Siguen siendo de actualidad algunas noticias que nos trajo el verano. El 15 de agosto, The conversation publicó una entrevista con Friday Okonofua, profesor de Obstetricia y Ginecología en la universidad de Benín (Nigeria). Okonofua calificaba de “paso en la buena dirección” el que el Fondo Fiduciario de Nigeria en apoyo a la Enseñanza Superior hubiera destinado 16,83 millones de dólares para la investigación sanitaria, un 13,33 % más que el año anterior, de los que 1,98 millones de dólares estaban destinados a la investigación sobre la covid-19. Ese Fondo se nutre de un impuesto del 2 % que pagan las empresas registradas. Pero, al mismo tiempo, Okonofua se quejaba de la escasez de recursos que los presupuestos del Estado, universidades y hospitales asignan a la investigación en general. Según datos del Banco mundial, en 2018 Nigeria dedicó a la investigación el 0,13 % del PIB. En comparación, Sudáfrica le dedicó el 0,83 %, Costa de Marfil el 0,10 %, España el 1,24 %, Países Bajos 2,16 % y EE.UU. el 2,84 %. En el caso de la investigación sanitaria, siempre según Okonofua, la financiación suele provenir sobre todo de donaciones extranjeras como las de la Gates Foundation, el International Development Centre (Canadá) y la Organización Mundial de la Salud. Tras leer la entrevista del profesor Okonofua me ha parecido oportuno tirar de hemeroteca.
Hace veinte años, en el Malawi Medical Journal de septiembre 2001, Gilbert Kokwaro y Samuel Kariuki publicaron “Medical research in Africa: problems and some solutions”. Enumerar los múltiples problemas les fue fácil. Citaban, entre otros, la falta de laboratorios y material, los estudios de medicina que no preparaban para la investigación, la escasez de fondos, los salarios inadecuados y la consecuente fuga de cerebros. Pero las soluciones propuestas sonaban a castillos en el aire: mayor implicación de los gobiernos, preparación para la investigación durante los estudios, y remuneración adecuada de los científicos. Una sugerencia interesante y factible, los autores pedían a los donantes extranjeros que parte de la financiación se dedicara a mejorar los medios de comunicación (internet por ejemplo), facilitar el intercambio de datos entre científicos, costear la presencia de científicos africanos en las reuniones internacionales. Poco parecía haber cambiado cuando en 2008, Michel Dumas publicó en el vol.27, nº 2 de 2008 del “African Journal of Neurological Sciences”, un artículo con un título parecido, “Recherche médicale en Afrique Subsaharienne : ses contraintes et se potentialités”, y con constataciones similares a las de Kokwaro y Kariuki.
Pasados unos años la situación había mejorado bastante y una reseña mucho más optimista apareció en The Economist el 9 de agosto 2014. La ocasión la dio la participación de Sudáfrica en la construcción del Square Kilometre Array (SKA), el radiotelescopio más grande del mundo que será operativo en 2027, con cientos de antenas desplegadas en Australia y Sudáfrica, en territorios aislados y alejados para evitar las interferencias de radio terrestres. SKA marcaba, según The Economist, el florecer en África de la investigación científica, la sanitaria y la agrícola en particular.
La mayoría de los laboratorios locales aún no cumplían con los estándares básicos de la Organización Mundial de la Salud, explicaba el artículo, pero había un número creciente de excepciones. Y los laboratorios africanos seguían siendo esenciales para desvelar los misterios de enfermedades como HIV/AIDS, tuberculosis, malaria y las enfermedades tropicales que apenas interesaban a las grandes compañías farmacéuticas. Había aumentado el número y la calidad de los artículos científicos (55.400 en 2013). Todo ello era, en buena parte, consecuencia de una gran mejora en las comunicaciones, un mayor intercambio de datos y el aumento del número de políticos con formación científica. Pero a tanto optimismo le ponía algunos puntos sobre las íes un artículo aparecido dos años más tarde en La Vie (11 de marzo 2016): “En Afrique, la recherche scientifique se développe moins vite que les maladies” (En África, la investigación científica se desarrolla más despacio que las enfermedades). El artículo apareció con ocasión de la reunión en Dakar del Next Einstein Forum (NEF), plataforma africana para promover las ciencias, durante la cual varios científicos africanos recordaron las dificultades que habían tenido que superar para triunfar en su profesión. Varios habían emigrado para formarse debidamente. Y uno de ellos explicaba cómo “en el tipo de enseñanza que recibí [en el extranjero], una buena parte era informal, con muchas personas compartiendo la misma mentalidad de investigación, inspirada en la curiosidad. Replicar este ambiente intelectual en las universidades africanas representaría una revolución”. Pero también es verdad, según explicaba Mohlopheni Jackson Marakalala, profesor en la universidad de El Cabo tras cuatro años como investigador en el Instituto de Sanidad de la universidad americana de Harvard, que “investigar en África, con acceso rápido al material clínico [tejidos contaminados de enfermedades raras] es una ventaja con la que sueñan en Europa o América”.
Precisamente hablando de ventajas, el último artículo que quiero citar, del profesor nigeriano de Microbiología Sunday Omeike, apareció en The Conversation el pasado 12 de agosto: “Fungus in Nigeria’s industrial waste produces a promising antibiotic compound” (Un hongo en los desechos industriales de Nigeria produce un compuesto antibiótico prometedor). Desde que en 1928 Alexander Fleming encontró que el hongo Penicilium Notatum producía “algo” capaz de matar a las bacterias que estaba estudiando, los diferentes compuestos de hongos y bacterias se han mostrado esenciales en el descubrimiento y desarrollo de antibióticos. Pero precisamente ahora que algunos microorganismos han desarrollado mecanismos para protegerse de los antibióticos, parece cada vez más difícil desarrollar los compuestos adecuados. Y aquí entra Nigeria. En 1986, en un proyecto de Pfizer, Nigeria informó del descubrimiento de un compuesto microbiano que se utilizó para combatir la coccidiosis en las aves y favorecer el crecimiento en los cerdos. Ahora el profesor Omeike nos ha dado a conocer que el lodo producido por la acumulación indiscriminada de desechos en la zona industrial de Sango-Ota (Estado de Ogun), produce en los microorganismos alteraciones genéticas que favorecen la creación de nuevos compuestos. Omeike menciona, por ejemplo, el hongo Geotrichum candidum que en lodo industrial produce un compuesto que elimina el Staphylococcus aureus, causante de infecciones en la piel humana.
Ramón Echeverría