Por un cesto de ciruelas, traducido por María Puncel

19/10/2011 | Cuentos y relatos africanos

Mbaba había descubierto el árbol desde su primera floración. Se lo había tropezado un día que paseaba al azar por el bosque, lejos de los senderos más frecuentados. Era un magnífico ciruelo silvestre lleno de excelentes ciruelas tersas y brillantes llenas de un zumo ácido y meloso.

Se prometió volver, sin decírselo a nadie…cuando las ciruelas estuvieran maduras. Le hubiera gustado poder cogerlas de las ramas, pero él estaba muy torpe y el ciruelo era tan alto y las ramas tan extendidas que, sin la ayuda de alguien más experto que él, Mbaba iba a tener que contentarse con las ciruelas que cayeran al suelo.

Sin embargo, conocía a una «amiga» lo bastante honrada como para no ir a hurtadillas a robar «sus» ciruelas: la viuda Tortuga. Cómo la había conocido sería una larga historia. Ahora había vuelto a reencontrarla durante un entierro en la vecindad, y había oportunamente descubierto que él y Dama Tortuga eran primos, a la manera de los «Bambabas».

Se volvieron a ver; porque creedme, os equivocaríais si pensaseis que entre los animales del bosque no existen relaciones de cortesía, incluso las había, en otros tiempos, entre los animales y los Mbaba. Diré más: los mismos vicios y las mismas pasiones de los hombres son causa de muy enojosos incidentes entre los animales.

-Yaya -llamó el otro día en el umbral de la Tortuga nuestro amigo de las ciruelas-, Yaya, ¿quieres aprovecharte conmigo de un golpe de suerte?

Se me había olvidado deciros que Yaya, era la hija de la Tortuga, una preciosa Tortuguita, en verdad, con unos ojitos chispeantes de vitalidad, surgiendo a la sombra del caparazón.

Yaya no se hizo de rogar; era una buena chica, sencilla y amable y enseguida respondió que sí.

-Oye, chiquilla -le dijo el Mbaba-, he encontrado en el bosque unas estupendas ciruelas, ¿conoces tú la manera de encaramarse a las ramas?

-Agarra tu cesto y vamos -dijo ella y le tendió la patita a Mbaba.

Emprendieron, pues, del bracete la famosa expedición hacia el ciruelo silvestre.

-¿Cómo vamos a subirnos a las ramas? -preguntó Mbaba cuando llegaron al pie del árbol.

Era, en verdad, un enorme ciruelo, con el tronco cubierto de musgo, a la manera que está cubierto de barba el rostro de un abuelo.

-Es muy fácil -respondió la Tortuguita; y sin pérdida de tiempo se sacó las tripas del cuerpo, hizo una lazada en el extremo y las lanzó hábilmente hasta engancharlas en el nudo sobresaliente de una gruesa rama que había hacia la mitad del árbol.

-¿Y… será suficientemente fuerte?

-Puedes subir – le aseguró a Mbaba.

Mbaba subió y la tortuga ascendió tras él.

Lo que hicieron allá arriba lo dejo a vuestra imaginación. Por cada ciruela que caía en el cesto, dos iban a su boca.

Es cierto que una bandada de pájaros frustrados por este saqueo inesperado protestaron con todas sus fuerzas, contra los dos merodeadores, pero «¿quién se va a preocupar ante semejantes tontuelos?», decía riéndose el Mbaba, con la boca llena de ciruelas.

Y seguía saqueando descaradamente la jugosa riqueza del ciruelo. Ante la insolencia de Mbaba, los pájaros se retiraron.

Cuando se hartaron de ciruelas, y tuvieron repletos de frutos los cestos, la Tortuga y Mbaba, pensaron en descender.

Yaya volvió a sacarse las tripas de debajo de la concha y desenrolló la longitud que hacía falta para llegar hasta el suelo.

