LA INMENSA MAYORÍA DE LOS MORTALES. Cómo tú. Desea escuchar historias increíbles, emocionantes, relatos que te evadan de la cotidianeidad y las servilletas. Casi todo el mundo aspira a que su vida cambie, pero sin tomar muchos riesgos, sin que impere la modificación real. El pesado peso del paso. Hacia delante.
Es por ello. De ahí que tanta gente acuda al cine o lea novelas. Ya sabes. Sumergirse en una sala de cine, es casi como dejarse acariciar por una tierna seda, placentera, ritual, hedónica, el embrujo. Los silencios. Sentarse. Abrazar la oscuridad y absorber el aroma de té de una sala en penumbra donde un grupo de personas anónimas se han juntado para asistir a un espectáculo emocionante, una vida ajena repleta de sucesos extraordinarios y novedosos, equivale a beber de una pócima que ha sido elaborada exclusivamente para los Dioses. El transcurso que discurre entre el apagón y el renacimiento de la luz turquesa de la pantalla que nos arroja unas letras fosforescentes al son de una música triunfal, es ya una invitación a la aventura, una experiencia milagrosa, alguien que viene al fin a salvarnos. Sin tener además que movernos de nuestros cómodos sillones.
Ocurre. Algo muy parecido al abrir un libro. Ya sabes. Rozar con la yema de los dedos una cubierta añeja, abrir una primera página que susurra al oído una historia que cambiará tu vida por fin, “la mayor parte de su curso el río Drina discurre a través de angostas gargantas entre montañas abruptas o por profundos cañones cortados a pico”… Navegando.
Empecé a sospechar del cine. Sin embargo. Cuando era bastante más pequeño ¿se dice así? Me solía pasar después de haber asistido alucinado a películas protagonizadas por niños de mi edad donde aparecían chicas hermosas que al final besaban al protagonista. Veías Los Goonies, Regreso al Futuro, Juegos de guerra y te decías, “guau, esto es realmente increíble, quiero que esto me pase a mí”. Pero la otra vida infantil, la mía, no es que fuese aburrida ni muchísimo menos, pero se componía (he ahí) de otros muchos elementos estáticos y fastidiosos que uno no percibía en esas maravillosas historias que provenían de Hollywood. Algo no encajaba.
Aquí, en la vida mía, tenía que levantarme muy pronto, lavarme los dientes, asistir a unas aburridas clases escolares, hacer unos odiosos deberes, atarme los cordones, suspender, fallar un triple y otros actos de lo más normales. A veces también se me derramaba la leche o había que llevar la bicicleta al taller.
¡Pero eso no pasaba en el cine!, en Los Goonies, en Regreso al Futuro o en Juegos de Guerra. No, los personajes siempre se presentaban con un semblante fresco, bello y eran (atención) el centro de atención de la historia, la vida se desarrollaba alrededor de ellos, la cámara los seguía sólo a ellos, factor decisivo que en nuestras vidas no tenía lugar. Porque todo es que te presten atención. Ellos eran casi perfectos, sus vidas eran excitantes. Y así, con el tiempo caí en la cuenta que a ellos no se les derramaba el zumo de naranja, no tenían que ir al baño a hacer sus necesidades, no esperaban ninguna cola, no aguantaban maratonianas clases escolares, no tenían que esperar aburridos en la puerta de un colegio a que los viniesen a recoger, no iban al supermercado a comprar el pan o tomates. No meaban ni cagaban ¿Sería mi vida la que andaba mal? ¿Qué clase de vida era la mía? !!!
Posiblemente ellos eran los culpables. De que a veces, en los pupitres del colegio me perdiese en ensoñaciones fantásticas: claro que quería ser uno de estos guapos muchachos a los que les pasaba cosas increíbles en la vida. Quería ser uno de estos tipos y perderme en Hawaï, descubrir París o vivir una aventura Tras el corazón verde junto a una preciosa mujer. Y seguramente a todos ellos les deba en parte que más adelante, con más años, ahora, haya conseguido tener una vida emocionante que busqué con mucho ahínco. Pero ocurre. Que descubrí que había también otras cosas que no se contaban. Las mismas cosas que siempre estarían ahí. Madonna también lleva los niños al colegio. Y Nick Nolte va al supermercado.
Con más años y más días, también he descubierto que la mayor parte de estas películas y libros mentían. O por lo menos exageraban. O si se quiere ser más benévolo: se ceñían a lo esencial: la emoción: el espectáculo. Una película, un libro suele ser un resumen de sucesos dinámicos y trepidantes ¿Pero qué pasa con el 54% restante, o el 93%? De la vida. Veamos. “Este barrio tiene sus momentos”, le decía Gregory Peck a Audrey Hepburn en Vacaciones en Roma. Lo que nos da que incluso el tipo más aburrido del mundo habrá tenido sus momentos. La labor del cine, del director, del escribidor consistiría en contar sólo eso, la emoción, el movimiento, el valor añadido. Fulano Howards besando a una chica por primera vez, Fulano Howards lanzándose al mar desde una roca de siete metros en un verano azul y azul, Fulano Howards robando un polo en su juventud y siendo seguido por los agentes de seguridad, Fulano Howards marcando un golazo en el parque de su barrio, Fulano Howards replicando magistralmente a un director de banco capullo. Y ya está. La labor del cine consistiría en “montar” los mejores momentos, la labor de la literatura sería “armar” las mejores instantáneas y al final tendríamos un activo resumen, un compendio realmente excitante. Listo. La vida de Fulano Howards fue emocionante. Y nuestras vidas aburridas.
Todos hemos tenido nuestros momentos. Sí, ya sé, escritores como James Joyce, William Faulkner narraban la verdadera vida. O por lo menos se acercaron muchísimo. Pero aún así, nos sobra mucha rutina, mucha humanidad que no se contó nunca. La vida es larga. Hay muchos segundos.
