Albert Einstein acertaba una vez más cuando ironizó sobre el hecho de que las inercias mentales son aun más fuertes que las poderosas inercias físicas. Esto es especialmente cierto cuando se trata del imaginario colectivo. Haga usted mismo la prueba. Explique a alguien que el general estadounidense Wesley Clark, que llegó a ser comandante supremo de la OTAN durante la guerra de Kosovo, denunció que algunos altos cargos de su Gobierno, como Donald Rumsfeld y Paul Wolfowitz, le habían revelado que ya estaba planificada la destrucción de los gobiernos de siete países: además del Afganistán ya atacado, y continuando por Irak, Siria, Líbano, Libia, Somalia y Sudán, el proyecto terminaba con el ataque a Irán. Yo ya hice esa prueba. Reacción de mi interlocutor: “Eso es discutible”. Fue el traductor quién tuvo que intervenir: “Juan simplemente se ha referido a lo que dijo el general ante una cámara de televisión. ¿Qué sería lo discutible, qué al general se le haya hecho tal revelación o que él lo haya denunciado públicamente?”.
Usted también podría exponer a alguien las conclusiones que hizo públicas la Comisión del Congreso estadounidense que investigó la actual crisis financiera. En ellas queda claro que la crisis no fue el resultado de una especie de fuerzas naturales impredecibles o de los inexorables procesos de “los mercados” sino de las actuaciones irresponsables y deshonestas, e incluso a veces ilegales, de muchos responsables de la banca y las finanzas, con la colaboración del estamento político. La principal de estas actuaciones fue la desregulación de los controles estrictos ya existentes sobre las políticas de supervisión de créditos e hipotecas de alto riesgo. La Comisión concluye que las estructuras básicas del sistema financiero que llevaron al derrumbe no solo siguen firmemente en pie sino que la concentración de activos financieros es significativamente mayor ahora que antes de la crisis. Yo hice también la prueba, esta vez con alguien muy cercano. Reacción: “Eso huele a conspiración; lo que nos dicen quienes saben de economía e intervienen cada día en las televisiones, radios y diarios es que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades y que ahora estamos sufriendo las consecuencias”.
Por uno de esos extraños sincronismos, mientras escribo, se proyectan en el canal National Geographic las imágenes de los últimos días del Régimen nazi y del Imperio japonés. Contemplo el estupor del pueblo alemán y del japonés tras el desmoronamiento de sus absurdos imaginarios, forjados gracias a tanta y tan poderosa propaganda. Sus universos, en torno a su führer y a su emperador, eran al parecer los mejores posibles. También, hace cuatro décadas, un hombre recto, un analista del Departamento de Defensa, Daniel Ellsberg, chocó contra la misma obcecación cuando entregó al secretario de Estado de Defensa, Robert McNamara, las conclusiones de su investigación sobre la marcha de la guerra de Vietnam: no es que Estados Unidos esté apoyando a “los malos”, es que nosotros somos “los malos”. A continuación filtró 30.000 documentos secretos del Pentágono, convirtiéndose así, según su compañero-enemigo Henry Kissinger, en “el hombre más peligroso de América”.
Es el mismo esquema que hemos visto repetirse recientemente con las revelaciones de WikiLeaks, que dejan en evidencia el proyecto de dominación mundial del Imperio occidental y sus grandes manipulaciones de la información. Julian Assange afirma que dicho Imperio es un monstruoso Estado de seguridad oculto cuyo centro de gravedad está en Estados Unidos pero cuyos tentáculos se extienden cada vez más por todo el mundo. Se calcula que Estados Unidos tiene 817.000 personas trabajando en labores de seguridad top secret. Este Imperio anglosajón, que no repara en agresiones internacionales, crímenes masivos o golpes de mercado, pasará. Los grandes financieros-“filántropos” (“los mercados”), que son el verdadero núcleo profundo de ese Imperio, pasarán. Al igual que todos los tiranos que han aparecido a lo largo de la historia. Pero mientras nuestra gran masa social no sea capaz de reconocer claramente quiénes y por qué nos están llevando al desastre, el sufrimiento de nuestros pueblos se prolongará aún durante años. Mi último libro, La Hora de los grandes “filántropos”, es mi modesta aportación en esta importante batalla.