Quedan demasiadas historias africanas sin contar

13/03/2017 | Crónicas y reportajes

He estado leyendo un guion para una película sobre Sara Forbes Bonetta. Si el nombre no les es familiar, vivió una notable vida inglesa del siglo XIX y se debe hacer una película sobre ella.

Nació en la etapa de la realeza Yoruba al noreste de Lagos en 1843, y la llamaron Aina. Pero cinco años más tarde, su pueblo fue asaltado por las infames amazonas de Dahomey (la actual República de Benín). Sus padres murieron en el ataque y se encontró huérfana y esclava.

Para más inri, su captor, el rey Ghezo, la reservó para sacrificarla en un ritual. Una visita de una delegación británica, bajo el mando del capitán Forbes, le salvó la vida (por supuesto, el dinero cambió de manos). Forbes bautizó a Aina y se inspiró en el barco en el que navegó a Inglaterra, el HMS Bonetta, para darle un apellido. En Londres, fue presentada ante la reina Victoria, que quedó deslumbrada por la inteligencia de la joven, (había aprendido inglés y francés en el viaje) y la adoptó como su ahijada.

Que una gentil mujer negra estuviera tan unida a la corte real británica tiene hoy, al menos, una ligera relevancia, dado que la novia del príncipe Harry, Meghan Markle, es birracial, parte blanca europea y parte afroamericana.

En caso de que hubiera boda real, ¿sería la corte de Windsor tan acogedora como hace 150 años? Hay un pensamiento más profundo que el guion consigue llevar más allá de la simple historia de una celebridad que podría casarse con alguien de sangre azul. Y es que hay tantas vidas y situaciones africanas extraordinarias que siguen indocumentadas. Y la gran diversidad de la experiencia africana pasa a través del filtro más estrecho en representación, silencio y conciencia colectiva.

Según un estudio de Harvard de 2013, las 20 naciones más diversas del mundo están todas en África (siendo Uganda el país étnicamente más diverso del planeta), mientras que Europa es el continente menos étnicamente diverso del planeta.
Existe, por lo tanto, una relación inversa entre la diversidad regional y el «contenido» que se produce: libros, películas y otros medios. Si bien hay infinitas películas sobre la experiencia occidental – la segunda guerra mundial es un argumento muy recurrente – hay pocas películas sobre guerras que han tenido lugar en el continente africano. Y muchas de las películas más conocidas de Hollywood (Zulú, Diamantes de Sangre, o El Señor de la Guerra, escogiendo tres rápidamente) se centran, predeciblemente, en protagonistas blancos.

En este punto, al menos alguno de ustedes estarán pensando: ¿qué pasa con Nollywood? ¿Es la industria cinematográfica nigeriana popular realmente un colectivo importante? La respuesta es no. La industria cinematográfica nigeriana, al menos en esta etapa de su desarrollo, hace poco o nada por contrarrestar el punto de vista blanco de la historia. A pesar de que los valores de producción han mejorado, los argumentos siguen siendo bidimensionales, con poco interés en películas históricas (con algunas excepciones notables, como ’76), o, en efecto, personajes como Sara Forbes Bonetta.

Se puede argumentar que Nollywood se ha dividido en dos en los últimos años: en películas que copian el cine negro americano (comedias románticas) o continúan demonizando los valores culturales tradicionales con diversos grados de sutileza.

En el frente literario, a pesar del creciente interés por la escritura africana, la superficie de la plétora de historias del continente aún no ha sido realmente explorada. Es alentador que editores como la República de la yuca, Parresia y Kachifo en Nigeria, así como Kwani Y Storymoja en Kenia y otros en otros lugares han creado olas de interés en los nuevos estilos de escritura africana, rompiendo las expectativas y yendo mucho más allá del nacionalismo cultural de décadas pasadas. Pero todas son pequeñas empresas que crean una serie de historias (con poco o ningún vínculo con la industria cinematográfica o el sector del entretenimiento en general) en comparación con los poderosos ríos que fluyen de los centros de producción de contenido de Londres y Nueva York.

La influencia de estos dos capitales occidentales de la producción narrativa distorsiona las narrativas africanas en favor de la llamada ficción inmigrante: la experiencia de la diáspora contada por Chimamanda Adichie, Imbolo Mbue o Tope Folarin.

