El claxon del tranvía vibró y el desierto se esfumó.
Dembo abrió los ojos, somnoliento, y se estiró sobre el banco en el que dormitaba. El sol aún brillaba en aquella tarde invernal y reflejaba sus rayos, sin orden alguno, sobre la descomunal estructura de piedra, agua y titanio. A sus espaldas la ría bajaba pausada, arrastrando los troncos víctimas del último temporal.
Cerró los ojos e intentó volar de nuevo a su tierra, pero la realidad ya estaba allí, y había venido a quedarse. Un grupo de turistas pasó junto a él hacia el enorme museo, pastoreado por un guía que alzaba su paraguas una y otra vez. Dembo los ignoró, pero sintió algo extraño. Segundos después abrió los ojos y dio un respingo, sobresaltado.
¡Los había entendido! ¡Había entendido sus palabras!
Se incorporó de un salto, agarró su mochila y corrió hacia ellos. Algunos lo observaron recelosos mientras otros desviaron sus miradas.
—Bilbao es el ejemplo vivo del cambio —decía el guía—, la transición de un viejo mundo industrial a otro de servicios…
Hablaba castellano, pero Dembo, más allá de toda lógica, lo entendía. Se quedó allí, inmóvil, boquiabierto, observando cómo el grupo se alejaba.
Poco después caminó por la calle Mazarredo y alcanzó uno de los bares más concurridos de la zona, donde, como en los días anteriores, encontró al mismo grupo de jóvenes jugando a cartas en la misma mesa.
—¡Aquí
está otra vez Iñaki! —exclamó uno, señalando a Dembo.
Éste se acercó y mostró sus discos, en silencio. Los jóvenes detuvieron la partida y cogieron algunos, entre risas.
—Pero ¿cómo pretende que compremos esta basura? —preguntó al aire el más sonriente, convencido de que no le entendía.
—Venga —rió el compañero—, apuesto diez euros a que hoy tampoco consigues el disco a un euro.
—A ver, negrito…, un euro…, uno… —le dijo como si hablará a un bebé, o a un tonto, al tiempo que alzaba el dedo índice—. Un euro… un disco, negrito. Con esto tú comes todo el día…
Dembo le arrancó los discos de la mano, enfurecido, recordando cuando en su africano poblado aparecían viajeros extranjeros en sus todoterrenos; él abría las puertas de su choza y ofrecía lo que tenía, y a veces más.
Se acercó a la barra del bar y escuchó a dos empresarios hablar con expresión apesadumbrada, como en un funeral. Vestían trajes caros y corbatas elegantes.
—Esta crisis que atravesamos no tiene precedentes —decían—. Vamos al desastre.
Dembo se sorprendió. A su alrededor había grandes edificios, miles de coches, tiendas de productos de gran calidad; la gente tenía ropa, y un techo, y, desde luego, nadie moría de hambre.
Los empresarios continuaban lamentándose de su mala suerte y él sintió el impulso de gritarles, de abrirles sus ojos a la riqueza que por todos los rincones sobraba.
Caminó hasta el final de la barra y se acercó a una mesa donde varias señoras tomaban café. No dijo nada, pero advirtió sus miradas desconfiadas.
—Es una barbaridad —decía la mayor de ellas, una anciana que lucía una permanente que a Dembo le pareció un casco—. Ayer leí que el año pasado hubo en Bilbao más de cincuenta atracos.
—¡Dios mío! —exclamó otra.
Dembo se quedó mirándolas. En algunas ciudades que él conocía esos atracos ocurrían en un día, si no más. Y eso en épocas de paz. Con revueltas o conflictos ese mismo número podía alcanzarse en una hora.
Junto a las señoras una pareja llamó su atención. Ambos rondaban la cincuentena, y parecían profundamente angustiados. Se acercó y escuchó.
—Con este nuevo atentado ya van tres este año —decía ella—, y han sido dos muertos.
Dembo cerró los ojos, entristecido, y pensó en algunas de las regiones cruzadas en su periplo africano, territorios desangrados por interminables enfrentamientos donde los muertos a machetazos se amontonaban en las cunetas, donde las violaciones eran armas de guerra para humillar al enemigo, donde los niños empuñaban las armas y mataban a otros niños…
—Aquí no se puede vivir —insistía ella—. Es un horror.
En la televisión un político afirmaba lo mismo en un tono catastrófico, después otro más, y, finalmente, un tercero; unos y otros arrojándose con virulencia palabras envenenadas.
Dembo salió a la calle crispado por la visión negativa que aquellos privilegiados recogían del mundo, por su falta de respeto hacia la vida y lo que ésta les daba. Allí fuera un trío de niñas adolescentes vociferaba su descontento.
—¡Es que es una mierda! —protestaba una—. ¡Mis padres son unos gilipollas!
Dembo se detuvo y las observó. Su aspecto mostraba su origen acomodado, donde nada les faltaría salvo, quizá, cariño y humanidad. Después miró alrededor y encontró varias decenas de rostros más, todos ellos también desgraciados. Cerró los ojos, inspiró profundamente tres veces y, entonces, arrojó la mochila de discos al pavimento.
—¡Esto sí que es una mierda! —gritó en su idioma.
En ese momento, a pesar de las penurias de meses caminando, del hambre, del calor, del frío, de las noches bajo la lluvia, de la terrible travesía hacinados en una peligrosa patera, a pesar de todo ello decidió que no merecía la pena. Las riquezas prometidas no existían, ni existirían jamás, ni siquiera para los que allí vivían, desdichados como eran con ellas.
En aquel instante tuvo la certeza de que él volvía a casa.
Los paseantes de alrededor murmuraron entre sí, alguno incluso habló en voz alta, pero él ya no entendía su idioma, igual que en los días anteriores.
Ni falta que le hacía.
Decidido, comenzó a deshacer sus pasos, hacia el sur, rumbo a África.
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