EN MEDIO DE LA ESCACEZ Y UNA ENERGÍA INMORTAL, nos bajamos de los Toyotas Four Runner y nos plantamos frente a un colegio casi derruido, que acogía varios centros dispersos. En estas mesas parecía que ya había pasado todo el barrio porque las habitaciones estaban prácticamente vacías, tan solo ocupadas por los voluntarios de peto naranja. Una de estas voluntarias me enseñó el libro de registro y comprobé como casi todas las caras venían acompañadas de una cruz a bolígrafo, indicación de que ya se habían posicionado. Era increíble, daba la impresión de que por lo menos el noventa y cinco por ciento del barrio había hecho ya acto de presencia.
Salimos afuera y Enma se metió rápidamente en uno de los Toyota. Esta diligencia contrastó con la parsimonia de los tripulantes del coche restante, sobre todo con la actitud relajada del embajador y el Chargé d’affaires que se habían entregado a una divertida y cómplice cháchara, donde sólo se echaba de menos una barra y unos pinchitos de merluza. Por su parte, uno de los chóferes hablaba con Vensa, pero ésta se dio la vuelta de repente y empezó a hurgar en el portabultos desesperadamente. Que yo recuerde, Vensa no había comido en todo el día, simplemente unos cacahuetes por la mañana y poco más. No cabe duda de que esa hambre la estaba martirizando porque su reacción fue sorprendente. La muchacha tenía en la mano derecha un paquete plastificado con queso en su interior, pero resultó que no encontraba el pan y por más que buscaba no había forma, hasta que la pesquisa infructuosa la hizo desesperar y gritar en medio del zinc y la energía inmortal, “¿dónde está el pan? ¡¡tengo hambre!!”, y esto último lo dijo casi llorando, con esa cara que ponemos los humanos justo antes de que nos salgan las lágrimas.
Vensa por fin encontró el pan y se giró con un reverso de baloncesto, pegando su espalda a uno de los espejos delanteros del coche y entonces comenzó a devorar el bocadillo con una fruición frenética, los trocitos de queso se le derramaban por los labios, y su boca se abría y cerraba como una mandíbula exasperada a la que dan de comer después de un durísimo ayuno. La comida en este barrio además, brillaba, resultaba irremediablemente burguesa y casi provocadora. Pero Vensa no podía más, y devoraba, devoraba, mirando también de reojillo, para asegurarse a lo mejor de que no era el centro de atención. Fue el centro curiosamente para todos excepto para el embajador y su segundo que no se dieron absolutamente cuenta del bocado imprevisto. Un milagro.
Se nos iba haciendo un poco tarde, y tuvo que salir Enma a decirles sutil y eficientemente a los dos diplomáticos que nos teníamos que ir y acto seguido los motores de los coches se accionaron y nos pusimos en marcha. Proseguimos sobre el barrio y el siguiente centro lo localizamos de casualidad. Se trataba más bien de un ruinoso edificio azul muy oscuro y vigilado en la puerta de la entrada por un responsable del Gobierno que lucía un uniforme negro, casi policial y que intentaba controlar a las masas con una expresión sobria y unos movimientos serenos de manos. El edificio albergaba un largo pasillo salpicado por cuartos atestados de hombres y mujeres. Aquí todavía faltaba mucha gente por participar, a pesar de que se trataba de un centro bastante cercano al anterior.
Participar aquí era más que nada un ejercicio estrecho, oscuro y sucio. Con todo, fuimos metiendo nuestros cuerpos inmaculados como podíamos dentro de las diferentes habitaciones, y cuando nos aseguramos de que el proceso transcurría con normalidad nos marchamos y volvimos a salir a la calle donde nos recibió. El zinc y la energía inmortal. Habíamos visitado dos centros en este barrio y no nos daba tiempo de ir al de Quorse. “Nuno, nosotros vamos a ir ahora a las mesas pegadas a la embajada, si quieres te podemos dejar en casa”. “Gracias, pero mi casa puede esperar”, dije fílmicamente. “Excelente, te vienes con nosotros”, dijo el embajador.
Volvimos a la base, a la embajada de Luxemburgo. Ahí estaba de nuevo Dolores, con sus gafas colegiales, sus movimientos ágiles, la clase del retrato del duque Enrique I, la gente paseando por aquí tranquilamente. Comí unas cuántas galletas mezcladas asimétricamente con un poco de salami y luego nos dirigimos al centro de la esquina. Ahora empezaba lo bueno.
Original en Las Palmeras Mienten