¿ Porqué las ratas y los hombres se entienden tan bien? , traducido por María Puncel

16/06/2010 | Cuentos y relatos africanos

¡Pobre Kiluwe! No había tenido suerte en su matrimonio. Siempre solo en la casa. Su mujer, que no era mala, era tan independien-te que, en vez de cuidar de la casa y del bienestar de su marido, estaba siempre fuera para charlar con el primer desocupado que encontraba.

Afortunadamente, cuando Kiluwe se aburría en casa, podía irse de caza: recorría el país y corría aventuras.

Sin esto, su vida hubiera sido bien triste.

Un día, durante una de sus caminatas, se encontró con una rata, una pobre rata tan debilucha y enclencle, que Kiluwe se conmovió, y se apiadó de ella. Volvió su bolsa del revés y sacudió las mi-gajas que quedaban en el fondo, las recogió y se las ofreció en la palma de la mano a aquel pobre engendro. Al día siguiente, co-mo se sentía solo, volvió al lugar en que estaba la rata y, esta vez, le ofreció un pedacito de carne.

– Tienes un buen corazón -le dijo la rata- y me gustaría mucho ser tu amiga.

-Pero ¡si ya lo eres, ratita!

-Querría demostrarte que no soy una desagradecida. ¿Te gustaría que yo te enseñase a excavar túneles para atrapar presas?

Y así fue como la rata, en agradecimiento, enseñó a Kiluwe a excavar trampas. Desde ese momento, en vez de perseguir a los animales a flechazos, el hombre se convirtió en un hábil prepara-dor de trampas para atraparlos. Las excavaba en forma de embudo, luego con ramas y hojas disimulaba el agujero de forma que hasta los animales más listos caían en ellas.

¡Es increíble todo lo que consiguió así!

Un día en que el león caminaba por la selva, concentrado sólo en el hambre que tenía, cayó en una de aquellas trampas.

Os podéis imaginar su cólera y su rabia. ¡Él, el rey de la selva, atrapado en una trampa para antílopes!

Arañó con sus garras las paredes del foso, rugió, se azotó in-quieto los flancos con la cola, se desmelenó tanto y con tanta furia que acabó por estar cada vez más hundido. Durante toda la noche se revolvió y jadeó, y sus rugidos mantuvieron despierta a toda la selva.

Por la mañana, a la hora habitual, Kiluwe llegó para examinar su trampa. Viendo que el león estaba en el fondo, se dispuso a matarlo.
-Sé generoso y perdóname la vida. El enorme trabajo que has rea-lizado para preparar esta trampa demuestra el hambre que tienes.
Seamos amigos, tú no perderás nada. Sabes que yo soy un gran cazador. ¡Ya no tendrás que hacerte más ampollas en las manos excavando trabajosamente estas traidoras trampas para obtener carne!

Kiluwe no le respondió.

-¿Quieres un búfalo? Lo tendrás. ¿Deseas un ciervo? Será un ciervo lo que yo te ofreceré, y para variar la siguiente vez te traeré un antílope, una cebra…¡lo que quieras! Pero, claro, antes tendrás que sacarme de aquí.

-No me atrevo -dijo el cazador-. Temo que una vez fuera del foso, me mates y me comas.

-¿Cómo puedes pensar eso de mí? ¡Yo no soy de esos que comen carne humana…!

Por medio de un entretejido de cañas y palos atados con lianas,
Kiluwe, consiguió fácilmente liberar al león.

Pero, en cuanto el animal estuvo fuera y hubo desentumecido sus extremidades y sacudido el polvo que cubría su espléndida melena, estalló en una furiosa cólera.

-¡Mira! ¡Atrévete a contemplar las heridas que le has hecho al rey de la selva! ¡No sólo has osado cazar en su territorio, sino que hasta has tratado de matarle! ¡Yo te voy a enseñar cómo se castiga a los asesinos de un rey!

