Sanidad Universal, por Fátima Valcárcel

10/10/2012 | Bitácora africana

Acababa de llegar a Londres. Era otoño del año 2000. Hacía frío.

Mi compañera de trabajo me había brindado su casa para cuanto la necesitara. Tres semanas en unos lujosos apartamentos del barrio de South Kensington habían supuesto un dulce aterrizaje costeado por mi nueva compañía, pero no el plazo suficiente para ubicarme en una ciudad tan grande y cara. Estaría en casa de Irene hasta Navidad. Después afrontaría mi nueva vida sin mimos, sin más cuidados que los que me permitieran mi salario y las nuevas amistades que fuera encontrando en el camino. Que había sido tocada por una varita mágica era evidente. Por ello debía atreverme a afrontar esa nueva etapa de mi vida sola. Sola como llegué. Sola como me iré, como nos vamos todos.

Dos días más tarde me encontraba en la sala de un hospital. Era noche cerrada. Hacía frío.

Irene se había empeñado en acercarme y yo había aceptado su nuevo favor, con la condición de que, tras dejarme allí, se marchara a dormir. Al día siguiente madrugaba y necesitaba tener el gesto descansado para dirigirse al público. Me alegré de que me hiciera caso.

Aquel lugar se asemejaba más a un centro de salud español. La puerta de la calle no paraba de abrirse y cerrarse, pero casi siempre por el mismo tipo que salía a encenderse un cigarrillo, antes de que se apagara el anterior. Yo le acompañé sólo un par de veces. Por entonces fumaba -y mucho- pero el pie me dolía más que el vicio; y hacía frío.

Las puertas de urgencias, en cambio, parecían cerradas a cal y canto. Nadie era llamado ni dado de alta. De lo que ocurría en el interior, lo único que podíamos ver era a una enfermera rubia, tras un mostrador. Tenía el rostro amable. A ella le habíamos contado lo que nos pasaba. Le habíamos enseñado nuestros pasaportes u otros documentos, si los teníamos. Si no, no importaba.

En un rincón, un panel de eléctricos letreros rojos hacía desfilar una y otra vez los casos prioritarios: los pacientes que mostraran síntomas de padecer un infarto pasarían primero. En segundo o tercer lugar iban los niños.

Observé que al señor que estaba sentado a mi lado le faltaba el aire. Se ahogaba sin protestar. También estaba solo, pero me tranquilizó pensar que no debía de ser un paro cardiaco. Entre tanto, en la fila de delante, una madre intentaba mantener a su hijo quieto. Ya no sabía qué hacer con él y me ofrecí para entretenerlo. El niño no parecía necesitar asistencia médica, quizá fuera ella la enferma y no había encontrado con quién dejar al pequeño.

Paul, que así se llamaba, tenía solo cinco años, por lo que se me ocurrió sacar un bolígrafo y una de esas libretas, que tantas veces me acompañan, y empezar a dibujar. El niño no podía contener la risa. Normal. Cuando le tocó el turno, su destreza en el arte de pintar era muy superior a mis garabatos.

Pasaron las horas sin apenas enterarnos de lo que ocurría a nuestro alrededor, hasta que de pronto me di cuenta de que el señor de cara sonrosada ya no estaba a mi lado. Ni el fumador empedernido. Ni un bebé que había entrado llorando en los brazos de su padre. El pequeño había conseguido hacerme olvidar hasta mi torcedura. A pesar de su corta edad, y de haber sido entrenado para callar, me había contado que también eran nuevos en el país. No hacía mucho que habían llegado de Jamaica. No tenían casa y pasaban la noche donde podían. Se me encogió el alma.

En aquel momento, entendí por qué su madre había confiado tanto en mí. Desde hacía un buen rato que dormía ocupando cuatro de los asientos de la fila de delante, donde los había encontrado al llegar. Debía de estar agotada.

Miré el reloj. Eran más de las cuatro de la mañana. Mi pie estaba cada vez más hinchado y ya no tenía frío, estaba helada. Intenté ponerme seria y le propuse a Paul que durmiera un poco. Era tarde y debía descansar antes de que se despertara el sol, le insistí; pero él sólo quería seguir jugando mientras a mí se me empezaban a secar las ideas. Embotada también ante el temor de que fueran descubiertos por la enfermera.

Sin embargo, mi preocupación carecía de fundamento. La chica del rostro amable, extrañada de ver al niño durante horas, se acercó a preguntar qué le pasaba al pequeño. La madre, medio dormida, explicó que los dos estaban sanos, por eso no se había acercado a hablar con ella. Solo necesitaban un lugar donde pasar la noche. Hacía frío.

La enfermera les dejó quedarse y los tres respiramos aliviados.

Al poco tiempo me llamaron a boxes. La doctora dijo que creía que me había hecho un esguince. No había ningún traumatólogo de guardia ni tampoco le permitían hacerme radiografías por cuestiones económicas. Desde hacía tiempo sufrían por los recortes, me confesó. Su sinceridad me ayudó a controlar la indignación. Después de tantos años quejándome de la Seguridad Social en España, me encontraba en uno de los países más ricos del mundo con el pie como una pelota y una mera receta para comprar paracetamol. La tomé y le di las gracias.

Al salir, Paul se había dormido tumbado en tan sólo dos sillas. Sus manitas afrodescendientes sujetaban con fuerza su nueva libreta y mi antiguo boli. Me dio pena no despedirme de él, pero preferí no despertarle y me marché. Su madre, con un ojo medio abierto, me regaló una sonrisa.

Desde entonces, muchas veces cuando tengo frío o acudo a un hospital recuerdo a Paul y me pregunto qué habrá sido de él y de su madre. Intento imaginar lo que deben de sentir quienes deciden emigrar y no encuentran la suerte que esperaban o que otros tuvimos.

Al día siguiente, en el trabajo, me confirmaron lo que Irene ya me había avanzado. Entre los beneficios de la empresa, contábamos con un seguro privado. Solo se necesitaba darme de alta en un médico de familia y listo. Un auténtico privilegio.

Aun así, hoy también recuerdo que fue en Londres donde, hace 12 años, descubrí lo que significaba la Sanidad Universal. Donde existían traductores de hasta 10 idiomas, en algunos hospitales públicos. Y donde este último dato no se justificaba siempre por razones históricas. Los españoles también teníamos derecho a ser atendidos en castellano, sin haber sido España una ex colonia británica.

Desde entonces, muchas veces cuando tengo frío o me vuelve la imagen de Paul a la cabeza, me pregunto por qué a las madres con hijos, que he visto dormir a la intemperie en las noches cálidas de algunas capitales africanas -y que tampoco olvido-, se les niega el derecho a la Sanidad Universal, allá dónde vivan o decidan vivir. Haga más o menos frío.

Del derecho a una vivienda digna, ni hablar quiero ahora.

Original en : Es la Hora de África

Autor

  • Valcárcel, Fátima

    Fátima Valcárcel es ante todo periodista y enamorada de África y por este continente ha volcado su labor profesional y humana . Actualmente reside en Mali donde colabora con el periódico "Les Echos" y desde Bamako escribe su blog "Es la hora de África" que reproducimos en esta Bitácora Africana.
    Escribe en la Revista "Política Exterior" y en "FronteraD" , y en la Universidad de Valencia con la Cátedra UNESCO . organizó y dirigió seminarios sobre África

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