En un pequeño país africano de gran densidad demográfica, Rwanda, conocido como el «país de las mil colinas» o la «Suiza de África», en menos de cien días fueron asesinadas unas ochocientas mil personas en 1994. Por haberse iniciado el 7 de abril de 1994, esa jornada fue escogida para que Naciones Unidas instituyera la conmemoración del Día Internacional de Reflexión sobre el Genocidio cometido en Rwanda, teniendo inicio la efeméride al cumplirse una década del comienzo.
La Radio Télévision Libre des Mille Collines, señal radial creada en honor a la denominación del país, lanzó emisiones incendiarias promoviendo el odio hacia el grupo tutsi, minoría de la población, y sus cómplices, meses antes y durante el genocidio. El público oyente podía oír frases como las siguientes: «Vamos a matar cucarachas», «cuidado con la serpiente. Cuando vea una, mátela, porque si usted no lo hace, ella lo hará», «los conejos están llegando, vamos a matarlos. Tienen orejas y colas como los perros», entre otras. El objetivo de este medio era transmitir música, pero se convirtió en algo distinto: un propagador de odio.
En el genocidio más veloz de la historia se cumplió la intención estatal de eliminar a un grupo por razones étnicas, para el caso el blanco era la etnia tutsi. Sin embargo, mucho se dice que a simple vista las diferencias entre tutsis y hutus son irrelevantes. Como sea, la construcción del enemigo es un proceso histórico, que hunde sus raíces en la época colonial, cuando el colonizador belga en Rwanda-Urundi favoreció a un grupo en detrimento de otro. La clásica estrategia del «divide y reinarás». El resentimiento provocado dejó su legado. Tras la independencia, fueron varios los episodios violentos, hasta llegar al clímax, el genocidio entre abril y julio de 1994, al que el mundo respondió con indiferencia y a destiempo, ya que las primeras noticias llegaron cuando el proceso estaba consumado.
Los hutus fueron armados por el Estado (con machetes y cuchillos principalmente) para asesinar a plena luz del día. Matar al vecino, al amigo, a un pariente cercano, se volvió una obligación, inclusive de carácter religioso. Con anterioridad, grupos de choque extremistas se formaron para cumplir lo que sería más tarde la expectativa genocida. Un medio gráfico listó los «Diez Mandamientos Hutus» en 1990. La velocidad de la muerte no tuvo la más mínima contemplación. Incluso hubo clérigos que alentaron las masacres y no mostraron pudor alguno al mantenerse pasivos cuando los excesos fueron cometidos en espacios sacros. Se elaboraron listas de personas sospechosas. Se las buscó en sus hogares, se aniquilaron familias enteras. Quienes se salvaron emprendieron un éxodo que alteró Rwanda y toda la región circundante, la de los Grandes Lagos africanos.
La prensa argentina (y no fue la única) automáticamente tildó lo sucedido en Rwanda bajo los rótulos de «violencia étnica», «lucha tribal», «salvajismo» etcétera, despojando al proceso de lo que en realidad fue. No fue un impulso irracional ni una locura producto del atavismo, pues siempre se ligan injustamente esos clichés a lo africano. Se trató de un genocidio. Es importante remarcar eso porque, por ejemplo, el gobierno de Estados Unidos evitó utilizar esa palabra al describir la situación. Así se libró de la obligación de intervenir, atento a una fallida intervención en 1993 en Somalía que tan malos recuerdos dejó en los altos mandos de Washington. Francia calificó la escena de guerra civil, respaldó al bando hutu y ayudó a los genocidas a huir cuando el genocidio finalizó y corrían riesgo sus vidas, utilizando un cuestionable paraguas humanitario.
Para impulsar la velocidad de matar, la emisión radial insistía en un mensaje: «Las tumbas no están llenas aún». Los jerarcas de las Interahamwe («los que matan juntos», en lengua local), uno de los grupos de choque paramilitares, declararon ser capaces de eliminar mil tutsis en 20 minutos. Rwanda se transformó en un gran charco de sangre a plena luz del día. Sin embargo, la claridad no llegó a evitar el desmadre, puesto que el genocidio hubiera sido evitable con intervención foránea, pero las potencias decidieron mirar para otro lado, en líneas generales.
La tan positiva imagen que hoy proyecta Rwanda, como un país modelo de África, no debe olvidar el horror descrito. Se habla del «milagro rwandés», de una nación que crece a tasas nada despreciables y proyecta estabilidad, pero cuya reestructuración fue posible tras la desaparición de casi un millón de seres humanos (y muchos otros tras la llegada al poder de los tutsis, luego del genocidio). Sin embargo, pese a una imagen nacional bastante respetada de un país que logró reconciliarse, el gobierno es criticado por su manejo de la prensa, el hostigamiento generalizado a opositores y la permanencia de un mandatario que, gobernando desde 2000, buscar hacerlo hasta 2034, lo que invalida cualquier credencial democrática.
Comentario final. Lo primero que debe hacerse para marcar al enemigo es construir su imagen. A efectos de la lógica genocida, resulta primordial cimentar una otredad negativa en la cual los rasgos humanos sean borrados. Al equiparar a tutsis con cucarachas, serpientes y otros animales, se cumple ese objetivo, tal como se insistía en las emisiones radiales citadas. La deshumanización posibilita el acto genocida. Una analogía. En el panorama siempre convulsionado de la política argentina la violencia verbal traspasa límites. Mucha gente insulta a partidarios del kirchnerismo apelando al mote de «kukas», en clara analogía con los vectores. Hay una distancia sideral entre los contextos, pero no deja de resultar llamativo el grado de violencia simbólica y verbal inscrito en esa comparación. Hace 24 años llamar cucarachas a seres humanos legitimó y alentó el asesinato en masa y a una velocidad nunca vista.
Originel en : Infobae