Mbaba bajó primero, luego la Tortugita tiró de la tripa, ató los cestos y los hizo bajar. Le gritó a Mbaba:

-Desata los cestos, y sujeta bien fuerte el extremo de mi tripa, no lo sueltes hasta que yo no haya bajado del todo.

Se jugaba la vida: de caer desde aquella altura se le hubiese partido el caparazón en mil pedazos.

Fue de verdad maravilloso ver a la pequeña tortuga desenrollar, como una cinta métrica, otros tantos metros de sus tripas.

-De verdad -le dijo Mbaba-, que yo nunca hubiera creído que poseías tanta destreza y precisión.

-Ya puedes soltar – dijo ella echando pie a tierra. Las tripas colgaban ahora del nudo formando una U invertida. Yaya tomó los dos extremos en sus manos y, dando unos tironcitos con su mano izquierda, cuando se producía un enganchón, hizo subir hasta la rama la parte izquierda de su preciosa escala y con un golpecito seco hizo caer la otra mitad en su cesto. Luego, le fue suficiente poner un poco de orden en su vientre bajo el caparazón.

-Creo -dijo Mbaba cuando volvían-, que todavía nos hemos dejado bastantes-. Y lanzó una mirada glotona hacia las ciruelas que aún quedaban en el árbol.

-Si quieres -le dijo Yaya-, podemos volver mañana…

Claro que Mbaba quería. Así que decidieron que volverían al día siguiente por la mañana temprano.

Pero ocurrió que, por la tarde, al ir a la fuente a llenar sus cubos de agua, la Tortuguita pasó cerca de la cabaña de Mbaba.

¿Y sabéis lo que oyó? ¡Sin hacerlo a propósito, porque no era una fisgona! Oyó que Mbaba le decía a su mujer que le diera agua y jabón para lavarse las manos.

-Esas tripas de Tortuga -decía el muy desvergonzado-, huelen que apestan y se me ha pegado su olor.

La Yaya, al oírlo, enrojeció, casi se mareó, después… apresuró el paso todo lo que pudo, no quería que se pudiese sospechar que ella había escuchado tales cosas. Se dio prisa, claro que ya sabéis que, incluso cuando una tortuga se apresura, ¡es de una lentitud…! Por eso, no pudo evitar oír que la mujer de Mbaba le decía:

– No deberías tratarte con esa gente.

– Sí, eso es muy fácil de decir -replicaba Mbaba-, pero cuando te hace falta una escala, no hay más remedio que contar con la Tortuga. ¿Crees que me ha gustado tener que compartir mis ciruelas con ella?

– Cuando te bajes de la escala -continuó aquella arpía-,suelta la tripa antes de que la Tortuga llegue al suelo… así todas las ciruelas serán para nosotros.

En lugar de rechazar semejante criminal propuesta, el Mbaba se rió malévolamente.

De la impresión, la pobre Tortuguita, tropezó, dio un paso en falso y a punto estuvo de caer cuán larga era; pero una tortuga no se cae: tiene el caparazón muy cerca del suelo y ésta Tortuguita se contentó con desear estar a cien leguas de allí.

En la fuente se lavó la cara y se limpió la nariz; porque gruesos lagrimones le escurrían por las mejillas, como si hubiera tropezado contra una planta de ortigas. Por fin, consiguió reaccionar valientemente, recogió sus cubos llenos de agua y tomó el camino del poblado, indignada y dolida por el comportamiento de Mbaba.

Tuvo, sin embargo, que saludar a la pareja, en su camino de vuelta porque estaban sentados a la puerta de su casa tomando el fresco.

-¡Hasta mañana! -le dijo Mbaba.

Tan pronto como llegó a casa, Yaya rompió en sollozos desconsolados desahogando su disgusto, Madre Tortuga apenas consiguió sonsacarle algunas palabras entrecortadas.

-Mira, hija -le dijo cuando, al fin, pudo escucharle la causa de su congoja-, consuélate de esta pequeña decepción. No se acaba de conocer el mundo hasta que no se ha adquirido experiencia en el trato de gentes y no me parece mal que aprendas a costa de pagar caro la poca confianza que debe merecernos el desinterés del prójimo.

