Nosotros somos el corazon de las tinieblas, por Alfonso Armada

11/02/2008 | Bitácora africana

A las cinco y media de la mañana, un pájaro primo del que da-cuerda-al-mundo empieza a picotear la cáscara de la oscuridad, abre la corteza del día. El ámbar del río Chari, que hace de frontera imaginaria entre el Chad y Camerún, cobra vida desde esa metáfora nocturna hecha del miedo europeo a la oscuridad, sintetizada en la nuca del taxista, en su túnica azul celeste con penurias, una túnica que calca los ríos de sudor íntimo, su ira sorda, también su avidez sexual, su cosmovisión, su capacidad para negociar con nuestro pavor para atravesar la noche cobalto de Yamena y llevarnos desde nuestro fortín (un hotel de cuatro estrellas sobre el meandro del río) hasta las verjas sucesivas e infranqueables de la base francesa, donde los hijos del proletariado y de la inmigración, uniformados, con armas automáticas que se calientan aunque no les dé el sol, han encontrado una nueva identidad, material para otro Koltés. Ante esa verja nos juntamos, no a rezar, sino a pedir ayuda para un compañero enfermo

No vamos al hospital de las fuerzas armadas chadianas, a un tiro de piedra dudoso de la cama libre de cucarachas y ciervos volantes donde dormimos porque sencillamente no nos fiamos del diplomático que nos ha dado instrucciones más o menos precisas y ha rematado el envío con «es un médico formado en Europa. No es un carnicero». Siempre la misma cantinela. Nosotros no somos como ellos. Ellos jamás serán como nosotros. Incluso cuando torturamos. Para eso inventamos los derechos del hombre. Recuerda Abu Grahib, recuerda a es as desclasadas americanas, del medio Oeste, del ancho sur de América, la América que se apropia del nombre por una intensidad intrínseca de relacionarse con un Dios a su altura, a su imagen y semejanza, un Dios que contempla admirado la construcción de las grandes torres, erigidas en su honor, para ponerse a su altura. Las que torturaban a sus propios moritos, a sus falsos árabes inescrutables, árabes rompibles, árabes indescifrables con una lengua que se escribe en dirección contraria a nuestro pensamiento, que no parece tener letras, que no es tributaria de la razón, al menos de la razón con la que nosotros hemos construido nuestro relato del mundo, la explicación racional a nuestras contradicciones, a nuestro deseo incluso de doblegar a sus mujeres, de hacer trizas esa carne que es siempre más oscura, que refleja el ámbar de río Chari y de otros ríos casi siempre secos que han horadado la Media Luna, los meridianos africanos donde no habíamos penetrado y donde los negros no eran felices, vivían en un paraíso terrenal que nuestra codicia reventó, hizo pedazos. No, no se trata de caer también en ese formidable error de apreciación tributaria del más perverso Rousseau. Ahí comienzan los equívocos. También nuestra pereza, que es madre de tantos malentendidos. Volvemos a ese error como si hubiera cristalizado en nuestra imaginación que es cautiva de sus sombras. Repite lugares comunes porque los mapas que trazamos y coloreamos no sirven para explicar todo lo que sentimos, el tamaño del miedo y nuestra propia condición, la que nos permite encontrar siempre argumentos para justificar que diez mil niños africanos de una región del interior de África sean «salvados», una región que los topógrafos identifican con Ouaddai y Wadi-Fira, pero que muy pocos de los refinados buitres de la prensa internacional que han descargado sobre Yamena estos días de noviembre y piedad sobre todo para «los nuestros» podrían identificar, y cuyas arenas no recorrerán minuciosamente para escribir los nombres, las biografías, de los 103 niños elegidos por una religión llamada El Arca de Zoé para ser librados de su destino, un destino cruel como el de tantos otros que siguen viniendo al mundo en un lugar que nos empeñamos en identificar con el corazón de las tinieblas. Joseph Conrad no se merece esa degradación. Nosotros, que con nuestra moral levantamos castillos, hoteles, rascacielos, grandes tratados morales, somos el verdadero corazón de las tinieblas. No porque el viejo reino del Congo fuera un dechado de virtudes. Los africanos se resisten a reconocer que los primeros negreros fueron ellos. Quienes comenzaron la trata de sus hermanos y de sus hijos. Pero quien hizo del Congo, de aquel espacio vacío en el centro de África, sin colorear más que por la imaginación, una finca de horror, empezó la industrialización de seres inferiores, negros sin más alma que la instrumental y necesaria para nuestro triunfo, fuimos nosotros, emparentados con la sangre del rey Leopoldo. El corazón de las tinieblas es el que seguimos empeñando en esgrimir, aunque distingamos, claro está, Abu Grahib de Abéché, la necesidad de domesticar a los árabes irredentos de nuestro empeño de salvarles de un destino que con nuestro modo de vida también contribuimos a perpetuar. Les condenamos para salvarles, les salvamos para condenarles, les concedemos a sus hijos vírgenes un salvoconducto para vivir en nuestras ciudades, exquisitos reinos de la moral donde podemos darles una educación en la que la historia de África es una nota a pie de página, y donde el África fantasmal de Michel Leiris es apenas una cinta en el agua que no leerán casi ninguno de mis colegas de la camada internacional, corresponsales que no se parecen a Rimbaud, que (yo tampoco) no van a quedarse a vivir aquí: ¿cómo podríamos? Nuestro envilecimiento es de otra especie. No tenemos tiempo. Tenemos una vida. Tenemos unos> compromisos adquiridos con la civilización. ¿Cómo íbamos a> instalarnos en Yamena, confundirnos con este estadio del desarrollo, tan alejado de nuestros parámetros? Aquí tiene el pequeño napoleón sarkoziano a su gendarme de guardia, su torturador local, su guardián de nuestra preciosa moral que el ámbar del río Chari, que a diferencia del de Heráclito, perpetúa la condena, una Edad Media africana de la que nostros -que tenemos un corazón dispuesto a adoptar a diez mil falsos huérfanos de Darfur y aledaños- estamos a salvo con nuestra tecnología moral.

Dios está de nuestra parte. Con una prosa cargada de buenas intenciones nos vamos a dormir.

Alfonso Armada Yamena Noviembre, 2007

Autor

  • Armada, Alfonso

    Alfonso Armada (Vigo, 1958). Ha estudiado periodismo y teatro en Madrid. Ha trabajado para los diarios Faro de Vigo, El País (fue corresponsal para África) y ABC (fue corresponsal en Nueva York, actualmente reportero radicado en Madrid). Ha publicado, entre otros libros, Cuadernos africanos, España, de sol a sol y El rumor de la frontera (ambos con fotografías de Corina Arranz) y Nueva York, el deseo y la quimera, además de poemarios como Pita velenosa, porta dos azares y Los temporales. Es editor y director de la Revista digital FronteraD.

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