Representaciones culturales de los instintos de vida y muerte en los seres humanos

11/02/2015 | Crónicas y reportajes

A partir del siglo XIX, cuando los herederos del empirismo británico del siglo XVII y XVIII empezaron a pensar en las implicaciones sociales de la doctrina empirista, que todo lo que sabemos proviene de la experiencia, pensadores como Lord Shaftesbury y sus secuaces creyeron que la sociedad humana era “perfectible”. Si la sociedad pudiera organizarse de manera que la gente solo estuviera expuesta a experiencias “buenas”, según este argumento emergería una sociedad progresivamente mejor.

El filósofo alemán Hegel creía más o menos lo mismo, aunque con diferentes fundamentos. La historia, según él, es el despliegue dialéctico de la mente o espíritu, y poco a poco este proceso, impulsado por la negación (y «superior» conservación) de cada estado anterior, nos acerca (supuestamente) a la «sittliche Gesellschaft» o «sociedad ética», donde toda la gente comparte la misma etapa de desarrollo racional, incluyendo principios éticos compartidos. El filósofo contemporáneo Jürgen Habermas a pesar de no ser tan optimista como Lord Shaftesbury y Hegel, también cree que la activación del potencial comunicativo de la razón podría acercarnos a una verdadera sociedad democrática donde la “esfera pública” jugaría un papel importante para alcanzar el “consenso” en temas polémicos.
Por mi parte, pienso que creer en la “perfectibilidad” o la materialización de una sociedad completamente “racional” representa una quimera. Se basa en la suposición errónea de que los seres humanos pueden erradicar todo rastro de irracionalidad de su mente de una vez por todas. El pensador que ha evaluado más detenidamente la mente humana en la historia de la civilización, Sigmund Freud, es la autoridad a quien me referiría en este sentido.
En La civilización y sus descontentos (1930), escrito justo antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial, y con todavía el recuerdo fresco de las atrocidades de la Primera Guerra Mundial, Freud escribió sobre la función combinada de Eros (la unidad de la vida) y Thanatos (la pulsión o instinto de muerte) en el proceso de la civilización, y planteó que estos dos instintos son inseparables; donde está el primero, el otro siempre se encontrará. Por otra parte, ninguno de los dos jamás desaparecerá. En La civilización y sus descontentos, lo resume de la siguiente manera:

“Y ahora, creo yo, el sentido de la evolución de la civilización ya no es más oscuro para nosotros. Se debe mostrar la lucha entre Eros y la Muerte, entre el instinto de la vida y el instinto de la destrucción, tal y como funciona por sí solo en los seres humanos. Esta lucha es lo que toda vida consiste esencialmente en…”

Ningún tipo de “racionalización” de la sociedad va a cambiar esto como tampoco ningún tipo de teorización, por parte de una persona con una confianza implícita en la razón, como Habermas, serán capaces de erradicar el papel de Thanatos (la unidad destructiva) en la cultura humana. Sus predecesores, Adorno y Horkheimer, habían avanzado mucho más que Habermas en este sentido; uno solo tiene que leer la Dialéctica de la Ilustración para captar esto: se muestra como la razón ilustrada, a pesar de su promesa inicial de emancipación, se ha convertido en la fuente de cada vez mayor esclavitud a través de la racionalidad técnica y las limitaciones de la administración.

Además, la evidencia histórica corrobora estas ideas. Por ejemplo, acabamos de regresar de pasar dos semanas en Múnich, Alemania, donde asistí a un congreso sobre filosofía y psicoanálisis y algunas de las conferencias, como una brillante presentación de la relevancia psicoanalítica de Macbeth de Shakespeare, probablemente su más «violenta» tragedia, aportaron testimonios consistentes de la veracidad de los hallazgos de Freud. Cabe añadir que aprovechamos la oportunidad para visitar el sitio conmemorativo del primer campo de concentración establecido por los Nazis (1933), en un suburbio de Múnich llamado Dachau, y a pesar de conocer lo que nos encontraríamos, no pudimos evitar quedar completamente atónitos ante la evidencia de la destrucción incomprensible de unos seres humanos a otros.

