Ruanda, 20 años después

25/03/2014 | Opinión

En abril, se va a recordar, y de un modo especial dado lo simbólico del número – 20 años –, el genocidio cometido contra los tutsi en Ruanda, del 6 de abril a julio de 1994. No estoy en contra de este tipo de recordatorios que podrían servir para ahuyentar, ojalá para siempre (¡“nunca más”!), la amenaza de su repetición. Sin embargo, lamento y denuncio la memoria selectiva que el poder de Kigali ha impuesto para legitimar su régimen dictatorial y hacer olvidar las terribles masacres de hutu (en el Congo y en el interior del país), que constituyen también, a mi entender (y al de, por ejemplo, Fernando Andreu, Juez de la Audiencia Nacional, cuyo auto de procesamiento contra numerosos dirigentes ruandeses corre el peligro de ser anulado por la vergonzosa modificación de la ley sobre Justicia Universal aprobada por el Partido Popular), un genocidio; lo que de ningún modo significa “negacionismo” del que es oficialmente y exclusivamente recordado estos días. Si a ello se añade la exigencia que el presidente Paul Kagame ha “decretado” de que todo hutu, aún los nacidos después de 1994, pida perdón por el genocidio que se perpetró contra los tutsis, esto es, la culpabilización colectiva de toda la comunidad hutu, mi repulsa no puede sino ser más radical; lo mismo que mi denuncia ante el cinismo imperante que, al mismo tiempo que demoniza a todos los hutu, trata de vender a los incautos la imagen de que en Ruanda no hay más que ciudadanos ruandeses iguales entre sí y que la reconciliación entre hutu y tutsi, cuyo antagonismo habría sido un invento perverso colonial, es un hecho gracias a la pacificación alentada y lograda por el régimen.

Nada especialmente nuevo puede decirse sobre la dureza del régimen del Frente Patriótico Ruandés (FPR) que gobierna el país desde 1994. Podría esperarse que después de consolidarse y controlar en exclusiva todos los resortes del poder (político, administrativo, militar, policial, económico), aparecerían con el paso del tiempo y desde el interior mismo del sistema ciertos signos de apertura. Nada de eso ha sucedido, antes al contrario, se ha ido imponiendo cada vez más el carácter represivo y excluyente del régimen. Como bien ha señalado algún analista, el Presidente Paul Kagame, más que como jefe de Estado ha actuado – sigue actuando – siendo fiel a lo que constituye, al parecer, su vocación y aspiración permanentes: ser un eficaz e implacable jefe de los servicios secretos, siempre dispuesto a trabajar en la opacidad y en las cloacas para deshacerse de reales o inventados adversarios y/o conspiradores contra su poder.

Una de las cosas más sorprendentes, en un contexto mundial en el que el respeto de los derechos humanos es considerado como el barómetro más adecuado para medir el buen gobierno, es el hecho de que el régimen ruandés ha tenido buena imagen y hasta en algún caso se ha presentado como modélico por sus pretendidos logros económicos, si bien los frutos del crecimiento sólo benefician a una elite dirigente y el abismo entre ricos y pobres no ha hecho sino crecer. Esa imagen no quedaba empañada tampoco por las repetidas y documentadas denuncias de los atropellos que el régimen cometía en el país vecino, el Congo, invadido y saqueado, y la brutal represión interior contra defensores de los derechos humanos, periodistas y opositores. Ni denuncias, ni numerosos informes, lograban influir en la llamada comunidad internacional que seguía cerrando los ojos; el régimen de Kigali ha gozado de una especie de impunidad que le ha otorgado el derecho a hacer lo que le viniera en gana, tanto en el exterior en su papel desestabilizador del este del Congo como en el interior en la persecución y silenciamiento de cualquier disidencia. Uno no puede menos que preguntarse por qué algunos periodistas españoles que han viajado a Ruanda últimamente no sacan conclusiones – y las publican – del hecho de que siempre han sido acompañados en sus visitas por agentes del régimen y del porqué del silencio que han encontrado entre los ciudadanos españoles que allí trabajan desde hace años y por tanto conocen perfectamente la realidad ruandesa ante sus preguntas. Un silencio que lejos de ser cobarde constituye, a mi juicio, un grito de denuncia de una situación opresiva.

