamericana Jean Wagner-Assali que terminó tercera. Otras participantes calificaron el triunfo de McKinnon de “amenaza a la participación femenina en el deporte”, comentario calificado a su vez de “sensacionalista” y “transfobo”, por la piloto de carreras transgénero británica Charlie Cristina Martin, y “contraria al derecho fundamental de toda atleta a participar en las competiciones del deporte que practica”, según la jugadora de balonmano australiana Hannah Mouncey. Nicola Williams, exjugadora y entrenadora de fútbol que milita en “Fair Play for Women” (Juego Limpio para las Mujeres) critica por excesivamente apresuradas las reformas introducidas para incluir a las transgénero en las competiciones femeninas. MacKinnon niega tener las ventajas que se le atribuyen ya que, según ella, las transgénero toman estrógeno y bloqueadores de testosterona, lo que las hace semejantes a las demás atletas. Es más, añade MacKinnon, cuando la testosterona aparece de manera natural en una mujer, apenas si tiene incidencia en su rendimiento, contrariamente a lo que ocurre cuando es utilizada para doparse. Claramente, no ha sido esa la opinión del Comité Olímpico de Namibia que ha impedido viajar hacia Tokio a sus jóvenes atletas. Ni tampoco tienen éstas la intención de tomar bloqueadores de testosterona, porque temen cuales pudieran ser las consecuencias para sus jóvenes cuerpos.

libro_cultura_joven_chica_mujer_cc0-2.jpgLa discusión sobre la participación de las transgénero en las competiciones femeninas es un reflejo de la división dentro del feminismo entre quienes mantienen que no se puede luchar por la liberación de la mujer sin tener en cuenta su realidad biológica, y aquellas que ponen el énfasis en el sentimiento y deseo internos de quienes se sienten mujer. Militan en el primer grupo una mayoría de las feministas “tradicionales”, y en el segundo buena parte de las que se preocupan por respetar y acoger a las mujeres transgénero. Esto es lo que escribe la escritora y feminista nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie a su compatriota Akwaeke Emezi @azemezi:

“Creo que si has vivido en el mundo como un hombre, con los privilegios que el mundo concede a los hombres, y luego, en una especie de cambio, mutas de género… Me es difícil aceptar que podamos equiparar tu experiencia con la de una mujer que ha vivido desde el principio como mujer, sin que nunca se le hayan concedido esos privilegios tan propios de los hombres”.

Adichie (nacida en 1977), es una reconocida escritora (“La flor púrpura”, Purple Hibiscus, recibió en 2005 el Commonwealth Writer’s Prize for Best First Book) y aclamada feminista (más de medio millón de ejemplares vendidos de su “Todos debiéramos ser feministas”, We should all be Feminist). También Emezi (nacida en 1987 de padre nigeriano y madre Tamil), y que participó en los círculos literarios que dirigía Adichie, es una reconocida escritora (“Freshwater”, 2018) y militante feminista. Se identifica como “no-binaria transgénero”, se presenta como el rostro y la voz de las transgénero y considera como transfobo y destructivo el discurso de Adichie.

La enemistad entre ambas se inició cuando en 2017, en una emisión de televisión se preguntó a Adichie si se podía considerar mujeres, sin más, a las transgénero. “Transwomen are transwomen”, fue su respuesta, que tal vez se podría traducir de manera aproximativa como “La mujer transgénero será siempre transgénero”. Esa dificultad de traducción muestra cómo las divisiones en el campo feminista han invadido, como no podía ser menos, el terreno de la semántica. Esperemos que de ello se ocupen ante todo los especialistas del lenguaje. Una ministra española ha propuesto que se utilice tres pronombres, “ellos, ellas y elles”. Otra ministra sugiere cambiar “patria” por “matria” (¿y decir el “padre matrio” en lugar de “madre patria”?). Es como si yo, con tan pocos conocimientos de filología como las ministras, propusiera llamar “hombra” a la mujer transgénero, y “mujero” a la mujer que ha decidido ser hombre.

Ramón Echeverría

[Fundación Sur]


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Autor

  • Echeverría Mancho, José Ramón

    Investigador del CIDAF-UCM. A José Ramón siempre le han atraído el mestizaje, la alteridad, la periferia, la lejanía… Un poco las tiene en la sangre. Nacido en Pamplona en 1942, su madre era montañesa de Ochagavía. Su padre en cambio, aunque proveniente de Adiós, nació en Chillán, en Chile, donde el abuelo, emigrante, se había casado con una chica hija de irlandés y de india mapuche. A los cuatro años ingresó en el colegio de los Escolapios de Pamplona. Al terminar el bachiller entró en el seminario diocesano donde cursó filosofía, en una época en la que allí florecía el espíritu misionero. De sus compañeros de seminario, dos se fueron misioneros de Burgos, otros dos entraron en la HOCSA para América Latina, uno marchó como capellán de emigrantes a Alemania y cuatro, entre ellos José Ramón, entraron en los Padres Blancos. De los Padres Blancos, según dice Ramón, lo que más le atraía eran su especialización africana y el que trabajasen siempre en equipos internacionales.

    Ha pasado 15 años en África Oriental, enseñando y colaborando con las iglesias locales. De esa época data el trabajo del que más orgulloso se siente, un pequeño texto de 25 páginas en swahili, “Miwani ya kusomea Biblia”, traducido más tarde al francés y al castellano, “Gafas con las que leer la Biblia”.

    Entre 1986 y 1992 dirigió el Centro de Información y documentación Africana (CIDAF), actual Fundación Sur, Haciendo de obligación devoción, aprovechó para viajar por África, dando charlas, cursos de Biblia y ejercicios espirituales, pero sobre todo asimilando el hecho innegable de que África son muchas “Áfricas”… Una vez terminada su estancia en Madrid, vivió en Túnez y en el Magreb hasta julio del 2015. “Como somos pocos”, dice José Ramón, “nos toca llevar varios sombreros”. Dirigió el Institut de Belles Lettres Arabes (IBLA), fue vicario general durante 11 años, y párroco casi todo el tiempo. El mestizaje como esperanza de futuro y la intimidad de una comunidad cristiana minoritaria son las mejores impresiones de esa época.

    Es colaboradorm de “Villa Teresita”, en Pamplona, dando clases de castellano a un grupo de africanas y participa en el programa de formación de "Capuchinos Pamplona".

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