MONIQUE, LA MUJER QUE ODIABA GUINEA CONAKRY, se había permitido una tregua al revelarme, “si vas a Conakry, vete a las islas: un auténtico oasis”. Samory sonrió dentro del Peugeot vino tinto y puso el motor en marcha antes de decir pausadamente, “Nuno Cobre se dirige al archipiélago de Loos. Nuno Cobre visitará la isla de Room. Nuno Cobre está en Conakry”. Gustaba Samory de pronunciar dichas sentencias en tono histórico, casi novelesco, sintiendo uno que caminaba por una página de Miguel de Cervantes, o de Stevenson cuya inspiración por cierto, según muchos guineanos para escribir La isla del tesoro venía precisamente de esta isla de Room a la que ahora me dirigía. El mismo Samory me confesó que él nunca había puesto una uña en las islas, que antiguamente llegaron a ser un punto clave en la trata de esclavos. “El mar da miedo, los barcos se mueven, algunos se hunden”, me dijo justo en frente del Port de Boulbinet.
Vamos a la pelea. Llevaba unos días endureciéndome a base de ser generosamente timado cada vez que entraba en juego la cuestión pecuniaria. Así que con tres lecciones bien aprendidas, logré conseguir un precio ‘decente’ para viajar a la isla de Room al bordo de una patera maquillada de turquesa.
Mientras navegaba rumbo a la ínsula, giraba el cuello para atrás de vez en cuando, comprobando como Conakry se hacía más pequeña, el Palais des Nations con su aspecto de estadio de fútbol, el grisáceo Novotel, el puerto… Al otro lado las islas, verdes, montañosas, arenosas, amables. Y un poco más adelante emergía Room, la isla de Room, con un primer frente de playa compuesto de coquetas casitas que sentían en sus espaldas el aliento de la clorofila y la colina. El litoral resistía como un milagro despejado, ajeno aún al agresivo ladrillo, a la grúa rapaz.
Un país tropical. Todo eso. No podía evitar pensar en tropical mientras me acercaba a la orilla sobre un mar celeste que se fundía con las palmeras, los cocoteros y otros sentimientos. La isla de Room era una foto que se movía. Una película frente a mis ojos. Y más palmeras. Muchas palmeras en la isla de Room. Y de nuevo los cocoteros. Un país tropical.
Nada más varar la patera frente a la isla, apareció un grupo de muchachos que interrumpieron mi sosiego con sus rostros materialistas y sus adules engolados. Y eso que definitivamente había hecho bien en ir un lunes a la isla, con la idea de evitar a los turistas (el turista odia al turista) y salvo unos franceses recién llegados de París y unos chinos de camisas de lino blancas y blancas, no llegó nadie más al trocito de tierra durante todo el día.
Sin embargo, la soledad absoluta se resistía a tomar forma, boicoteada por estos tres muchachos que me rodeaban como satélites incombustibles. Los mismos buscones quevedianos, no pudieron evitar disgustarse cuando les dije que iría aver el hotel que se levantaba al otro lado de la isla. Dicha decisión entraba en conflicto con el objetivo de los pilluelos, que pretendían llevarme a la aldea… y sobre todo aspiraban a que me quedase en esta misma playa donde ellos cortaban el bacalao. Firme, seguí caminando en busca del otro hotel, mientras los muchachos me escoltaban incómodamente.
Me mordí el labio inferior. Al comprobar como en la playa que orillaba al otro lado de la isla, reposaba en frente de un hotel que se dejaba invadir de papeluchos y otras suciedades, impregnando la instalación de una dejadez inhóspita. Lo contrario de un imán. Los muchachos, satisfechos, me tiraban de un brazo para que regresase a la primera playa. Ante el panorama que se erigía en este costado de la isla, me mordí el labio superior y acabé cediendo. Durante el camino, descubrí otro hotel plagado de banderas chillonas, cubierto por la rafia y animado por una música chillout que hacían pensar en el rosa y el amarillo y en dejarlo todo de una vez. Más adelante, me topé con un espectacular árbol baobab, dotando de personalidady presencia a la zona. En la isla de Room.
Ya en la playa del principio, negociamos el precio del almuerzo. Lideraba las conversaciones un tipo fuerte que lucía una camiseta del Inter de Milán. Cuando les dije que no pagaría el equivalente a treinta y cinco euros por un pescado, todos emitieron ese ruido salivoso que denota fastidio en África, “ffti”.Finalmente llegamos a un especie de acuerdo. No fue difícil descubrir al poco como los muchachos estaban compinchados con el patrón de la patera que me había llevado a la isla, y otros “negociantes” que pululaban por la isla.
Con todo, era maravilloso estar en ella un lunes. Apenas había gente, el silencio, isleños surgiendo entre las palmeras y desplazándose con esa parsimonia africana, el mar. Me di un baño mirando de reojo mis pertenencias, que uno de los chicos se había empeñado en custodiar. Los otros muchachos habían desaparecido. Sólo respiraba la paz, y pensé dentro del mar en ser libre y hacer sólo lo que me gustase a partir de ahora. Lo pensaba mientras me remojaba y me sumergía. Y lo volvía a pensar.
Original en : Blogs de El País : África no es un País