Acontecimientos de estos últimos años parece que han comenzado a deteriorar algo esta buena imagen del presidente Kagame y de Ruanda como país bien gobernado. Quizás sea excesivo concluir que los EEUU y el Reino Unido estén ya un tanto avergonzados por haber sostenido diplomáticamente y con suculentos fondos inyectados en los presupuestos a un régimen tiránico. Nada indica que estos tradicionales padrinos de Paul Kagame hayan constatado que el rostro de su protegido va acentuando con el paso del tiempo sus rasgos más brutales y que por lo tanto convendría favorecer e impulsar un relevo. No obstante, debe ponerse de relieve que la actitud complaciente y hasta connivente de la comunidad internacional empieza a modificarse.

Los gobiernos norteamericano y británico no se han conmovido hasta ahora por la brutal – y silenciada – represión interna de cualquier veleidad crítica. Sí se han mostrado inquietos por la cada vez más evidente y demostrada implicación del régimen en la desestabilización de la República Democrática del Congo (RDC). El último capítulo de esta injerencia desestabilizadora se ha desarrollado a finales de 2013. Repetidos informes del grupo de expertos de la ONU han ido documentando que el movimiento rebelde denominado M23, formado en abril de 2012 por ex-miembros del CNDP que en su día se habían integrado en las fuerzas armadas nacionales, constituía el último de la serie de grupos armados creados y sostenidos por Ruanda. En noviembre de 2012, el M23 tomó la ciudad de Goma, capital del Kivu norte, ante la consternación generalizada, no solo de las poblaciones locales y del gobierno congoleño, sino de la Unión Africana y de la ONU; parecía inevitable una tercera “guerra de liberación” del Congo, en la que, de nuevo, Ruanda tenía un protagonismo y responsabilidad evidentes. La maquinaria diplomática africana e internacional se puso en marcha y se evitó la catástrofe. En noviembre de 2013, unas fuerzas armadas congoleñas (FARDC) mejor preparadas y apoyadas por la Brigada Intervención recientemente constituida en el marco de la MONUSCO derrotaron militarmente al M23, cuyos soldados y oficiales se refugiaron en Uganda y Ruanda. La victoria militar del ejército congoleño fue posible porque la presión norteamericana sobre Kagame a fin de que dejara de intervenir y de ayudar a los rebeldes surtió efecto; esta obligada no-intervención ha demostrado por si fuera necesario que el M23 sin el apoyo de Ruanda no era nada y que su existencia sólo respondía a los intereses ruandeses y a la política agresiva del régimen de Kigali. Da la impresión de que esta política empieza a molestar seriamente a los EEUU y de que Kagame ya no tiene el visto bueno automático norteamericano en sus afanes regionales. Está por ver, evidentemente, hasta dónde llega el enfado o malestar de los protectores anglosajones; si se trata de una retirada definitiva de confianza y si ello desembocará a corto plazo en la búsqueda de un relevo más presentable.

Se ha producido recientemente otro episodio que ha enervado especialmente a la comunidad internacional y a países amigos del régimen ruandés: el asesinato (estrangulamiento) de un disidente del FPR, antiguo responsable de los servicios de inteligencia que se había refugiado en Johannesburgo, Patrick Karegeya. Este asesinato, jaleado y aplaudido por el presidente Kagame, se une a la ya larga lista de dirigentes disidentes del partido en el poder, eliminados y/o desaparecidos en el extranjero. La lista la encabezó en 1996 el coronel Théoneste Lizinde en Nairobi, seguido por Seth Sedashonga, también en Nairobi, en 1998. El general Kayumba Nyamwasa, refugiado en Sudáfrica, sufrió hace dos años, en dos ocasiones un intento de asesinato. Los agentes/sicarios del régimen de Kigali han mostrado una gran eficacia, sin que hasta ahora las protestas de los países donde se refugiaban los disidentes frenaran la implacable persecución. Sin embargo, parece que la situación ha cambiado al respecto y que estas actuaciones vengativas del régimen, están resquebrajando la imagen internacional del mismo. Sudáfrica ha expulsado a tres diplomáticos ruandeses aduciendo poseer pruebas de su implicación en el último ataque al domicilio de Kayumba Nyamwsa.

En este contexto de cierta debilidad del régimen en el ámbito internacional y de control y fortaleza, al menos aparentes, en el interior se conmemora desde hace unos meses, y en particular en el mes de abril, el vigésimo aniversario del genocidio de los tutsi de 1994. Recuerdo selectivo de una tragedia que el régimen instrumentaliza para tratar de legitimar ante el mundo su política discriminatoria y su desprecio de los derechos humanos.

Ramón Arozarena

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