Me siento un poco engañado. Empiezo a comprender. Noto que veo. Me siento como si volase, entusiasmado. Bajando un telón.
Y eso es lo que hace por lo general (por lo general) el cine, la literatura. Diría que la pintura o la fotografía, a pesar de mentir también descaradamente (todos sonríen en las fotos y otros ejemplos) han acogido mucho mejor la línea realista, que se ha ido abriendo camino en los últimos años. En pintura por ejemplo me vale con pensar en el maravilloso Edward Hopper. Sí, vale, es cierto que el cine y la literatura en los últimos años se han vuelto muchísimo más realistas, sobre todo las producciones europeas. Los personajes que vemos por ejemplo en Barrio, en Los lunes al Sol o El Bola, los reconocemos. Podrías encontrártelos en cualquier esquina. Lo mismo está ocurriendo por ejemplo con el cómic donde el gran Harvey Pekar (en paz descanse) o el maestro Robert Crumb nos posan la vida misma sobre las páginas de los tebeos.
Sin embargo, todo se monta, todo se encaja, todo sigue una secuencia lógica, resumida y definitivamente perfecta. Por desgracia. La gente lo pide así. Quizás. Pero la vida real es dispersión, asimetrías, movimientos en formas de L, avanzando igual que el caballo en ajedrez, infinitos “sin venir a cuentos”, interrupciones, número borrachos que se multiplican entre ellos y se sacan la raíz cuadrada. A todo eso me refiero.
¿Qué tipo de blog quiero escribir?
Ahora que vivo en África, me resulta fácil constatar que las aventuras que narraban por ejemplo Conrad o Kapuscinsky eran probablemente si no falsas, si claramente recargadas, abultadas. En El Corazón de las Tinieblas o en Ébano, las obras magnas de los citados escritores el espectáculo marca la pauta, show must go on: el león, los caníbales o la malaria guían al entusiasmado lector en una aventura fantástica por la peligrosísima y salvaje África. No es que lo que contasen en esas novelas Conrad o Kapuscinsky fuese totalmente falso ni mucho menos, de hecho sobre todo con Kapuscinsky, reconozco a mucho de sus personajes, pero resulta evidente que la vida no es así. La vida por lo general lo siento, se compone también de otros elementos bastantes más aburridos. Y repetitivos, que ni Conrad ni Kapuscinsky relatan. Casi nadie lo reconoce, pero todo el mundo pasa por momentos de aburrimiento a lo largo de cualquier día. Ya esté en Zaragoza, en New York, Tokyo o Papúa Guinea. Ya lo dice George Clooney en su última película The Descendants más o menos con estas palabras, “todo el mundo piensa que mi vida es fantástica porque vivo en Hawaï, pero aquí también hay un tráfico insoportable, hace quince años que no hago surf…”.
Por eso he descubierto, que Hollywood, el cine, la literatura y puede que el arte en general exagera, distorsiona la realidad, resume, se ciñe al espectáculo. Y es que contar la verdad absoluta (que casi siempre es irreal, absurda, subjetiva, un campo artístico más) es casi como revelar un secreto sagrado que ha permanecido oculto durante muchísimos años, casi tan sacrílego como decirle a los niños quién está detrás de los Reyes Magos. Muy fuerte. Y hasta me parece lógico que sea así, puesto que si un lector o un espectador abriese un libro o visionase una película donde aparece un tipo haciendo caca o buscando un tornillo en una ferretería inmensa durante veintitrés minutos, es muy posible que el espectador abandonase la sala o el lector cerrase el libro. Y cuatro gatos a comprar los cómics de Pekar o ver la película de Warhol donde se rueda a un tipo durmiendo siete horas. Poco dinero, en definitiva, no hay negocio.
Ya me he vuelto a meter en un lío.
Sin embargo, la esperanza. Y proclamo aquí y ahora: las cosas hay que saber contarlas. Eso es todo. La vida está en todas partes. Lo increíble respira en cada rincón. Así de fácil o difícil. Quizás no sea la realidad la que falle, sino el talento. Y ese fue una de las primeras encrucijadas con las que me encontré al escribir este blog, Las Palmeras Mienten. ¿Dónde están los cocodrilos, los leones, los elefantes, los caníbales persiguiéndome? ¿Vamos por ahí? ¿Comienzo a escribir que el jueves pasado fui atacado por dos caníbales en la selva tropical y que querían arrancarme el corazón para comérselo? ¿Cuento que tuve que cruzar un río lleno de pirañas en un bote que se hacía pedazos para huir de los leones que me pisaban los talones?
Miren, no.
Me sentiría completamente impostado, ridículo y sobre todo falso. La mentira o la exageración no es un género que me interese o me motive a la hora de escribir. Me aburre.
Y además, ahora entre nosotros, descubrí un hecho realmente asombroso: me di cuenta que el ‘exotismo’ empezaba después. Es decir, descubrí que la literatura y la vida es como el vino, mejoraba con los años, con el tiempo. Y así, la experiencia que me resultaba de lo más cotidiana del mundo en el momento en que la estaba viviendo, resucitaba milagrosamente al cabo de un tiempo en forma de relato vibrante, especial, y decididamente diferente. Sí, un viaje tranquilo a Mali por ejemplo, se convertía con el paso del tiempo en una obra milagrosa, llena de vida, aventura y de color. Entonces fue cuando me dije a mi mismo que la ‘realidad’ podría ser plátano y que escribirlo era realmente lo importante. El órgano se organizaría solo, con el tiempo. Paciencia. Asombro. Y sobre todo, buenas hamacas.
Original en Las Palmeras Mienten