Hay una gran brecha con respecto a los personajes y lugares sin desvelar. Desde mi época en Nigeria, anhelo historias sobre el «pueblo Nok» que creó las increíbles cabezas de terracota hace tres mil años, o las exploraciones imaginarias de la gente que creó los monolitos Ikom, verdaderamente antiguos y enigmáticos en el sureste. O, cambiando de foco, una película sobre el hombre más rico de todos los tiempos, Mansa Musa I y su peregrinación épica a La Meca en 1324.

Mientras que Amin Maalouf escribió un fabuloso relato sobre Leo Africanus y su viaje por el norte de África en el siglo XVI, el largometraje todavía está en espera (aunque el autor mauritano Abderrahmane Sissako ha considerado, al menos, el proyecto).

Pero incluso estas ideas son meras punzadas a un dedo de la superficie. ¿Qué hay de una versión africana del Kemet faraónico (influenciada por Cheikh Anta Diop) como antídoto contra el lamentablemente blanco Éxodo: ¿Dioses y Reyes? de Ridley Scott? O, aventurándonos hacia el sur, una novela que reviva el Reino de Kush (y sus pirámides en Meroe), o al oeste, el poderoso imperio Kanem-Bornu (que nació en el año 700 a.C. y duró casi siete siglos), o mucho más al sur, historias de la época del Gran Zimbabwe. ¿Y qué hay de más películas sobre la guerra que casi destrozó a Nigeria? Half of a Yellow Sun (La mitad de un sol amarillo, en castellano) no es suficiente.

Imperios enteros están en silencio, enterrados bajo la arena y la tierra, sin equipo de rodaje a la vista. Héroes y heroínas, villanos y enemigos permanecen callados. En cierto nivel, esto es simplemente un déficit de imaginación y una oportunidad comercial perdida.

El apabullante éxito de Nollywood en todo el continente ha estado sencillamente impulsado por el reconocimiento: ver el yo (o versiones similares del yo) reflejado tiene un valor inherente, especialmente como un contrapeso a las representaciones y prejuicios abrumadoramente blancos que emanan de Hollywood.

El abrumante éxito de The Wedding Party en Nigeria, con una taquilla de 200 millones de naira (630.000 dólares) en tan sólo 16 días, abre nuevas posibilidades.

¿Sería más exitoso el cine africano popular si empezara a aprovechar algunas de las historias de su pasado, tan grandioso y matizado como el de Europa?

Una vez más, en un nivel mucho más profundo, aprovechar el vasto archivo del continente de historias no contadas no sólo gira entorno a los ingresos. Se trata de un reequilibrio psíquico colectivo, lejos de una semiótica estructuralmente blanca judeo-cristiana y un sentido de desplazamiento cultural subconsciente perpetuo, hacia un conjunto africano de arquetipos narrativos y sendas hacia el futuro.

Los dioses Yoruba sólo pueden rivalizar con los antiguos griegos por su sutileza, drama e intriga. Sin duda hay una salud intangible pero poderosa en este eje, creando un sentido de la longue durée, un continuo de energía y creatividad que valida las almas y los destinos de un billón de africanos.

A medida que América y Europa se centren en sí mismas, giren hacia el proteccionismo político y económico y la fragmentación y se reduzcan a la pura suma de sus partes en los próximos años, habrá inevitablemente consecuencias para África. El proteccionismo cultural seguirá probablemente en la estela, y el continente puede ser abandonado a su suerte en todos los frentes. El futuro post-petróleo es una señal de que los productos africanos serán menos significativos para la economía global. No se celebrará a África por emerger, o por la conmiseración de la caída, simplemente se la dejará a su propio destino.

Esta es una oportunidad gloriosa para comenzar una conversación interna que comienza con la presunción de que hay tantas historias como oro negro, en todos los cuadrantes del continente.

A pesar de las teorías prevalecientes, tal vez no son las mercancías, ni el talento, ni las instituciones, ni siquiera la innovación la que estimula el desarrollo. Más bien, cuando las personas, colectivamente, pueden reunir los mejores recursos del pasado para soñar un nuevo futuro que puede suceder gracias a la magia de la coherencia social colectiva. Un destino más empoderado comienza con recuperar y reinventar historias que fundan el yo colectivo en sus precursores y sí, con magnificencia.

Lo que me trae de vuelta a Sara Forbes Bonetta. Lamentablemente, la ahijada especial de la Reina nunca alcanzó la salud plena en la Dickensiana y húmeda Gran Bretaña. Murió de tuberculosis con apenas 37 años. Su cuerpo yace en una tumba sin marcar en un cementerio de Funchal, Madeira. Y aún se cuenta su historia.

Kemi Bamgbose

New African Magazine

[Traducción, Clara Esteban García]

[Fundación Sur]


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