CON PERMISO DE JOSEPH CONRAD Y DE MI AMIGO RYSZARD KAPUSCINSKI, el almuerzo fue tan relajado como venía siendo el día. Vensa aún no se había repuesto y seguía acostada dentro del coche proyectando un triángulo con su cuerpo paralizado y sumido en un sueño profundo o una horrible pesadilla.
No salimos del verde de Muevi, y paramos los vehículos cerca del puesto ‘fronterizo’, es decir esa cuerdita que delimita las villas y los distritos en este país, custodiadas por un policía o gente de la localidad según el caso. Aquí encontramos un rincón al lado de una especie de colegio abandonado donde una mujer reposaba acostada sobre un muro. Frente a nosotros, un mango con varios vecinos debajo debatiendo en cabildo y mirándonos curiosos, a través del campo visual que dejaban libre unas pocas mujeres y niñas del mercado que deambulaban con sus cubos y palanganas sobre sus cabezas.
La mujer acostada se incorporó y le sacó al embajador una silla de mimbre que éste recibió entre risas de satisfacción. El resto se sentó en un banco o se quedó de pie. Los luxemburgueses se habían traído varios neveras de esas que se llevan a la playa, cargadas de comida. Con una limpieza exquisita Enma le preparó un perfecto plato al embajador que contenía queso, salami y otros apetitosos víveres. Me alegré cuando se les ofreció el almuerzo a los chóferes, ahorrándonos el apuro de verlos desconsolarse. Todo eran tan coordinado…
El embajador se puso de pie y nos volvimos a poner en marcha. Al ritmo de las tortugas, llegamos a los arbustos que delimitaban Enea donde se respiraba más tensión que en los anteriores centros. En una de las esquinas, al lado de unas plataneras, un grupo discutía ardientemente por algo que no sabía qué era. Alguien acusaba a alguien de esto y lo otro. Me alejé de allí sin llegar a entrar en detalles dialécticos. A veces me descubría a mi mismo dando algunos paseos un tanto místicos, mirando el paisaje, el cielo, paseando con una lentitud analítica que me elevaba en África una vez más. Cada poco me cruzaba con los compañeros luxemburgueses, con los que intercambiaba una cómplice mueca.
Tras visitar los cuartos donde se ejercía la intención, decidimos irnos, pero nuestra despedida se vio interrumpida por los gritos de un tipo de gorra de béisbol que sin duda llevaba unas copas de más, seguramente vino de palma. El tío iba en líneas generales de buen rollo, pero se le escapaba una chispa un tanto agresivilla. Me decía algo así como que qué iba a ser yo y no sé que más. Conseguí tranquilizarlo un poco, hablándole muy despacio y ayudado también por un policía que se lo tomaba con sorna.
Tras aclararse la garganta, el embajador exclamó, “seguimos”, y todos nos subimos en los coches para dirigirnos a St. Stephen town, todavía en Muevi y presentándonos un paraje salpicado de mangos, papayas y plataneras. Nuestra llegada coincidió con la de varios autobuses financiados por los japoneses. Los autobuses estaban polvorientos y llenos de gente que se sumaban al ambientazo general que se vivía en Stephen town. A ambos lados de un camino de tierra se desglosaban las mesas. La de la izquierda soportaba una fila considerable, y la de la derecha, con una muy agradable pinta de caseta de verano, permanecía prácticamente vacía.
Vensa ya se había recuperado y se paseaba de un sitio a otro con una energía insólita si lo comparabas con el estado que la muchacha presentaba hacía tan solo unos minutos. Fue ella la que me dijo que junto a una de las cortinas, una mujer de peto naranja (el uniforme de los voluntarios) se dedicaba a ver la intención de todos los que la ejercían en esa esquina. Nos dirigimos los dos hacia allí, y miramos a la mujer que nos devolvió un perfil, una oreja y un costado de labio fruncido.
En efecto, aquí el desorden era más protagonista, el conato de caos asomaba, pero a pesar de todo, no parecía estar afectando a la intención. Al lado del centro atestado que delimitaba con un huertito rodeado por palos de bambú, un hombre se puso a hablar conmigo. Me dijo que se llamaba Musa y se ajustó la gorra con una sonrisa. Asentí con mi cabeza y le pregunté si era musulmán, a lo que me contestó entre risas que no, que él era cristiano. Como algo no me encajaba del todo, le pregunté si había sido antes musulmán, aspecto que me confirmó, y luego le pregunté que por qué se había cambiado de religión. De nuevo riendo, dudando un poco, me dijo, “I tell you”… se tomó unos segundos y a continuación me aseguró que desde que era pequeño se dio cuenta de que los cristianos eran los que tenían el poder, y que éstos también dominaban a los musulmanes y además tenían los mejores trabajos. “¿O sea que te cambiaste por una cuestión de trabajo y poder?” Y él se carcajeó bajando la cabeza y me dijo, “bueno, eh… sí”.
Estuvimos un rato más en este agradable paraje bucólico, ideal para organizar una barbacoa, una merienda o seguir por la parte de Swann, y finalmente dejamos el condado de Muevi para dirigimos hacia el de Ferui. Durante el camino, el verde se iba metamorfoseando en zinc y chabola, nos introducimos por unas calles y unas barrios que no había visto jamás, bordeando el mar, ciénagas, ríos, más pobreza. Nos íbamos adentrando en una zona que no debía estar lejos de El rincón, y de Arbest Island a través de un camino de tierra y barro muy difícil de transitar y flanqueados por tumultos de gente que alternaban el saludo con miradas observadoras y rostros indiferentes. Muchas camisas del Barça y del Chelsea. Todo era pobreza.
Original en Las Palmeras Mienten