El 1 de enero de 2025, Damien Glez escribía en Jeune Afrique sobre los debates que probablemente iban a tener lugar en África durante el presente año. En el número 7, redactado con cierto humor agrio, se leía: “Agricultura genéticamente idéntica. Tras décadas de inversión (incluso de la Fundación Bill y Melinda Gates), los cultivos transgénicos siguen sin alimentar a África”. Aunque a nivel mundial África posee el 25 % de los terrenos cultivables, su producción agrícola equivale tan sólo al 10 % del total mundial. ¿Tiene algo que ver con la adopción, – o no adopción–, de los cultivos genéticamente modificados (GM) iniciada en los años 1990? Se estima que los cultivos GM ocupaban en 2024 unos 210 millones de hectáreas (presentes, sobre todo, en orden de importancia, en Estados Unidos, Brasil, Argentina, India y Canadá) de los que tan sólo 3,4 millones en África (especialmente en Sudáfrica). Según sus proponentes, las modificaciones obtenidas por medio de ingeniería genética hacen que los cultivos resistan a las plagas, toleren mejor a los herbicidas y las tensiones ambientales (sequía, salinidad), aumente como consecuencia la productividad de los terrenos, y hasta mejore la calidad nutricional de lo cultivado, gracias a otros rasgos de «valor agregado».
Ya el 21 de noviembre de 2024, antes de que Damien Glez publicara su artículo en Jeune Afrique, el semanal británico The Economist se había preguntado ¿Por qué los cultivos transgénicos no están alimentando a África?”. El artículo, en la sección “Middle East & Africa”, iba precedido por un provocativo antetítulo: “La no aplicación de la ciencia”. Y no es casualidad el que Alliance for Science, fundada en 2014 en la Universidad de Cornell (Ithaca, Nueva York) con el apoyo de la Fundación Bill y Melinda Gates, haya producido una lista de mitos populares que parecen frenar, especialmente en África, el cultivo de OGM (Organismos genéticamente modificados): “Los OGM son más grandes, pero insípidos y sin semillas; no pueden crecer sin fertilizantes; deben rociarse con productos químicos para obtener un buen rendimiento; Europa no los consume; reemplazarán a las variedades autóctonas; son extraños y diferentes de los que consumimos; causan enfermedades; esclavizan a los africanos, haciéndolos dependientes de las compañías de semillas; África no necesita OMG; impedirán que los agricultores vendan productos ecológicos al mercado europeo; las semillas transgénicas no serán asequibles para los pequeños agricultores; harán que el suelo sea infértil”.
¿Mitos populares? No necesariamente, y, al menos, no todos. Uno de los estudios más completos sobre los OGM en África, es el de Gideon Sadikiel Mmbando, profesor de Biotecnología en la universidad de Dodoma (Tanzania): «The Adoption of Genetically Modified Crops in Africa: the Public’s Current Perception, the Regulatory Obstacles, and Ethical Challenges” (GM Crops & Food- Biotechnology in Agriculture and the Food Chain, Volume 15, 2024 – Issue 1, pgs 185-199). Solo once de los cincuenta y cuatro países africanos plantan actualmente cultivos transgénicos. Egipto y Burkina Faso fueron de los primeros, pero ahora parecen tener dudas. Etiopía, Kenia, Ghana, Nigeria y Esuatini están comenzando a utilizarlos. Tanzania, Uganda y Zimbabue permiten sólo algunos tipos de cultivo. Así que ya, de entrada, la enorme variedad de estrategias regulatorias utilizadas por los países africanos crea un entorno complejo que hace difícil en África tanto la cooperación internacional en la investigación sobre los OGM, como las prácticas agrícolas y comerciales nacionales. Precisamente la sección 4 del estudio de Mmbando, “Los desafíos éticos que afectan el uso actual de cultivos transgénicos en África”, coincide en sus preocupaciones con las de numerosos especialistas en la materia. A nivel técnico, están en primer lugar el riesgo de flujo de genes y la contaminación de variedades silvestres o no modificadas genéticamente; la homogeneización excesiva de las variedades cultivadas; la más que posible desaparición de cepas tradicionales; el previsible incremento de la resistencia por parte de pestes y hierbas malas; además de las consecuencias ambientales a largo plazo.
Más importantes desde un punto de vista ético son las preocupaciones socioeconómicas y de justicia social. Tienen mucho que ver con el crecimiento de las corporaciones internacionales interesadas en el cultivo de los OGM. A corto y medio plazo, durante la posible transición hacia una agricultura más concentrada y moderna, ¿cómo garantizar la seguridad alimentaria de la mayoría de los agricultores que todavía emplean métodos tradicionales? ¿Cómo ayudar a los pequeños agricultores a adoptar las nuevas tecnologías, dado que la producción de las semillas de OGM requiere una importante especialización, y ésta está en manos de las grandes multinacionales? ¿Cómo evitar que como consecuencia de las nuevas tecnologías agrícolas aumenten las desigualdades sociales?
Respondiendo teóricamente a esas preocupaciones, se adoptó el 29 de octubre de 2010 en Nagoya (Japón) el “Protocolo de Nagoya”, ratificado en 2020 por 128 países, y que busca la participación justa y equitativa en los beneficios derivados de la utilización de los recursos genéticos. Con anterioridad, el 11 de septiembre de 2003 se firmó el “Protocolo de Cartagena”, para garantizar la manipulación, el transporte y la utilización segura de los organismos vivos modificados (OVM) resultantes de la biotecnología moderna. Este protocolo fue a su vez un acuerdo de seguimiento del Convenio sobre la Diversidad Biológica (CDB), adoptado en la Cumbre de la Tierra de Río de Janeiro en 1992, con tres objetivos principales: La conservación de la diversidad biológica, la utilización sostenible de sus componentes y la participación justa y equitativa en los beneficios derivados por la utilización de los recursos genéticos.
Tanto protocolo… ¿mucho ruido y pocas nueces? Sobre todo, que, como resume el artículo en el The Economist, todo se asemeja a una lucha entre los entusiastas, para los que la magia genética podría alimentar a un continente hambriento, y los escépticos, que advierten sobre un siniestro complot de las corporaciones multinacionales para atrapar a los agricultores africanos. Y ya se sabe quiénes suelen ser los perdedores en esas lides tan extremas.
Ramón Echeverría
CIDAF-UCM


