South african Quijote (I), por Rafael Muñoz Abad

18/04/2018 | Bitácora africana

La impulsividad no es barata pero en su azar puede ser muy provechosa. Todo va en función del grado de irresponsabilidad e inmadurez que decidas apostar; también hay quien opta por un todo incluido o un crucero donde te levantan a las seis de la mañana y necesitas de vacaciones para recuperarte y mejor no te subas a la báscula…Y así aterricé en el flamante Oliver Tambo con dos mil kilómetros de carretera por el parabrisas para vagabundear y simplemente ver. Me declaro vagabundo o ya me gustaría siquiera ser aspirante a ello. La idea era derrochar cuatro días en la ruta que une Johannesburg con Ciudad del Cabo en la costa. Un filón de historias por coser.

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Jo´burg es una jungla urbana con identidad propia pues desde su circunvalación de seis carriles, el skyline que te hace creer estas en Los Ángeles pero algo delata esa personalidad propia donde la suma de matices centroeuropeos, indios, portugueses y evidentemente africanos, conforman esa marca registrada tan bien definida pero a la par tan compleja de explicar que es Africa del sur. Johannesburg es la city; la capital económica del país y si pides su menú de degustación puede llevar todo esto: centros comerciales apoteósicos; elegantes clubes nocturnos de afro jazz; arte callejero y robos también; lujo desbordante y miseria; grafitis que repasan el cruel pasado del apartheid; torres de hidroeléctricas convertidas en arte a golpe de brocha; un tráfico alto en colesterol; gente “rara” vestida como su alma les susurra que han tornado sus calles peatonales en pasarelas donde el south african urban wearing street style aglutina marcas internacionales con locales trufadas con la cepa autóctona del hypster salpicado de animal print; música de esquinas; artistas de semáforo y a la caída de la noche todo es ya muy Blade Runner.

Escapar de la poderosa atracción gravitatoria del planeta Jo´burg es ir internándose en una planicie infinita de campos de hierba quemada por el sol. Un paisaje digno de estar atravesando Iowa. No te mueves. La monotonía te anestesia y sólo los postes de las estaciones de servicio que tras el horizonte asoman cual mástiles de un velero, osan romper el inerte cardiograma de la campiña. Cuando conduces a tramos de cuatrocientos kilómetros, las gasolineras son al conductor lo que las catedrales a los peregrinos. Sudáfrica, como país grande que es, invita a la carretera y ello implica la cultura de la gasolinera. Muchas de ellas tan grandes que han aglutinado pequeñas poblaciones en sus cruces.

La ruta N1 es un tiralíneas de mil quinientos kilómetros que te conduce desde el eje urbano Pretoria – Johannesburg, que acumula diez millones de almas en la urbanita provincia de Gauteng, a atravesar el áspero y desolado pedregal que es el Karoo para acabar precipitándose a la fresca y oceánica provincia de El Cabo occidental. El Karoo ocupa buena parte de Africa del sur. Un malpaís que en verano te abrasa y en invierno se despereza en escarcha. De estación de servicio en estación de servicio y tiro porque me toca, atravieso un paisaje muy Fuerteventura que entre encrucijada y gasolinera está prácticamente deshabitado.

Creo que en cualquier parte del mundo y eso incluye a Sudáfrica y sus rarezas sociales que son muchas, la zoología de las gasolineras de madrugada suele ser de tres grandes tipos. En primer lugar los profesionales del transporte que son esos marinos del asfalto. Después tenemos una amalgama de cornudos, dementes, desvelados, divorciados que quedan para intercambiarse los niños, estudiantes eternos de oposiciones, amantes morbosos y despistados de la vida y, finalmente están los huidos que nunca terminan de llegar a su destino pero tampoco saben cuál fue el último lugar del que terminaron de salir si es que alguna vez de él salieron. Rara avis que igual les da dormir en el área de servicio para ahorrarse el motel pues más vale ganar un dia extra en la retina que una noche en colchón de chinches.

Siempre me acuerdo de la gasolinera de Colesberg. Una población a mitad de camino de la nada que es poco más que una encrucijada polvorienta erigida en los típicos molinos de viento y veleta del paisaje donde el aburrimiento, el silencio, la endogamia y los visillos amplios, deben hacer hervir ese dicho de pueblo menudo infierno generoso. Y allí llegué ya bajo la sotana de la noche. En la distancia, las luces de la gasolinera parecían Encuentros en la tercera fase. El área de servicio estaba repleta de trailers de setenta pies con una defensa que algunos le habían añadido unos cuernos de búfalo azul africano para darle un aire tranquilizador en tu retrovisor…Y de la cabina de uno de ellos se bajaron dos hombres. Uno era alto y gordo; un blanco en bermudas khaki, la típica camisa afrikaner de botones con manga corta de aspecto paramilitar y botas. Barbudo y de andar gorrino, hacia minúsculo a su escudero; un hombre bushmen de ojos rasgados y pelo ensortijado que apenas le llegaba al sobaco y se aplaudía con los hombros en su fragilidad. En una cháchara en afrikaans, que es algo así como escupir fonemas en errrre, se dirigieron a la cafetería y así fue como aquella noche vi a Don Quijote y su Sancho Panza en su versión South african pues quien siempre está en la ruta mucho ve que parcialmente decía el ilustre hidalgo manchego.

P.D.: El siguiente en entrar fui yo, sin zapatos y con una pinta estupenda, así que les debí parecer un colega…

Continuará…

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@Springbok1973

Autor

  • Muñoz Abad, Rafael

    Doctor en Marina Civil.

    Cuando por primera vez llegué a Ciudad del Cabo supe que era el sitio y se cerró así el círculo abierto una tarde de los setenta frente a un desgastado atlas de Reader´s Digest. El por qué está de más y todo pasó a un segundo plano. África suele elegir de la misma manera que un gato o los libros nos escogen; no entra en tus cálculos. Con un doctorado en evolución e historia de la navegación me gano la vida como profesor asociado de la Universidad de la Laguna y desde el año 2003 trabajando como controlador. Piloto de la marina mercante, con frecuencia echo de falta la mar y su soledad en sus guardias de inalcanzable horizonte azul. De trabajar para Salvamento Marítimo aprendí a respetar el coraje de los que en un cayuco, dejando atrás semanas de zarandeo en ese otro océano de arena que es el Sahel, ven por primera vez la mar en Dakar o Nuadibú rumbo a El Dorado de los papeles europeos y su incierto destino. Angola, Costa de Marfil, Ghana, Mauritania, Senegal…pero sobre todo Sudáfrica y Namibia, son las que llenan mis acuarelas africanas. En su momento en forma de estudios y trabajo y después por mero vagabundeo, la conexión emocional con África austral es demasiado no mundana para intentar osar explicarla. El africanista nace y no se hace aunque pueda intentarlo y, si bien no sé nada de África, sí que aprendí más sentado en un café de Luanda viendo la gente pasar que bajo las decenas de libros que cogen polvo en mi biblioteca… sé dónde me voy a morir pero también lo saben la brisa de El Cabo de Buena Esperanza o el silencio del Namib.

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