Me ocurrió el sábado pasado. Una periodista de una cadena de radio francesa nos entrevistaba a un hombre de negocios de esta nacionalidad y a mí en Bangui. Nos preguntaba cómo habíamos vivido los últimos días de violencia en la capital centroafricana, en los que hubo 400 muertos y .cientos de heridos durante una espiral de violencia que sólo fue contenida gracias a la intervención rápida de los soldados franceses. Dio la casualidad de que los dos llevamos en el país el mismo tiempo: algo más de año y medio. A partir de aquí se acabaron las coincidencias entre ambos, sobre todo cuando la informadora nos lanzó a los dos la misma pregunta: “¿Cómo ven ustedes a los centroafricanos?”
Respondió primero el francés: “Aquí tienes que tener muchísimo cuidado porque no te puedes fiar de nadie. La gente es tan pobre que por unas pocas monedas son capaces de atacarte y en tus relaciones con ellos no sabes nunca cuándo te dicen la verdad”.
Si no fuera porque he oído semejantes juicios de valor sobre (o más bien en contra de) los africanos infinidad de veces por parte de europeos que viven en este continente, me habría quedado de piedra. Esperé pacientemente mi turno: “Mi experiencia es muy distinta. Los centroafricanos que yo conozco son, por lo general, muy buenas personas, directas y sinceras, además de amantes de la paz”. Como quiera que la periodista me pidió que me explayara más, así lo hice: “Yo trabajo ahora en un proyecto de formación de comités de paz y me sorprende la enorme capacidad que – a pesar de situaciones de violencia extrema- tiene la gente de perdonar y reconciliarse, y eso es algo que he visto antes durante los 20 años que trabajé en Uganda. Me parece sobre este punto los europeos tenemos muchísimo que aprender de los africanos”. Se acababa el tiempo de la entrevista y, a micrófono cerrado, intercambiamos nuestras últimas impresiones y, tras saludarla, me marché discretamente dejando a los dos terminar su charla.
Me dolió lo que dijo el hombre de negocios, aunque no puedo decir que me sorprendiera. Mi experiencia me dice que, salvo algunas excepciones, son innumerables los expatriados, sobre todo entre quienes se dedican a los negocios en África, que entran en este continente con el pie izquierdo, se llenan de desconfianza y sentimientos negativos hacia los africanos y alimentan esas percepciones con los contactos que tienen en su vida social consistente, por lo general, en otros europeos que llenan sus conversaciones de las mismas quejas. Personalmente, es un círculo social que he intentado siempre evitar. En los países africanos donde he vivido prefiero hacer amigos entre los propios ciudadanos del país, y los expatriados con los que me relaciono más suelen ser religiosos y cooperantes que, salvo alguna contadísima excepción, son personas muy cercanas a la población y que sabe apreciar lo bueno que tienen.
Naturalmente que durante las dos décadas y media que llevo por África he tenido desengaños, malas experiencias y me he encontrado con personas poco recomendables, pero eso es parte de la condición humana y pienso que me podría ocurrir lo mismo en cualquier otro rincón del mundo. Por lo demás, pienso en los últimos días difíciles que llevo en Bangui y doy gracias a Dios por los amigos centroafricanos que durante estos días me han animado y acompañado para levantarme la moral: mientras escribo estas líneas ha venido a verme mi amigo René, en cuya casa estuve hospedado dos meses a principios de este año. Vino a pie, de un barrio en el que durante los últimos días ha habido violencias serias. Ya tenía unos billetes preparados en la mano para dárselos, cuando me ha dado un manotazo y me ha entregado una bolsa con dos barras de pan, unos tomates y un paquete de espaguetis antes de decirme que tenía prisa porque iba a ver a su mujer y sus nietos que están refugiados en una de las parroquias de la capital. Pienso en su sobrina Nedege, que el domingo pasado vino empujando con una carretilla para traerme cinco bidones de agua. Y pienso, sobre todo, en Christophe, el guardián de la casa de huéspedes donde me hospedo, que desde hace casi una semana tiene a su familia refugiada en el aeropuerto y no puede salir para ir a verlos a causa de la inseguridad. Él ha sido mi fiable fuente de información, mi consejero, mi ayudante de cocina y el que me ha tranquilizado cada noche: “Tú vete a dormir tranquilo, que ya me quedo yo al lado del portal y estoy pendiente de si pasa algo”. Cada vez que he querido salir a comprar algo no me ha dejado. “Tú dame el dinero a mí y dime lo que quieres que te lo compro yo”. Nunca me ha pedido nada a cambio. Siempre le he invitado a comer y cenar conmigo porque desde que empezaron los problemas el pobre hombre se ha quedado solo en la casa sin nada, y me lo ha agradecido un montón. Es lo menos que podía hacer por él.
Me habría gustado haber hablado a la periodista de estas y otras muchas personas maravillosas que conozco en Bangui, pero no he tenido tiempo. Al final, siempre me acuerdo de aquella religiosa española, ya cercana a los 80 años, que llevaba toda su vida entre los guerreros Karimoyón, en el violento Noreste de Uganda. Un día le pregunté: “¿Cómo te tratan los Karimoyón?” Su respuesta no pudo ser más clara: “Pues como intento tratarles yo a ellos, muy bien”.
Original en : En Clave de África