El mundo era otro, naturalmente. Cada acción, cada gesto que se hiciera en público contribuía a posicionarse ideológicamente en cualquier bando. Porque entonces los bandos se llevaban. Cada uno con su lucha, todos en el campo de batalla que le tocara y sólo la victoria absoluta como meta.
Un joven de Lousiana crecía en ese mundo, tratando de sobrevivir y de buscarse la vida con lo que mejor sabía hacer, pelear. El boxeo apareció en su camino y su genio sólo pudo obligarle a ser el mejor de todos los tiempos. Decidido a conquistar el mundo, Cassius Marcello Clay, que así se llamaba el muchacho, logró derribar una torre que parecía demasiado alta para ser derribada. Sonny Liston besó la lona y nada excepto el Sol estaba más alto que Clay.
Sin embargo, al bajar del ring le obligaron a cambiar de campo de batalla. EEUU estaba metido en una guerra sin sentido, y él era el elegido para demostrar al mundo que todos estaban en la obligación de participar en ella. La misma lucha que demostró Clay encima de un ring le hizo rebelarse contra el sistema y en lugar de luchar en la selva vietnamita decidió luchar en lo social y en lo político. “Nada tengo contra el Viet Cong, ningún Viet Cong me ha llamado negro”.
Para entonces ya había cambiado su nombre de esclavo por su nombre de hombre libre y africano: Muhammad Ali. Había cambiado de religión uniéndose a los Hermanos Musulmanes Negros, la religión que decía ser la suya, la de un hombre africano secuestrado por el blanco en un continente que no era el suyo.
Este hermano en el Islam fue condenado con 5 años de cárcel y una multa económica por negarse a acudir a la llamada a filas. Nada era nuevo para él, si el hombre blanco ya le había secuestrado una vez bien podía volver a hacerlo ahora. Pero lo que más le dolió fue que le retiraran aquello que había conquistado con pleno derecho: el Título de Campeón del Mundo de los Pesos Pesados. Liston había caído en la lona para nada, para que luego los hombres blancos de la corbata decidieran quitárselo.
Su licencia pugilística le había sido retirada por la Federación Norteamericana de Boxeo y, por tanto, se le impedía luchar dentro de los EEUU. No hubo problemas, si quería reconquistar el título lo haría en otro lugar que no fuera EEUU. Apareció Mobutu Sese Seko, dictador zaïreño, y ofreciendo una bolsa a repartir entre los dos púgiles de una cantidad incalculable para la época, el combate se llevó a Kinshasa.
Rumble in the Jungle. El slogan del combate lo decía todo. Ali, que ya peinaba 32 años, se enfrentaría al campeón George Foreman, con sus insultantes 25. La lucha estaba servida. Ali tenía la oportunidad de demostrar que su lucha era legítima, que su honor seguía intacto y que la raza negra seguía de pié, esperando a que el esclavista volviera sobre sus pasos para lograr le revancha.
Los ámbitos político y deportivo se identificaron. Ali era el representante del pueblo africano, del pueblo colonizado. Foreman se defendió: “Soy más negro que Muhammad Ali”. Pero de él ya no se creía nada. Había aparecido en el podio de México 68 con una bandera de los EEUU y esa imagen contrastaba con la de los puños negros de los atletas. Foreman era blanco y Ali era negro. El esclavista frente al esclavo. La dignidad de un pueblo frente a la dominación del mundo.
Para terminar de arreglarlo, Foreman llegó al aeropuerto de Kinshasa con un pastor alemán de la mano. El mismo tipo de perro que el colonizador belga llevaba durante sus represiones. No contento con ello, Foreman se instaló en el hotel más caro de la ciudad, aislado del pueblo africano. Por el contrario, Muhammad Ali salía a entrenarse por las calles de Kinshasa, donde se le unían cientos de congoleños y le acompañaban en su carrera diaria. Vivía en un barrio modesto de Kinshasa, se paraba a hablar con todo aquel que le reclamara. Era el hombre del pueblo, el que les defendería de los ataques coloniales.
Comenzó la pelea. Era el 30 de Octubre de 1974 y todo el planeta estaba observando aquello que ocurría en el corazón de África, en el corazón de las tinieblas. Ali rompió sus esquemas. Ya no “volaba como una mariposa y picaba como una abeja”. Se quedaba quieto en las cuerdas y Foreman sólo tenía que golpearle. Ali apenas se defendía a pesar de los gritos de su entrenador desde la esquina. África estaba siendo golpeada por el hombre blanco otra vez y el público asistente que se dio cuenta de ello se puso a decirle a Ali lo que tenía que hacer: “¡Ali bomaye! ¡Ali bomaye! -¡Ali, mátalo! ¡Alí, mátalo!
Foreman no castigaba a Ali de la manera normal, golpeando la cara, sino que buscaba su cuerpo. El objetivo estaba claro: había que inmovilizarle, dejarle a su servicio, doblegar su voluntad. Ali lo sabía pero no hacía nada para evitarlo. Se daba cuenta de que, poco a poco, los golpes de Foreman llegaban con menos fuerza hasta que al final del séptimo asalto éstos ya carecían del ímpetu que debían. Comenzó el octavo, y Ali pudo culminar su estrategia. El contrincante se había cebado, estaba lleno de su propio desgaste y sólo quedaba descargar contra él su ira. La ira y la venganza de todo un pueblo ultrajado. Ali comenzó a golpear y pronto, más pronto de lo que él mismo se esperaba, el cansado Foreman calló a la lona en una de los knock-out más espectaculares de la Historia del Boxeo.
No sirvieron excusas, el hombre negro había derrotado al hombre blanco tras esperar que éste le vejara y consintiera. La metáfora se había cumplido. Foreman volvía a ser negro, también él podía alegrarse.
Original en : El Sr. Kurtz