La ciudad donde vivo es normalmente un sitio bastante tranquilo donde no suelen pasar demasiadas cosas fuera de lo ordinario. Esa calma se rompió en cuestión de minutos el Miércoles de Ceniza cuando, más o menos a las tres de la tarde, comenzamos a escuchar disparos que provenían de algún sitio que no estaba lejos de mi emisora.
Aunque al principio creíamos que las detonaciones parecían más bien de petardos, pocos minutos después estaba claro que eran armas de fuego y el barullo procedía de la prisión central de Lira, una institución penitenciaria en la que, como en todas las de este país, la población reclusa vive hacinada – 600 presos en un edificio pensado para 200 – y en extremas en condiciones de salubridad propias más de un establo que de un sitio donde viven seres humanos.
Después de los disparos vinieron varias detonaciones fuertes e inmediatamente nos pudimos percatar de que habían lanzado al recinto bombas lacrimógenas de gran potencia (luego me contaron que, antes de hacerlo, las fuerzas de seguridad habían cortado las conducciones de agua para que los presidiarios no pudieran lavarse los ojos ni las fosas nasales) A pesar de estar a una buena distancia de la prisión pudimos sentir en nuestras propias carnes los efectos de estos gases y, si eso era así a esa distancia, nos imaginábamos con desazón el infierno que tenía que haber dentro de los muros de la prisión. Al final, como era de suponer, la aplicación de fuerza bruta apagó todos los rescoldos de resistencia que pudiera haber entre la población reclusa. Poco a poco los disparos fueron amainando y las aguas volvieron a su cauce.
Pero más allá del problema de orden público que esto supuso, lo que me parece que es muy resaltable de este suceso son los problemas que están en la raíz de este motín carcelario. Los que se han rebelado contra el sistema no lo han hecho para pedir nada del otro jueves ni quieren una prisión de cinco estrellas con jacuzzi incluido… todo este barullo se ha armado simple y llanamente porque demandan que la prisión preventiva no se alargue indefinidamente. Hay casos de presos que llevan la friolera de 5 años esperando juicio, mientras otros “recién llegados” que tienen los medios para poder “lubricar” engranajes administrativos aquí y allá consiguen que sus diligencias judiciales sean mucho más rápidas y expeditivas.
Al fin y al cabo, es el cáncer de la corrupción el que se ensaña con todos aquellos que son tan pobres que no pueden ni siquiera disfrutar el derecho a un juicio justo. Como dijo aquel escritor de nuestro Siglo de Oro describiendo la situación que había en aquel entonces en la piel de toro, “cada uno obtiene tanta justicia cuanta puede comprar.” Nada nuevo bajo el sol. Tienes dinero, tiras para adelante; no tienes, te jodes.
La judicatura de este país hace literalmente lo que le da la gana… a través de funcionarios y de mediadores hacen y deshacen pleitos a su antojo, guiándose única y exclusivamente por las prebendas que reciban. En algunos casos pueden llegar incluso a suspender juicios simplemente porque la familia del acusado no ha aflojado la mosca lo suficiente. Eso puede significar en términos prácticos que te manden de nuevo a la chirona y te vuelvas de pronto un preso anónimo, sin historia ni referencias porque alguien “ha perdido” la carpeta con tu caso… entonces te vuelves un ser olvidado de Dios y del mundo, maduro para pasarte a la sombra un buen taco de años.
¿Quién no se rebelaría contra una situación así de injusta y contra un sistema así de diabólico? Yo personalmente no sé cuánto tiempo aguantaría. Mientras tanto, los honorables magistrados siguen a sus anchas a costa de miles de desgraciados que, con su destino, siguen escribiendo la triste y larga historia de las injusticias de este mundo.
Original en : En Clave de África