Es ya un lugar común hablar de Ruanda evocando ese milagro por el que los logros económicos y sociales y la capacidad de superación del país, conseguidos por el visionario general-presidente Paul Kagame, han eclipsado el inaudito drama que se abatió sobre el país en abril de 1994.
Es fácil de comprender la admiración suscitada a causa de semejante hazaña del líder general-presidente a ojos de la comunidad internacional, donantes en cabeza. Basta con comparar fotos del Kigali de antes de 1994 con el Kigali de agosto de 2020 para percatarse de la espectacular metamorfosis operada en 26 años. Lo es tanto o más chocante cuando se recuerda el Kigali postgenocidio con sus miles de muertos y el espectáculo de una ciudad herida por los enfrentamientos violentos entre las FAR y el APR.
Hoy Kigali es innegable que es una ciudad limpia, incluso muy limpia. Una hermosa ciudad con sus rascacielos y sus centros comerciales que rivalizan en audacia arquitectónica. Han surgido nuevos barrios; carreteras y avenidas han sido rehechas y agrandadas. Hay aceras, verdaderas aceras en buen estado y utilizables (algo que no es poca cosa en África) con papeleras. Los espacios verdes están mantenidos muy bien y los semáforos, numerosos, están perfectamente sincronizados en una coreografía de luces. Algo que no se encontrará en ningún otro lugar de África, incluso fuera de África.
No olvidemos la iluminación pública potente y tranquilizadora que además de hacer brillar la carrocería de numerosos vehículos de alta gama que circulan por Kigali, aporta un verdadero sentimiento de seguridad, bienvenida en África. Algo digno de señalarse.
Podríamos hablar horas y horas, tan abundantes son los logros cosméticos. Pero por muy numerosos que sean, no constituyen, en nuestra opinión, el milagro ruandés. El verdadero milagro hay que buscarlo en otros lugares; es más producto de la brujería que del milagro bíblico.
Explicación: El régimen de Kigali ha encontrado el medio para pasar (para retomar una expresión popular) entre las gotas de lluvia, de ignifugo frente al fuego de las críticas y de resistir a los asaltos de una parte de la opinión pública internacional que desde hace tiempo se habría llevado por delante cualquier régimen culpable de una cuarta parte de las exacciones cometidas por el FPR. En África del oeste se habría hablado de brujería para explicar semejante proeza.
El régimen de Kigali es un régimen dictatorial y para aquellos que todavía dudaran de ello he aquí un pequeño recordatorio. El líder general-presidente está en el poder desde hace 26 años, primero como vicepresidente y ministro de defensa (pero presidente de facto) durante 8 años, antes de hacerse nombrar presidente (¿vitalicio?) oficialmente y de organizar luego y ganar 3 elecciones consecutivas con, cada vez, más del 97 % de los votos. Cifras que palidecerían a los Mobutu, Idi Amin Dada o Hissen Habré, la crema de la crema de la larga lista de dictadores del continente; sin embargo todo ello pasa como si nada, ya que los ruandeses, que adoran a su presidente, lo eligen con casi el 99 % de los votos. Seguimos oyendo las indignadas reacciones de la virtuosa comunidad internacional, como por ejemplo lo han hecho con relación a Venezuela. Un Nicolás Maduro oímos se ha hecho elegir con el 67 % de los votos y provoca la indignación mundial y el desencadenamiento de sanciones; se critica el escándalo y se asedia el país.
En Kigali, nuestro líder general-presidente ha concentrado todos los poderes; absolutamente todos los poderes están en sus manos. Evidentemente, el ejecutivo y el militar, pero igualmente el legislativo, el judicial y el económico. Es un poder absoluto, pero como ha sido elegido con el 99 % de los votos, se nos dirá que es perfectamente democrático; son los ruandeses los que quieren este absolutismo.
Es él el que elige a sus ministros, nombra a los jueces, promueve a sus militares, dicta sus leyes y es él solo quien decide sobre los logros en los negocios de tal o tal individuo, confiscando incluso los bienes de los otros, destruyendo o haciendo desaparecer pura y simplemente al que molesta. Ahí reside otra de las características de una dictadura, la eliminación física sistemática de todo opositor, estorbo, percibido como tal. Por otra parte, me digo a mí mismo que quizás debería callarme también antes de entrar en las filas de los desaparecidos. Pero, no puedo impedírmelo; es necesario que denuncie; se trata de un deber cívico, por muy pequeña que sea mi voz. Quizás si somos un centenar, un millar o más (soñemos un poco) a hacerlo, terminaremos por hacernos oír y cambiar la narrativa existente sobre el régimen de Kigali.
Volviendo a nuestro líder general-presidente, hay ciertamente una constitución que trata de salvar las apariencias, dibujando una apariencia de separación de poderes, pero ningún ruandés cae en el engaño. El líder se ha confeccionado una constitución a su medida. No hay contestación posible de su poder y cuantos se arriesgan a ello se exponen en el mejor de los casos al hostigamiento, a los insultos por parte de sus perros de presa y de ladradores del régimen, y en el peor de los casos, a la muerte. Se trata de un poder absoluto, de una dictadura. Se sigue presentando en los medios internacionales como “el niño mimado” de los donantes, como el ejemplo a seguir en el continente y ejemplo de un desarrollo exitoso.
Pero, ¿exitoso para quién? ¿Para los millones de ruandeses en exilio, para los 12 millones de ruandeses prisioneros en su propio país o para el líder general-presidente y su camarilla y aliados? Los signos exteriores de desarrollo exhibidos en Kigali pertenecen al dictador (elegido) y a su camarilla y les sirven en realidad sobre todo como escaparate; de ningún modo son testimonio del desarrollo de los ruandeses.
Los ruandeses no se desarrollan a la sombra de las palmeras o bajo las luces de neón de la capital, menos todavía en los hoteles 5 estrellas o en el Convention Center, sino en el mundo rural y en las colinas del país de las mil colinas, donde viven más de 10 millones de ellos. La población rural mayoritaria en nuestro país es la más afectada por esas políticas de acaparamiento y acumulación de los poderes. En esas colinas las gentes tienen hambre, golpeadas por una política agraria terrible que se presentaba como milagrosa (de nuevo un milagro), por una presión fiscal constante que ha llegado hasta los mercados rurales, por un clima de sospecha y delación que ha sustituido la ayuda mutua y la solidaridad de antaño. Si el estado del mundo rural fuera un indicador del desarrollo de Ruanda, desolación y pobreza serían los únicos indicadores fiables.
No hay milagro ruandés; se trata de una vasta obra de estado de especulación del suelo, de blanqueo del dinero proveniente del pillaje en RDC y de desvío de las ayudas al desarrollo que sigue recibiendo el régimen de Kigali. Los ruandeses solo se han desarrollado en las imágenes, en las redes sociales, en la televisión, en los publireportajes de Jeune Afrique. Se asiste en realidad a una precarización de una categoría de ruandeses que ya era vulnerable y que afecta progresivamente a otras franjas de la población. El masivo enriquecimiento de una élite en detrimento de los más desfavorecidos jamás ha constituido un signo de buen desarrollo de una nación, sobre todo cuando esa elite detenta todas las palancas del poder. Se trata de un crimen, no de un milagro.
Gaspard Musabyimana
Fuente: musabyimana.net
[Fundación Sur]
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