-Esto no me importaría nada, madre, si no hubiera aprendido, al mismo tiempo, la ingratitud y la maldad de Mbaba que no ha dudado en decidir darme muerte mañana, a cambio de algunas ciruelas.

-¿Entonces, mañana?

-No iré.

-Sí, sí irás, hija mía. Te he enseñado siempre que hay que perdonar. Como una buena Tortuga, te he dicho: tiende tu mano para hacer el bien, sé buena con todos, sin embargo…

-Sí, pero Mbaba se ha pasado de la raya.

-Sé buena de forma que impidas a los malvados la posibilidad de hacer el mal. Tratarles con demasiada indulgencia, puede ser injusto con los buenos y exponerlos a sus ataques criminales.

Por la mañana temprano, Mbaba ya estaba allí. Apenas había saludado a la Tortuga y ya le estaba pidiendo.

-¿No te habrás olvidado de tus tripas, verdad?

-No me apetecía traerlas: huelen muy mal, ¿no te parece?

-¿Qué dices, chiquilla? ¿Que huelen mal? ¡Todo lo contrario! No hay nada más agradable para ir a recoger ciruelas que el aroma de tus delicadas tripitas.

Claro que ahora ya sabía la Tortuga qué pensar de la sinceridad de los Mbabas. Y lanzó de reojo una mirada risueña a su madre, escondida bajo su caparazón.

Y partieron los dos, Mbaba encantado y disfrutando de antemano de la jugada que preparaba para apoderarse, él solo, de todas las ciruelas del ciruelo.

La Tortuga, había recuperado su humor habitual: cuanto más falso se mostraba el presuntuoso Mbaba, más saboreaba ella por anticipado la venganza que ella se pensaba tomar del muy perverso.

Y le seguía el juego: alababa su talento por haber sido capaz de descubrir las ciruelas y de trepar al árbol.

Por fin, llegaron al ciruelo.

-Sube -dijo la Tortuga después de haber lanzado al árbol el lazo de sus tripas. Luego, ella trepó a su vez y llenó, tan rápidamente como pudo sus cestos, esta vez había traído dos; y sin decir nada, los hizo descender sujetos al extremo de la escala.

Había calculado que ella pesaba bastante menos que los dos cestos llenos, así que le harían muy bien de contrapeso.

Sigilosamente, desenganchó el extremo sujeto al árbol y bajó los cestos hasta el suelo, luego la tripa se estiró por el otro lado y ella descendió. Luego, recogió los dos trozos de tripa y guardó la escala en su lugar.

Mbaba, estaba tan embebido en su tarea de recoger ciruelas, que no se dio cuenta de nada.

Hasta que no tuvo sus cestos llenos no se acordó de la Tortuga, a la que descubrió de repente al pie del árbol.

-¡Eh, oye, amiga Tortuga…te has equivocado, yo tengo que bajar primero!

-Sí, eso fue ayer, pero hoy lo vamos a hacer de otra manera. No quiero que me dejes caer desde lo alto del árbol.

-No sé lo que quieres decir.

-Sí que lo sabías ayer muy bien cuando hablabas con tu mujer.

-Era una broma.

-No tengo intención de comprobar si era broma o no.

-Yaya, mi querida Tortuguita…-pero ya la Tortuguita no escuchaba al malvado charlatán. Había recogido sus cestos y se preparaba para marcharse.

Recordó, sin embargo las palabras de su madre y añadió:

-Es bueno perdonar al malo, pero sería enemiga de mi misma si dudase en dejar inofensivo al que no ha dudado en querer quitarme la vida… por un cesto de ciruelas.

Y dejó al Mbaba en lo alto de la rama.

Quizá está allí todavía. Nadie ha sabido nada de él ni de sus ciruelas.

Tomado del libro «Ce que content les noirs», pág.129) Texto original: Olivier de Bouveignes

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