Ni Alejandro Magno, ni Gengis Khan, ni los británicos, ni los soviéticos y muchísimo menos la coalición occidental y el soñado oleoducto de Washington de trasfondo, han logrado consolidar en la encrucijada afgana un régimen proclive a sus intereses. Las enseñanzas de Afganistán se conocen pero no se terminan de asimilar.
El derrocamiento de Gadafi y sus derivadas fueron un outlet de armas que aprovisionaron a facciones permeables al terrorismo islámico y han generado un peligroso vacío gubernamental. Embrión problemático, que en su peor desenlace, podría mutar hacia un Afganistán o una Somalia en el patio trasero de Europa. La conjunción formada por el armamento fácil; las semidormidas [y no por ello latentes] aspiraciones nacionalistas tuaregs en Mali y en menor medida Níger; de la mano de las hordas huérfanas de la nómina de Trípoli y un yihadismo agazapado, supusieron un problema inabordable para el precario ejército maliense.
Con una Europa deprimida y cada vez menos predispuesta a las aventuras militares allende de sus fronteras, las intervenciones de matiz unilateral en África parecen descansar exclusivamente en las decisiones del Elíseo. El compromiso del Reino Unido a la hora de intervenir en alguna de sus ex colonias africanas, pese a la ejecutada en Sierra Leona bajo la operación Barras [2000], parece ligado al consenso de Naciones Unidas más que a una decisión particular; caso del modelo francés, cuyo “deber”, digamos emocional – histórico y pese a la evidente razón económica que sustenta la mayoría de su ya larga lista de despliegues en sus ex posesiones, le encumbran como [prácticamente] el único estado con medios y discurso para llevarlas a cabo motu propio. Y no pervirtamos la diplomacia; a la comunidad internacional le viene de perlas la vocación mediadora y “pacifista” de Francia de cara a las ya habituales e incomodas crisis africanas; que vayan los franceses, que eso fue suyo. Las lecciones recogidas en Mali respaldan el preposicionamiento militar y la necesidad de disponer de una inteligencia activa en la zona. La tesis francesa del cariz preventivo y disuasorio deja en evidencia a las ya demostradamente [inciertas] misiones de paz de la Unión africana. Sin los destacamentos de Burkina Faso, Costa de Marfil o Chad, difícilmente se habría logrado impedir la toma de Bamako por la cofradía de desalmados que kalashnikov en mano y Corán en la otra, amenazaban con instaurar la Sharia. De la misma manera que alguna de las cepas del integrismo rebrotarán en Afganistán según la presencia occidental se diluya, menudo problema tendremos si se deja el Sahel de lado. El terrorismo de corte islámico se haría fuerte a tiro de piedra de Europa; reforzaría sus cada vez más evidentes conexiones con el crimen organizado en forma de armas, drogas y tráfico de personas; con el agravante de desestabilizar los débiles estados colindantes y continuar su ramificación hacia el Golfo de Guinea; dejando al muro argelino – marroquí como único cortafuego de cara al Mediterráneo.
Sahelistan es una metástasis en forma de integrismo que amenaza a un vasto territorio cuya quimioterapia, a modo de Légión étrangére, no puede remitir. La pregunta es clara: ¿Cómo y cuando se retiraran las fuerzas francesas? Y es que tal vez, Francia nunca se fue de África; ¿ampara ello la legitimidad de sus acciones? Más cuando no deja de ser cierto, que estas han respondido a una llamada de auxilio de los líderes africanos; caso de la intervención en Mali.
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