“¿Este aplauso quiere decir que tengo que terminar ya?” Cuando Juan Pablo II reaccionó así a nuestros aplausos que habían interrumpido su discurso unos abrieron la boca sorprendidos, algunos respondieron un “no, no…” como si se sintieran culpables y otros nos pusimos a reir. Era un día de enero de 1993 y nos encontrábamos en la casa provincial de los misioneros combonianos en Kampala, la capital de Uganda. El entonces nuncio, el mexicano Luis Robles Díaz, me había pedido que me ocupara de hacer el servicio en español de Radio Vaticana, encargo que acepté encantado y que me permitió durante unos días seguir al ya beatificado Papa durante unos días en tierras africanas.
No tengo ninguna duda sobre lo que me impresionó más del Papa: su gran sentido del humor y su cercanía humana. Cuando, pocos días antes, había pedido una acreditación de prensa que incluyera un permiso para sacar fotografías, el cura ugandés que daba los permisos miró a mi modestísima cámara y se encogió de hombros diciéndome: “si no tienes un zoom de, por lo menos, 200mm, despídete de tener una foto suya”. El buen hombres se equivocó totalmente. Tengo decenas de fotos que en aquella ocasión tomé de Juan Pablo II a menos de dos metros de distancia. Y cada vez que las miro de cerca me doy cuenta de que su rostro reflejaba la alegría y la serenidad de quien se sentía muy a gusto entre aquellas personas, muchas de las cuales sé que habían caminado enormes distancias para poder verle. En la diócesis de Gulu, donde trabajaba yo entonces, un grupo de varios cientos de personas caminó durante tres días y aún recuerdo lo emocionados que se sintieron cuando el Papa se acercó al coro donde estaban cantando, dio un abrazo al director y tras cogerle la batuta improvisó algunos compases delante de los ugandeses que le recibían cantando.
El encuentro al que me he referido al principio me dejó completamente sorprendido. Todo había empezado dos días antes, cuando en un acto de oración con enfermos en el hospital de Nsambya, la periodista española Paloma López Borrero, cuando le comenté que la casa de los combonianos en Kampala estaba al lado de la Nunciatura, donde el Papa se hospedaba, me dijo: “¿Y por qué no invitáis al Pala a visitaros?” Creí que estaba de broma, pero insistió. “He acompañado a Juan Pablo II en muchos viajes y creo que sé de lo que estoy hablando. Yo, en tu lugar, hablaría con el Nuncio, ahí le tienes”. Cuando, algo cortado y pensando que estaba cometiendo un atrevimiento imperdonable, le dije al simpático don Luis si era posible invitar al Papa, me sonrió y me dijo: “Dile a tu provincial que me escriba una carta ya mismo y le pediré al Santo Padre si puede acercarse a vuestra casa mañana por la tarde, cuando termine el acto con el cuerpo diplomático”. Así empezó a gestarse la posibilidad de aquella visita que no terminé de creerme hasta que al día siguiente, a las siete de la tarde, ví a Juan Pablo II aparecer por la puerta de atrás, a pie, después de cruzar el patio en compañía del Nuncio y su secretario. Habló con cada uno de nosotros, improvisó un discurso en el que llegó a decir: “vuestro trabajo, el de los misioneros, es más importante que el mío”, bromeó con los que estábamos allí y rezamos juntos. Después de marcharse me enteré de que nos había dejado un cheque de 10.000 dólares, algo que por lo visto hizo en cada uno de los lugares que visitó (que yo sepa, en el hospital de Nsambya el cheque que dejó tenía un cero más a la derecha).
En Gulu, cuando le presentaban a los sacerdotes, le presentaron a un anciano misionero italiano llamado padre Bono (aclaro que no era familiar de nuestro presidente del Congtreso ni tampoco del famoso cantante de U2). En 1979, cuando cuatro misioneros combonianos fueron asesinados por soldados de Idi Amín que se retiraban en desbandada, durante algunos días se creyó que también el buen hombre había muerto y Juan Pablo II llegó a rezar por él en la Plaza de San Pedro. Cuando el padre Bono se lo recordó, el Pontífice le abrazó y le dijo: “No se preocupe, padre, no estaba hablando ex catedra aquel día”.
Tal vez, de todos los actos donde pude estar cerca del Papa, recuerdo una hermosa Eucaristía en Soroti en la que los bailes africanos y los tambores parecieron impresionarle. Después de la bendición final, cogió el micrófono e improvisó unas palabras recordando el día de Pentecostés y cómo los distintos pueblos alaban a Dios utilizando su cultura y sus formas artísticas: “Cada vez que vengo a África me impresiona mucho ver cómo celebráis vuestra fe con vuestros bailes y vuestros cantos, deseo que sigáis así”. En esto, como en otras cosas como el ecumenismo y el diálogo inter-religioso, estoy convencido de que Juan Pablo II estaba muy por delante de muchos obispos de muchas partes del mundo.
No pretendo con estas líneas hacer un balance de su pontificado o hacer valoraciones globales sobre tal o cual aspecto de su vida. Sólo decir que durante aquellos días de 1993 me impresionó su figura y quedé encantado con su visita a Uganda. Pocos años después, cuando la guerra del Norte del país nos sumió en la desesperación, Juan Pablo II fue el líder mundial que más habló en público en distintas ocasiones para pedir que la guerra que entonces sufríamos se resolviera con el diálogo y que hubiera más atención internacional a nuestro drama. Ahora que ya es beato, estoy seguro de que los cristianos y los no cristianos del Norte de Uganda no se han olvidado de ello.
original en Clave de Äfrica