No tener más que una mujer, traducido por María Puncel

27/03/2012 | Cuentos y relatos africanos

Un hombre que tenía cuatro mujeres, no conseguía ponerlas de acuerdo en el rango que cada una de ellas quería ocupar en la casa. La más vieja pretendía el título de «bibi» porque ella era la primera que se había casado con el marido.

La segunda quería también ser «bibi» porque decía que era a ella a quien el marido le había confiado las llaves de su cofre.

La tercera decía: yo soy la primera, porque yo le he dado ya dos hijas, que algún día le harán rico.

La última desposada decía que, evidentemente, ella era la primera puesto que las tres anteriores juntas no habían sido capaces de dar al marido suficiente consideración y felicidad.

-Ha tenido que casarse conmigo para ser feliz y estar satisfecho.

La vida en esta familia, ya os lo imagináis, no era nada fácil.

Cuando las tres primeras no atacaban juntas a la cuarta, se jugaban unas a otras malas pasadas.

Un día, una escondía las llaves del cofre, que había conseguido birlar a la segunda y, entonces, el pobre marido no podía abrir su cofre para sacar el dinero que necesitaba para sus negocios.

Pasaron unos días hasta que se encontraron las llaves, como por casualidad en las cenizas del hogar; y entonces la primera esposa le dijo al marido:

-Dámelas a mí, porque yo soy más capaz de guardarlas que esa mala segunda mujer que las pierde tan a menudo y te impide así hacer buenos negocios.

En otra ocasión, comiendo un guiso preparado por la primera, el marido se dio cuenta de que en las habichuelas o en la salsa de buey cocido, había polvo, cáscaras de caracoles aplastadas y hasta peores cosas aún.

Evidentemente, todas sus mujeres, le querían mucho, al menos eso era lo que ellas decían; porque cada una se quería a sí misma muchísimo más que a él, tanto que no dudaban en exponer al marido a los peores accidentes con tal de triunfar sobre las otras.

Las pobres hijas de la tercera sufrían todo tipo de maltratos cuando su madre estaba ausente. Las otras las echaban de las sillitas en que se atrevían a sentarse, les decían cosas desagradables, las pellizcaban y hasta les daban cachetes, con el pretexto de que habían «robado» carne o pan, cuando en realidad aquellas pobres pequeñas simplemente se habían terminado los restos de la comida y algunos rebojos de pan reseco.

Una tarde, ocurrió un hecho tan grave que decidió al marido a no conservar más que una única esposa. Había traído del almacén cuatro cortes de tela para las cuatro mujeres, y para que no hubiera lugar a discusiones los trajo los cuatro del mismo tamaño y del mismo color; estaba la mar de satisfecho cuando le dio a cada una su pedazo de tela.

Al principio, mientras cada uno pudo pensar que había sido favorecida con un regalo que las otras no habían recibido, lo agradeció, pero las cuatro estallaron en sollozos tan pronto como se dieron cuenta de que cada una había recibido un corte idéntico.

-¡Ah, no… -dijo la primera tirando la tela arrugada y hecha una bola a los pies del marido, que reposaba de su cansancio sentado en el umbral de la puerta-…ah, no! No voy a conformarme con un corte de segunda clase. Soy la primera mujer, merezco un corte de tela mejor que el de las otras.

La segunda organizó más escándalo todavía: le dio una patada a la marmita que estaba sobre el fuego e hizo caer la comida del marido sobre las cenizas.

La tercera gesticuló como una loca y se lanzó contra la segunda para arañarla. Las niñas se echaron a llorar a gritos, los perros de la aldea aullaron y todo el mundo se detuvo para contemplar el espectáculo.

El marido intentó calmar a sus mujeres, pero estaban las dos tan ciegas de cólera, que se lanzaron contra él y casi le arrancaron las orejas y el pelo y le dejaron tirado en el suelo, maltrecho y lleno de la porquería del camino.

La cuarta amenazó con tirarse al río, si el marido no reconocía en público que ella valía, ella sola, más que las otras tres juntas.

-¡Me lo aseguraste ayer, ayer por la tarde! -gritaba-. Las otras van sucias, les huele el aliento y te disgustan; y mira cómo te atreves a recompensarme, ¡a mí, a quién dices que soy tu preferida, con una tela que no valdría ni para vestir a un murciélago o a un macaco!

