“Los africanos son conocidos por todos los viajeros como una raza guerrera, llena de imaginación y de fuego, y aunque feroces cuando están excitados, dóciles, fieles y adictos al amo o al que los ocupa”. Esta descripción es la que ofreció el “padre del aula”, periodista, polemista, entre otros oficios, y también presidente de la Nación, Domingo Faustino Sarmiento, en su Facundo o civilización y barbarie en las pampas argentinas, de 1845. Inscripta dentro del racismo propio de la época, esta cita y otras frases abonaron a la construcción del mito de una Argentina blanca y europeizada, en la que los negros desaparecieron, relato repetido en la actualidad aunque sin gran fundamento. Pero el racismo se trata de eso, de ignorar o negar. Hoy se trata de confundir musulmán y terrorista, de pensar que todo inmigrante es una amenaza en potencia, de construir más muros, como el proyectado en la ciudad francesa de Calais contra la migración, o la estrambótica idea del candidato Donald Trump de separar México de su país y que la nación hispana lo financie, y mucho más.
Sarmiento, prolífico escritor y autor de más de 50 tomos de obra, en Conflicto y armonía de las razas en América (1883), haciéndose eco del mito que él mismo ayudó a cimentar escribió: “Quedan pocos jóvenes de color; pero como raza, como elemento social, no son ya sino un accidente pasajero, habiendo desaparecido del todo en las provincias, y no habiendo podido establecerse fuera de la ciudad”. En 1866, en un conocido discurso había celebrado asistir a un parlamento sin la presencia de gauchos, indios y negros.
Sarmiento es considerado una luminaria del siglo XIX argentino y, como intelectual que pensó los caminos de la organización patria, tal ideal le valió una fuerte polémica y enemistad con el ideólogo de la actual Constitución Nacional, el abogado, oriundo de Tucumán, Juan Bautista Alberdi, si bien al final ambos se reconciliaron, aunque en su momento (en el intercambio epistolar) Sarmiento lo llamara mentiroso, saltimbanqui, entre otros improperios propios del estilo de su filosa pluma y de su carácter iracundo que le valieron el apodo “el loco”. Pero si en algo coincidieron Alberdi y Sarmiento fue en la imperiosa necesidad de dar forma al país tras el período monstruoso que implicó para los de su generación el rosismo (1829-1852) y la obligación de modernizar el territorio a partir de la afluencia de capitales e inmigrantes, así como fomentar, con especial ahínco en el discurso sarmientino, la educación.
Su gran polemista Alberdi, planteó en sus Bases y puntos de partida para la organización política de la República de Argentina (1852): “Haced pasar el roto, el gaucho, el cholo, unidad elemental de nuestras masas populares, por todas las transformaciones del mejor sistema de instrucción; en cien años no haréis de él un obrero inglés, que trabaja, consume, vive digna y confortablemente”. En resumen, acabar con el “desierto”, expresión símbolo del atraso argentino, cuyo poblador por antonomasia fuera el gaucho, y del cual Sarmiento sugirió no ahorrar su sangre, fue la obsesión de una época y de estos personajes. Esta generación pensó el desierto habitado, una suerte de oxímoron con consecuencias funestas para los habitantes de estas latitudes, considerados primitivos frente a la “civilización”, cuyo modelo eran Europa y los Estados Unidos. De allí lo desafortunado de la “Campaña al desierto”, más tarde, que amplió a sangre y fuego las fronteras del territorio nacional. Durante su exilio en Chile en 1844, más de treinta años de la campaña de Julio Argentino Roca, el sanjuanino de algún modo presagió sobre los pueblos originarios “debemos ser justos con los españoles; al exterminar a un pueblo salvaje cuyos territorios iban a ocupar, no hicieron otra cosa que lo que han hecho todos los pueblos civilizados con los salvajes: absorber, destruir y exterminar”.
Para ilustrar la oscuridad que Sarmiento concibió en el período de “tiranía rosista”, en Facundo escribió: “El ejecutar con el cuchillo, degollando y no fusilando, es un instinto de carnicero que Rosas ha sabido aprovechar para dar, todavía, a la muerte, formas gauchas y al asesino placeres horribles un sistema de asesinatos y crueldades, tolerables tan sólo en Ashanty y Dahomai, en el interior de África”. Para él, Rosas era un carnicero, una lacra de la humanidad, comparando su bajeza con la de los involucionados pueblos de África. En Conflicto y armonía de razas señaló que África era una zona en donde el comercio europeo no podía penetrar porque allí el salvajismo se conservaba en su forma más pura. En efecto, lo que conoció de África, Argelia, lo llevó constantemente a comparar el modo de vida de sus rústicos habitantes con el estilo pampeano. También, aunque sin haber conocido, agregó la similitud entre los aborígenes pampeanos y los pueblos bárbaros de Asia Central.Volver a línea automática
Críticos y aduladores
Escritor talentoso, hombre de palabra y de acción, orador encendido, “Sarmiento nada debe a su época, ni a su escena. Fue el cerebro más poderoso que haya producido la América”, sentenció Carlos Pellegrini, vicepresidente de la Nación, durante las exequias fúnebres del “padre del aula” y “Maestro de América”, a diez días de su muerte, el 21 de septiembre de 1888.
Durante la presidencia de Sarmiento el progreso fue una realidad tangible. Se crearon 800 escuelas públicas y 140 bibliotecas populares, entre otras instituciones educativas, y avances considerables en materia de comunicaciones. Décadas más tarde, el historiador revisionista José María Rosa exponía en su artículo “Alberdi y las ideas constitucionales del 53” (1943), en relación a las Bases alberdianas: “Racista, fuerte y ardientemente racista, era el escrito de Alberdi. Como lo eran también los escritos de su rival Sarmiento, y de los hombres todos de su generación. Racismo a contrario sensu, para lograr la prevalencia de las razas de afuera contra la raza de adentro. Admiración a lo foráneo y desprecio a lo propio”.
Como se observa, odiado y venerado, sin desmerecer que fuera, como casi todo producto de su tiempo, un consumado racista (el escrito de Rosa no miente), a nadie puede resultarle indiferente su paso por la historia argentina y su grandiosa contribución a la organización nacional, todo ello pese a sus verborrágicos y racistas excesos, como el de un discurso pronunciado en 1859: “El mendigo es un insecto, como la hormiga. Recoge los desperdicios. De manera que es útil sin necesidad de que se le dé dinero. ¿Qué importa que el Estado deje morir al que no puede vivir por sus defectos?”.