DURANTE MUCHO TIEMPO ANDUVE SIN COCHE. Mi Nissan Pathfinder se quejaba de dolores de batería y catarro de frenos. Así que mientras el vehículo se recuperaba, caminaba. Caminaba mucho. Y cada vez que el desplazamiento lo exigía, llamaba a Basetu, el taxista más fiable de la ciudad y puede que de todo el país.
Era así.
Como sigue. Marcabas los siete números, sonaba una melodía musulmana, pegadiza y a continuación escuchabas la voz amable, buenaza y profesional de Basetu, “yes sir”. Le decías aquí cuanto antes por favor, y antes de que el antes fuera ahora ya lo tenías en frente de casa. Era tan rápido que incluso me estresaba. Uno salía casi sin acabar de peinarse, con los cordones a medio hacer y caminando muy deprisa, casi corriendo. Y al abrir la puerta del compound, lo veías tan serio en su puesto de conductor. Derecho, recto y con la primera marcha puesta. Preparado.
Me gustaba Basetu también porque hablaba poco. Las conversaciones nunca descendían hacia ese estadio cercano e imperativo que crea una confianza forzada, un buen rollo un tanto impostado. Me da un poco de pereza hablar con desconocidos, he de decir. Con los camareros. Con el fontanero. Con el político. Con el millonario. Con casi nadie con el que no tenga una mínima confianza. Y Basetu me dejaba tranquilo, respetaba mi inmersión en el océano de los pensamientos, en los laberintos de la noche africana, en el disfrute de la música congoleña de la que era tan aficionado. Basetu se limitaba básicamente a saludar y a despedirse. Eso era todo. Si le preguntabas algo, solía responderte de manera eficaz, actual. Si tenías alguna duda, él ya sabía la respuesta.
Al pensar en Basetu a veces, me decía a mi mismo que venía a ser un ‘ser humano regular’, una persona sólida, fiable, un hielo casi aburrido que desplegaba por encima de todo tranquilidad y eficiencia. Todo controlado. Aunque es cierto que lo había visto unas pocas veces salirse de esa serenidad mental. Fuera del Zen. Ocurría básicamente cuando alguien le adelantaba. Basetu llevaba mal esto, y solía fruncir el ceño antes de apretar el acelerador y rebasar al suicida competidor que se había osado a retarle. No me gustaba eso. No me gustaba cuando se ponía a correr simplemente porque otro indocumentado lo adelantaba. Me parecía ridículo. Como nos parecen ridículas siempre estas cosas cuando las hace otro.
Pero a pesar de estos mínimos deslices, Basetu seguía imparable. Entre la llamada comunidad de expatriados o personal de la Comunidad Internacional, se convirtió en el transporte de referencia, en las cuatro ruedas imprescindibles que te podían llevar a cualquier lado a cualquier hora. En efecto, lo llamases a la hora que lo llamases, la respuesta solía ser la misma, “yes Sir”. Entonces aparecía Basetu en medio de la noche, en medio de la madrugada con su coche bajo y plateado que transmitía una fragilidad fuerte. Como esos cuerpos delgados pero fibrosos y ágiles. Casi la misma radiografía de su dueño. Era así, aparecía rápido, al instante. Fluía.
Todo el mundo llamaba a Basetu, y un día, haciendo cálculos entre Dusko y yo, llegamos a la conclusión de que el taxista se estaba llevando al cambio unos tres mil euros al mes. Una muy buena pasta, muchísimo más en este país. A mi me alegraba que Basetu se embolsase ese dineral porque trabajaba a destajo y sencillamente se lo merecía. Food for hard working men. Resultaba evidente que al ritmo económico que seguía Basetu, pronto le daría para comprar una casa, darle una más que decente educación a sus hijos y todas esas cosas.
Pasan unos cuantos meses. Un día soleado. Mi Nissan Pathfinder ya se ha recuperado y Gonsu me pregunta en La playa plateada “¿Ya te ha pedido dinero Basetu?”. “¿Cómo?”, respondo muy sorprendido. “Basetu me ha pedido pasta las tres últimas veces que me ha llevado. Ya no lo voy a llamar más”. Dusko llega un poco más tarde, pide una cerveza y tras el tercer sorbo informa, “Basetu me acaba de pedir dinero. Es la segunda vez en esta semana”.
