“El hombre que quería ver a Dios” nos sitúa en el punto de encuentro de hombres y mujeres, de diferentes culturas, tiempos y lugares, acuciados por el deseo de penetrar el universo misterioso de lo invisible.
Inspirado en el cuento tradicional africano, en cuanto al estilo y a la forma, este cuento nos introduce en un mundo mágico, en el que elementos de la naturaleza, montañas, árboles y animales toman la palabra y dialogan con un hombre que incansablemente busca a Dios. Por sus preguntas y afirmaciones provocantes y provocadoras, le hacen reflexionar y le ayudan a centrar su búsqueda destruyendo ilusiones engañosas.
Había una vez un hombre que quería ver a Dios. Para encontrarlo subió a una montaña muy alta en donde se instaló. Allí vivió durante un año. Al cabo del año, decepcionado por no haberlo encontrado hizo su equipaje para marcharse. La montaña le preguntó:
– ¿Mis árboles no te dan sombra suficiente? ¿Mis manantiales no te abastecen de agua? ¿Con mis animales no te puedes restaurar todo lo que deseas para que tengas que desertar mis dominios?
– Sí, pero yo busco a Dios.
– ¿Buscas a Dios? ¡Pero, si yo soy un pedazo de Dios!
El hombre sin escuchar a la montaña se marchó. Y con la esperanza de encontrar a Dios se instaló en un frondoso bosque. Después de un año decidió marcharse para buscar en otro sitio a Dios, ya que allí no lo había encontrado. Los gigantes del bosque, es decir los “caïcedra”, las ceibas, los baobas y todos sus primos árboles vinieron a verlo para preguntarle:
– ¿No eres feliz con nosotros?
– Sí, pero me falta Dios. ¡Yo quiero verlo!
– Si eso es lo que te preocupa, quédate con nosotros. Te ayudaremos a ver lo que quieres.
– ¡Mira! -Dijeron, indicando un mono que se balanceaba cerca de allí en las ramas de un árbol- ¡Ahí tienes un trozo de Dios! ¡Todos somos trozos de Dios!
El santo hombre pensó que los árboles del bosque se burlaban de él y se alejó sin decir una palabra, pero firmemente convencido de que todo podría se en el bosque un trozo de Dios, menos ese babuino.
Siempre en busca de Dios, el viajero se instaló a la orilla de un lago. En cuanto lo vio, un sapo que allí vivía, le dijo:
– ¡Al fin has encontrado lo que buscas! ¡Ven, yo soy un trozo de Dios¡
– ¿Te burlas de mi? ¿Tú, un vulgar batracio, un trozo de Dios?
El peregrino abandonó inmediatamente el lugar. La decepción y la inquietud empezaron a roerle el corazón. Había buscado a Dios en las montañas, no lo había encontrado. Lo había buscado en el bosque, no se había manifestado. Lo había buscado cerca del agua y continuaba escondido. Entonces pensó en ir a buscarlo al desierto, lejos de toda región habitada, en las tierras de fuego.
Allí encontró a un sufí que le preguntó qué buscaba:
– Busco a Dios, respondió el viajero, ¡yo quiero ver a Dios!
– Tráeme un recipiente lleno de luz, le dijo el Sabio, y yo te haré ver a Dios.
El buscador de Dios marchó hacia el sur y, después de muchas peripecias, volvió con un plato de tierra y dijo:
– Aquí tienes un recipiente lleno de luz.
El santo hombre protestó:
– ¡Yo veo un plato, pero no veo la luz!
El peregrino, confuso, buscó un ascua y la puso sobre el plato:
– ¡He aquí un recipiente lleno de luz!
El sufí protestó de nuevo y dijo:
– Yo veo el plato y el ascua y el plato, pero no veo la luz.
El hombre que quería ver a Dios, volvió a coger la ruta del sur y después de largos meses de reflexiones y consultas, volvió con una botella transparente. Se presentó de nuevo ante el sabio y le dijo:
– Maestro. En fin, aquí tienes un recipiente lleno de luz.
El sabio habló sin inmutarse:
– Yo veo una botella, pero, ¡todavía no veo la luz!
Al oír estas palabras, el peregrino comprendió que no podía seguir buscando a Dios como él lo hacía, pues Dios es como la luz:
No se puede ver la luz,
se ven objetos iluminados por ella,
No se puede ver a Dios,
se ven los objetos irradiados, “deificados”.
François-Xavier Damiba, Dieu n´est pas sérieux, L´HARMATTAN, Paris1999, p 13.