Además de visitar el lugar «terrible y sublime» de lo que se conoce como el «Bunker» en el campo de concentración de Dachau, que servía de centro de castigo dentro del campo (que seguramente debe haber sufrido suficientemente castigos ya), las experiencias más horribles que vivimos fue la visita del «viejo» y «nuevo» crematorio, el último de los cuales incluye la cámara de gas. Lo he descrito como lugar «terrible y sublime» en el sentido de algo que, aunque uno puede «entender» suficientemente bien lo que se hacía allí, uno sigue sin capacidad para formar una imagen mental adecuada al indescriptible sufrimiento vivido ahí.

En el “Bunker”, por ejemplo, las celdas individuales donde se encerraban y torturaban los prisioneros “problemáticos” se dirigen al espectador en silencio pero con elocuencia: el hecho mismo de su actual vacío (con la excepción de la información del documental presentada en forma de fotografías de los prisioneros y el personal de seguridad de las SS con peor reputación que llevó a cabo las interrogaciones) inevitablemente evoca imágenes de los tormentos a que fueron sometidos los reclusos.

El crematorio “nuevo” (que se tuvo que construir puesto que el antiguo resultó insuficiente para el número de cadáveres que se tenían que incinerar) es todavía peor. No solamente los hornos, diseñados para dar cabida a los cuerpos humanos parecen aparatos técnicos inimaginables; el horror más supremo es quedarse de pie en la cámara de gas e imaginar cómo debía ser que te llevaran ahí con todo un grupo de gente, las puertas se cerrasen herméticamente, y a continuación, oyeras un silbido de gas venenoso que sale de las boquillas del techo que tienes a poca alzada encima de tu cabeza.
La cámara de gas se ocultaba como si fuera unas duchas; incluso ahora hay un cartel en la pared al lado de la puerta en donde se lee “Brauschbad” (o “Brauschenbad”, si recuerdo bien la palabra). Llegando ahí para tomar una “ducha”, los prisioneros entrarían, probablemente engañados por el hecho de que las aberturas de las boquillas de gas eran parecidas a las alcachofas de las duchas y las rejillas de drenaje en el suelo, así podían cerrar bien las puertas justo antes de que se dieran cuenta de que se trataba de una cámara de la muerte.

Recordando la afirmación de Freud de las dos unidades o instintos compensatorios, la unidad de vida Eros y la pulsión de muerte Thanatos, sentimos que de alguna manera debíamos encontrar algo en Múnich o alrededores que suficientemente restableciera algún tipo de equilibrio, después de presenciar los horrores de Dachau. Y qué mejor lugar para recordar uno de los poderes creativos de Eros que el castillo construido por el “Rey Loco” Luis II de Baviera, Neuschwanstein, a dos horas en tren de Múnich en medio de hermosas montañas cubiertas de nieve.

Viajamos allí con mucho frío, pero ni siquiera las temperaturas bajo cero pudieron frenar nuestra euforia cuando, después de caminar por la colina hasta el castillo, finalmente lo contemplamos con todo su esplendor. No es ninguna sorpresa saber que el emblema del castillo de Disney Pictures que siempre aparece al principio de una película de Disney, está basado en el castillo de Neuschwanstein. A menudo citado como uno de los primeros ejemplos de arquitectura «historicista» (que celebra las diferencias irreductibles entre una era histórica y otra), este castillo fue construido por Luis II para encarnar su valorización de la Edad Media, y sus habitaciones están decoradas con pinturas murales que representan escenas de las óperas de Wagner, veneradas por Luis II. (Para ver algunos de los extravagantes castillos de Luis II, clicar aquí.) No es de extrañar que se hiciera llamar «Rey Luna», en contraste con Luis XIV de Francia «Rey Sol».

Fue una experiencia estimulante descubrir la belleza, natural y cultural, dentro y fuera de Neuschwanstein, en particular después de haber estado expuestos a los horrores de Dachau. Estos horrores no van a desaparecer, no obstante, la publicación reciente de un “sumario” del informe sobre la tortura utilizada por los agentes de la CIA es un testimonio elocuente de que la característica de la destructividad de la pulsión de la muerte es todavía muy presente entre nosotros, incluso en este supuesto “bastión” de los derechos humanos, los EEUU.
Y para que nadie se sorprenda al descubrir que esta pulsión de muerte opera en el prójimo, y -horror de horrores – en ti mismo, también, se puede leer La civilización y sus descontentos de Freud para así prepararse uno mismo para tal descubrimiento (las obras completas de Freud están disponibles en la red).

Bert Olivier

** Bert Olivier es profesor de filosofía en la Universidad Metropolitana Nelson Mandela

Traducido por Ana Orri

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