Todo esto que os cuento sucedió tal como os lo cuento. No es un algo inventado para divertiros. Por lo demás, vosotros sabéis bien que es así como pasan las cosas, cuando hay varias mujeres en una casa.

¿Qué hacer? El hombre reflexionó un poco y se dijo que lo mejor sería no tener más que una sola mujer. Y eligió a la que le había dado hijas.

Una mujer que es la madre de mis hijas, siempre me será fiel, se dijo, y ella podrá realizar todas las tareas de la casa. Y estaré tranquilo. La amaré sin tener que repartirme, sin mentir y ella me amará, sin celos, sin egoísmo.

Había que despedir a las otras tres. Y he aquí lo él propuso:

-Venid las cuatro y sentaos alrededor de mi lecho y todo lo que yo diga en sueños, recordadlo para revelármelo por la mañana.

Así que las mujeres se instalaron para velar su sueño. Y no llevaba más de una hora dormido, cuando empezó a hablar:

-No puedo tener cuatro -dijo-, la primera con la que me casé debe volverse con su madre.

Cuando se despertó, las otras tres batieron palmas y le revelaron las palabras de su sueño; la primera apenas había esperado a que se despertara del todo cuando ya había recogido sus marmitas y sus cestos y se había vuelto con su familia.

La segunda noche, el marido volvió a soñar. Dijo apenas una hora después de haberse dormido:

-No puedo tener tres; que la última se vuelva con su madre.

Y las otras dos dijeron a la pretenciosa, que era la más joven y la más tonta:

-¿A qué esperas para irte? El sueño ha dicho que debías largarte…

Pero ella despertó al marido:

-¿Sabes lo que el sueño te ha hecho decir? -le planteó.

-No -respondió el hombre-, pero sea lo que sea lo que me ha hecho decir, me he comprometido a conducirme según su consejo y mantendré mi compromiso.

-Pues que sepas -dijo la última-, que yo no te he querido nunca. Te detesto. Quédate con tus viejas y que te aproveche.

Y se fue furiosa.

Ya no quedaban más que dos. Les dijo:

-Venid a sentaros a mi lado. Quizá el sueño que vuelva a decir cosas justas y razonables.

Pero antes de irse a dormir, tuvo necesidad de ir a buscar una cosa en su cofre y, al entrar en el cuarto de su segunda mujer, la sorprendió ocupada en sacar billetes y monedas y de anudarlas en su pañuelo.

-¡Oye, oye, mujer, qué estás haciendo?

Y no tuvo necesidad de escuchar la respuesta para convencerse de que su fiel clavera estaba a punto de desvalijarle. Detrás de ella estaban ya preparados fardos de telas, de colchas, de utensilios de cocina y hasta el fusil de chispa del marido que ella se disponía a llevarse.

-Sí -dijo ella-, me disponía a partir…

El marido recuperó sus bienes y cerró el cofre. Para más seguridad se lo llevó a su cuarto. Dijo a la ladrona:

-Vete sin esperar a mi sueño.

Luego, queriendo averiguar hasta dónde podía llegar el egoísmo de sus mujeres, se fue a ver a la que tenía dos hijas.

Pero contra lo que había temido, allí lo encontró todo normal. La mujer preparaba la comida de toda la familia.

-Ya tienes hambre -dijo ella-; pero vienes demasiado pronto. No tardaré mucho en llevarte la comida.

-¿Cómo es que no estás preparada para marcharte? -le preguntó el marido-. ¿No sabes que si mi sueño me hubiera hecho decir que eras tú la que debería marcharse…?

Ella no le dejó terminar la frase.

-¿Crees -dijo ella- que, aunque lo hubieras soñado, yo me hubiera ido? No, no. Yo me quedo aquí con mis hijas. Las quiero demasiado para abandonarlas. Además -añadió soriendo- yo sé bien que tus sueños los tienes cuando estás despierto y estaba segura de que te ibas a quedar con tu mejor mujer, la que te quiere más que se quiere a ella misma.

Así que el hombre no se tuvo, aquella noche, que tomar el trabajo de soñar. Se quedó con la buena, con la que le había dado dos hijas. Ella tuvo luego más hijos. Y en la casa no hubo ya más disputas, ni más porquerías en los alimentos, sino alegres voces de niños que, cada tarde, le salían al encuentro en el camino, y se agarraban a sus manos bailando.

(Tomado del libro «Ce que content les noirs», pág.121)

Texto original: Olivier de Bouveignes.

Traducción del francés: María Puncel.

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