ES LO QUE HAY. CADA MAÑANA NOS LEVANTAMOS CON LA RESPONSABILIDAD DE VIVIR. Aunque a veces pese como una loza y casi no queramos, hay que levantarse de la cama. Y hacer algo. Y así, respirando, respirando, nos encontramos de pronto con un día entero que busca que lo rellenes. Presión. Ya sabemos. El dicho afirma que cada persona es un mundo y se distribuye el tiempo de manera diferente, pero en Europa, en el mundo blanco hay una serie de rutinas que comparten la mayoría de la población ovejuna. Esto es, ir al cine, cenar en restaurantes, practicar deporte, pasear, viajar o desempeñar alguna disciplina artística cuando no se está enganchado al ordenador, póngase Facebook, Twitter o Pamela Anderson.
Cierto es que el trabajo y los hijos salva al noventa por cierto de los mortales al proporcionarles una utilidad, responsabilidad y una razón lógica para dejarse absorber. Pero aún así, sigue sobrando un tiempo. Ay.
Lo voy a decir ¿qué puede hacer un europeo o un blanco que está acostumbrado a llevar a cabo todas estas actividades cuando un día se despierta de golpe en uno de los países más pobres de África y de todo el mundo? Comienzan los descartes. Mentalícese, hay una serie de tareas que aquí no se pueden hacer. Sencillamente. Para empezar, ir al cine es imposible, porque no lo hay. No hay cine. Bueno, al parecer sobrevive un cuartucho un tanto clandestino en The Principal Street donde es posible que proyecten películas de artes marciales, chinos dando patadas o bien coches muy rápidos que persiguen a otros coches muy rápidos en medio de balaceras y chamas de escándalo. Sin embargo, es un cine de paredes desnudas, espatuladas, con un letrero que se cae, y una mujer sentada en la puerta que te mira despreciativamente diciéndote que este cine no necesita espectadores sino asientos vacíos. No sólo es un cine antipático y oculto, sino que ni siquiera se sabe a ciencia cierta que eso sea un cine y que proyecte películas.
¿Pasear? Pasear se puede pasear. Pero no es lo mismo. Atención, ahora. Para empezar, el calor. Nada más abrir la puerta, te disparan los rayos de un sol implacable al que no le hace gracia que camines tan tranquilamente por las calles desafiando su hegemonía. Una vez estás todo sudado, grasiento, recibes la bofetada de la inconfortable sensación diferencial. Consiste básicamente en sentirte distinto a todo aquel que circula por las calles. No me refiero solamente a la evidente diferencia de color con respecto a la mayoría, sino también al contraste aspectual, la asimétrica vestimenta que te provoca desde un agudo ataque de sensación de culpabilidad hasta una incomodidad desagradable y fastidiosa. Todos te miran. Casi todos te dicen algo: te saludan, te preguntan cómo te llamas, cuanto tiempo llevas aquí y a continuación suelen pedirte dinero. Es difícil caminar tranquilo, prácticamente imposible.
Cenar en restaurantes si se puede cenar, ya tu ves. Sólo que uno tiene que elegir entre unos seis o siete restaurantes máximo. La variedad gastronómica europea, las mareantes cartas de cualquier restaurante francés, español o italiano, aquí se reducen a cinco o seis opciones. Un gusto por otro lado. Aunque por mucho que uno busque la variedad alimenticia, al final siempre acabas comiendo arroz o yuca. No falla. Son habituales también las cenas en domicilios privados, al son de unas buenas cervezas y unas cuantas aceitunas. Limitada también es la oferta nocturna. Pongamos cinco garitos a los que acude todo el mundo cada fin de semana a divertirse y a perder unos cuantos papeles. Que hace falta.
Consultar el ordenador o frivolizar en Facebook si se podrá hacer. Solamente hace falta aceptar una velocidad de conexión inferior a la de una tortuga coja, así como deberá asumir que para colgar una foto uno puede estar una hora esperando, o para bajarse la última canción de moda, tal vez le lleve toda la mañana. Puedes empezar a bajar una canción y mientras tanto ir al supermercado, ver a los amigos, almorzar, ducharte y encontrarte con suerte con la susodicha canción descargada unas cuantas horas después. Y luego están las regulares caídas del sistema que lo dejan a uno sin conexión a menudo. Un día, tres días, dos semanas. Por lo demás, todo bien.
Podrá usted hacer deporte si lo desea. Correr se puede. Pero correr de nuevo se convierte en una actividad no sólo aburridísima (pero este es otro tema y además es mi opinión) sino que de nuevo, uno o una deberá habituarse a miles de ojos que lo observan con un tono un tanto circunspecto y extrañado, cuando no de asombro. Para practicar otros deportes, uno tiene que moverse. Puedes ir a jugar al fútbol y encontrar canchas de baloncesto e integrarte de una manera más o menos proletaria, colectiva, horizontal. Vale. También hay gente que tiene bici y sube montañas. No obstante, para hacer otros deportes como la natación (otro aburrimiento) el tenis, el squash o el golf, hará falta introducir el careto en recintos privados y jugar elitistamente. Blanco contra blanco. Mayormente.
¿Arte? La oferta cultural organizada es nula, inexistente. Y añado el adjetivo organizado porque como he dicho en otras ocasiones, no sólo no está claro lo que significa cultura, sino que además uno por la calle escucha música, ve bailes, aprecia algunos cuadros, máscaras y otros detalles sin duda culturales. Además, este país invita a tocar la guitarra o componer una canción. Por otro lado, Huxley decía que el tiempo ideal para escribir era un tiempo inhóspito, antipático, ese tiempo que invitaba sobre todo a quedarse en casa. Y en casa también se pueden hacer cosas. Como escribir. Gracias al enclaustramiento surgieron por ejemplo tantos magníficos ajedrecistas en Rusia. Bajo el duro invierno. Lo mismo ocurre con la literatura: este país me parece idóneo para escribir. No es que haya un tiempo malo ni mucho menos (hace mucho calor sí, pero siempre hay una luz que espanta la melancolía) pero hay “tranquilidad”, “paz” y lo que es más importante, minutos.
Los mismos minutos que utilizan los africanos para vivir. Pero ¿Qué hacen los africanos?
Original en Las Palmeras Mienten