El pobre Kiluwe temblaba de pies a cabeza. Poco faltó para que llegase a mostrar su debilidad de maneras más patentes.

-¡Piedad, no me hagas daño, Rey León! Yo te aseguro que mi trampa no estaba prepara para ti, sino para gente más vulgar. En ningún momento me pasó por la cabeza que un rey pudiera caer en ella.

¡Qué torpe era aquel pobre Kiluwe! Nada podía ser más humillante
para el león que haber caído en un trampa preparada para gente vulgar.

En ese momento, la rata, que había escuchado todo lo dicho desde
el fondo de su madriguera, asomó su tembloroso hocico:

-¿Qué pasa? -preguntó al león.

-¡Pasa que me voy a dar un banquete comiéndome a este hombre!.

-Eso estará muy bien y le harás un gran honor, Bwana León. Mátale como corresponde y yo te diré -añadió la rata acercándose- la mejor manera de guisarlo para que esté tierno y apetitoso.

Kiluwe se preguntó si había oído bien. ¿Cómo, era posible? ¿La rata, su mejor, su única amiga, animaba al león a que se lo comiera y se ofrecía a guisarlo ella misma?

Por su parte, el león, feliz al comprobar que una parte de su pueblo le aprobaba, se enderezó sobre sus pates traseras y barrió el suelo de la selva con el penacho de su cola. Cuando la rata vió al león donde ella quería llevarlo, se encaró con el hombre:

-¿Y tú, cómo te has atrevido a encerrar al león?

-Soy yo el que le ha salvado.

-Bueno, ha sido el que me a ayudado a salir del foso…

-Con todo respeto os diré que no puedo imaginar que hubierais caído en una trampa. ¡Este hombre es un jactancioso y miente!

-No, te digo que no miente.

El león se aproximó al borde del foso para narrar las peripecias de su salvamento y, en el momento propicio, la rata se lanzó sobre él y le mordió con tanta fiereza, que el Rey de la Selva, instivamente retrocedió de un salto y cayó en el foso.

-Y, ahora -dijo la rata a su amigo Kiluwe, mata sin piedad a este traidor que no cumple su palabra.

El león trataba de salir dando saltos desesperados. Kiluwe le había lanzado una flecha con la punta envenenada.

El león gemía y suplicaba.

¡Él, tan arrogante minutos antes!

-Ha muerto -dijo la rata, inclinándose sobre el foso, ahora silencioso.

Conocéis a Kiluwe tan bien como yo. No tengo que explicaros el
agradecimiento que sentía por la que acababa de salvarle la vida.
La tomó entre sus manos, se la apoyó en la mejilla y la acarició suavemente sonriendo y mirándola con ojos llenos de cariño.

-Escucha, vente a vivir a mi casa. ¡Estoy tan solo! Mi choza será tu choza, mi alimento será el tuyo y compartiremos nuestro destino.

-¿Que estás solo? -se asombró la rata-. Tienes a tu mujer en tu casa.

-Siempre está fuera.

-¿No te arrepentirás de lo que vas a hacer?

-Jamás, te lo prometo.

-Pues entonces, vamos.

Pero, en cuanto los hijos de Kiluwe vieron a la rata, agarraron sus bastones. Sin la intervención de Kiluwe, la recién llegada lo hubiera pasado mal.

-¡Os prohibo que le hagáis daño! -les gritó su padre-. Me ha salvado la vida y gracias a ella estoy aquí y no os falta comida. Deberéis respetarla y dejar que ella y su familia se muevan a su gusto por todo el poblado.

Y desde ese día hasta ahora -no sabemos que ocurrirá en el futuro- las ratas viven en las techumbres de paja de las chozas. Este es el lugar que más les gusta, porque la paja las mantiene calientes y las perfuma. Comen de todo lo que comen los hombres y se sienten en buena compañía cerca del hombre.

Y a nadie se le ocurrirá nunca hacerles daño.

Tomado del libro «Sur des lèvres congolaises» de Olivier de Bouveignes , pág 122)

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