“En la Iglesia africana no tenemos el problema de la pederastia. Eso ocurre en el mundo occidental, donde tenéis la perversión de la homosexualidad”. Durante mis años (cerca de 20) de trabajo pastoral en Uganda, no recuerdo cuantas veces escuché esta barbaridad de colegas africanos. Lo he vuelto a recordar infinidad de veces durante las últimas semanas (¿o son meses?), en las que el tema de la pedofília ha vuelto a acaparar muchos titulares.
Cualquier persona que haya trabajado en un país africano sabe que el tema de la homosexualidad suele ser muy sensible y que intentar razonar, por ejemplo, sobre que pruebas hay de que entre las personas gays haya más pederastas que entre los heterosexuales, puede ser una pérdida de tiempo, y si además uno es blanco te pueden acabar diciendo que eres parte de una conspiración para imponer la homosexualidad y destruir “los genuinos valores culturales africanos”, etc ,etc. Yo siempre solía responder que tan perverso es abusar de un niño como de una niña, y aquí sí que pisa uno muchos callos. Conocí unos cuantos casos de curas que, o bien tenían chicas menores trabajando en sus residencias (lo cual es ilegal), o bien les pagaban la escuela y no raramente las convertían en sus amantes, por no decir esclavas sexuales.
No puedo entrar en consideraciones sobre si en tal país o en tal continente hay más casos de pederastia que en otros, porque para eso habría que tener datos comprobados en la mano y la realidad es que no siempre los tenemos. Sí que puedo hablar de tres cosas: Uno, que -como en otros lugares del mundo- he visto a más de un obispo intentando tapar casos de abusos sexuales a menores por parte de sus curas llamando a la familia (generalmente pobre) y ofreciendo dinero a cambio de silencio. En segundo lugar, que a los religiosos que tenían este comportamiento depredador como mucho se les cambiaba de parroquia y punto, con lo cual simplemente se trasladaba el problema a otra parte. Y, tercero, que el concepto de sacerdote como un hombre revestido de poder prácticamente incuestionable que se encuentra uno con frecuencia en las Iglesias africanas favorece este tipo de abusos, porque no raramente la autoridad del cura en un ambiente en el que muy pocas personas han podido estudiar, y en el que factores culturales influyen sobre la visión que se tiene del jefe, es prácticamente incuestionable.
Y, por supuesto, de denunciar el caso ante las autoridades civiles, ni hablar. Recuerdo un caso muy doloroso que me tocó vivir de cerca en el que un sacerdote violo a una niña de 12 años. El caso se hizo público y los miembros de nuestro comité de Justicia y Paz, en el que yo mismo trabajaba, me llamaron para decirme: “vosotros nos decís en vuestros cursos de formación que en un caso de abuso de menores no hay que arreglarlo de forma privada y que siempre hay que denunciarlo a la policía. ¿Va a actuar de esta manera el obispo?” Al día siguiente trasladé el contenido de esta conversación al prelado, el cual -visiblemente molesto- se limitó a decirme que había dicho al sospechoso en cuestión que dejara de celebrar la Eucaristía. Al final, el caso se tapó pagando dinero a los padres de la chica y, por supuesto, el culpable de aquel desastre volvió a ejercer como cura con todas las de la ley.
No puedo terminar esta reflexión sin mencionar dos aspectos que, no raramente, se pasan por alto al hablar de la pederastia. En primer lugar, casi nadie parece preguntarse: ¿y qué pasa cuando un sacerdote es acusado falsamente en público? En Uganda he conocido más de un caso en el que tras meses de ver el nombre de un religioso, al que se le acusaba de todo lo imaginable, aireado en la prensa, al final se demostró que el buen hombre no era culpable de nada y todo había sido un montaje, generalmente por razones de venganza personal, o para sacarle dinero. Ni que decir tiene que cuando quedo clara su inocencia, los mismos medios que se habían encargado de manchar su reputación no dijeron ni media palabra para restaurar su buena imagen.
El segundo aspecto me parece especialmente doloroso, y se refiere al ambiente social que, en muchos lugares, favorece el abuso sexual de menores. Me parece oportuno citar las recientes declaraciones del portavoz de la Conferencia Episcopal española, Jose María Gil Tamayo, cuando reconoció el “silencio cómplice” que la Iglesia ha guardado ante los casos de pederastia, y menciono al mismo tiempo que “ahora hay una condena justa de la sociedad, pero hemos convivido hasta hace no mucho tiempo con una dejación social con estas cuestiones igual que se ha convivido, desgraciadamente, con la violencia contra la mujer«.
Eso mismo me parece aplicable a la realidad social que se vive en muchas sociedades africanas. ¿Qué se puede uno esperar cuando se sigue considerando normal que los niños tengan más derecho que las niñas a ir a la escuela, o cuando nadie se echa las manos a la cabeza porque una familia envíe a una niña de diez años a las nueve de la noche, sola, a comprar cerillas al centro comercial más cercano del pueblo, que se encuentra a dos o tres kilómetros, o barbaridades por el estilo? Conocí, en un pueblecito del norte del Congo, un caso en el que una menor fue violada por dos de sus vecinos. Los padres llevaron el caso ante el consejo de ancianos, los cuales llamaron a los dos autores del hecho y, tras advertirlos que no volvieran a hacer una cosa así, les impusieron una multa consistente en dos cajas de cervezas de las que los jefecillos dieron buena cuenta durante una noche de fiesta. La niña quedo tan traumatizada que se escapó de casa y nunca más se supo de ella. “Como ves, la chica no estaba bien de la cabeza, tampoco era para tanto”, me comento la persona que me lo contó. Y se quedó tan ancho.
Original en: En Clave África