Llego a mi casa un tanto confuso. A pesar de que el Nissan Pathfinder arranca de nuevo, he viajado con Basetu un par de veces los últimos días y no me ha dicho nada. Los viajes han sido como siempre: rápidos, eficientes. Tal vez me respete demasiado, pienso. A los pocos minutos. El teléfono suena con esa melodía clásica que todos tenemos, “señor, necesito que me eche una pequeña mano, un dinero…” suelta Basetu con una voz muy débil al otro lado del teléfono.
A los pocos días salgo del país en misión de ayuda. Al volver, llamo a Phelpo, “el otro”, o lo que es lo mismo, el otro taxista que rivaliza sanamente con Basetu. Phelpo es más risueño, conduce casi acostado en su sillón delantero, una risa, es más hablador, de vez en cuando suelta unas carcajadas y muchas veces te acaba chocando la mano. Clac, clac. Es bueno también, pero un poco más vago. No está disponible siempre y no es tan rápido. No es lo mismo, man.
Al día siguiente lo intento con Basetu pero la comunicación se corta sin apenas transcurrir un tono. Raro. Lo vuelvo a intentar y pasa lo mismo. Acabo llamando a Phelpo de nuevo que me informa que Basetu está bien y que sigue por ahí llevando a gente… Miro el perfil de Phelpo cuando me habla de Basetu, su cachete derecho se oscurece un poco, se amortigua, se lentifica, y otros marrones silencios.
Los días siguientes sigo llamando a Basetu. Nadie contesta.
Sin embargo. Dusko y Gonsu me comentan que Basetu los ha llevado un par de veces últimamente. ¿Cómo? Lo vuelvo a intentar. El mismo intento, la misma incomunicación. De modo que me hago seguidor de Phelpo y por un tiempo sólo viajo con él. Pero resulta que un día Phelpo me dice que está muy lejos y que ha llamado a Basetu para que me vaya a recoger. “Vaya, Basetu vendrá”, pensé. Basetu me llama y al salir del compound compruebo que es él, efectivamente. Observo que su rostro, su barbilla presenta un aspecto más serio de lo normal. Pero no cabe duda de que es él.
Nos saludamos efusivamente, nos hablamos de esa manera inintencionadamente falsa y llena de calor verdadero. Le cuento que lo he intentado llamar. Lo llamo dentro del coche, da línea. A la segunda, no. Algo pasa entre el teléfono de Basetu y el mío. Poco a poco me voy fijando en el taxista. Ahora, fíjate, ahora luce una poderosa cadena de oro que debe pesar lo suyo y que le rodea el cuello majestuosamente. Una cadena que parece destinada a un Rey. El oro también le rodea la muñeca en forma de reloj enorme, casi una cigala. Basetu lleva la ventana abierta y fuma, fuma mucho, algo que no había visto hasta ahora. Cuando se ríe mira para mí y me descubre unos dientes marrones, con ese color, sabes, con ese color. Indudablemente Basetu está más delgado, mucho más delgado. Y sí. Basetu sigue picándose a la mínima en la carretera, pero esta vez, su áurea es más amenazadora, más incisiva. Poder.
Y cuando al cabo de unas horas me vuelve a recoger de nuevo bañado en una nube de humo, luciendo sus oros y una camisa rosa de lo más chillona, sé que algo está cambiando, sé que algo ha cambiado. Se que algo está pasando. Se lo comento a Dusko por teléfono, “Basetu está metido en”. Y Dusko, me dice que me llama después, que no puede hablar ahora. Y en la fiesta de la noche, el mismo Dusko me dice que acaba de traerle Basetu y muy bien. “Sólo que en vez de venir por la avenida Matum, hemos cortado por el callejón oscuro, que esta noche estaba más oscuro que siempre”. Más oscuro que siempre. Y en la fiesta ya baila todo el mundo al ritmo de la Macarena.
Original en Las Palmeras Mienten