El enfrentamiento senegalés cumple 35 años con una guerrilla debilitada y negociaciones estancadas
Hace cinco años que no suena el ruido de las armas, pero decenas de rebeldes siguen escondidos en el bosque. Se construyen puentes y carreteras para facilitar las comunicaciones, pero miles de personas no se animan aún a volver. Tiene un paisaje de ensueño, un clima benigno y unas tradiciones diferentes, pero el turismo no acaba de recuperarse. Uno de los conflictos más antiguos de África occidental, el de la región senegalesa de Casamance, cumple 35 años en medio de un tibio alto el fuego, pero lo cierto es que la solución definitiva no parece estar a la vuelta de la esquina. “Ni guerra ni paz, así estamos. Y la más mínima chispa puede hacer que todo vuelva a comenzar”, asegura Paul Diedhou, profesor de la Universidad de Ziguinchor y experto en el conflicto.
El 26 de diciembre de 1982, cientos de jóvenes casamanceses fueron hasta el Palacio del Gobernador en Ziguinchor, arriaron la bandera senegalesa e izaron una tela blanca. Esta fue su manera de protestar contra la discriminación que sufría esta región sureña y lo que consideraban la exclusión de la etnia diola, predominante en la Baja Casamance, de las instancias de poder. Los gendarmes respondieron con violencia, provocando muertos y heridos. Aquel día marcó el inicio de un conflicto que enfrenta al Ejército senegalés, por un lado, y a la guerrilla independentista Movimiento de Fuerzas Democráticas de Casamance (MFDC) hoy dividida en diversas facciones, por otro.
La inestabilidad en la vecina Guinea Bissau y la dictadura de Yahya Jammeh en Gambia dieron combustible a un conflicto que se ha cobrado unos 5.000 muertos y que ha provocado el desplazamiento de decenas de miles de personas de sus hogares. Durante tres décadas se sucedieron las escaramuzas, los bombardeos, los ataques a pueblos, la colocación de minas y los actos de pillaje. Hoy, sin embargo, flota un ambiente de calma espesa. Los dos últimos presidentes senegaleses, Abdou Diouf y Abdoulaye Wade, trataron de resolverlo sin éxito y ahora es Macky Sall quien tiene sobre la mesa la posibilidad de cerrar una de las pocas páginas violentas de la historia de este país, modelo de estabilidad y democracia en la región.
En Cap Skirring, enorme playa antaño destino vacacional por excelencia de la región, empieza a despuntar un tímido optimismo. Aquí y allá, los propietarios de casas, apartamentos y hoteles se aprestan a hacer reformas en sus deteriorados establecimientos después de haber vivido la mejor estación turística que se recuerda en mucho tiempo. No es que hubiera lleno absoluto, pero después de 35 años de conflicto, la guerra de Malí y el aumento del yihadismo en la región a partir de 2013 y la epidemia de ébola de 2014 en los países vecinos, el turismo parece animarse otra vez. La retirada de la exigencia de visado por parte del Gobierno senegalés y la decisión de Francia de quitar a Casamance de la lista negra el año pasado han sido como aire fresco para la ajada Cap Skirring.
Detrás de todo ello está el proceso negociador lanzado por el Gobierno senegalés con una de las facciones del MDFC, liderada por Salif Sadio, que declaró un alto el fuego unilateral hace tres años. Este proceso cuenta con el respaldo de la comunidad de San Egidio, en Roma. Sin embargo, hay un problema. El Ejecutivo de Macky Sall sólo está sentado en la mesa con uno de los grupos rebeldes y se niega a hacerlo con el maquis más importante y numeroso, el liderado por César Atoute Badiata, que se esconde cerca de los bosques fronterizos con Guinea Bissau, el llamado frente sur.
“Es una vieja táctica del Gobierno senegalés”, recuerda Diedhou, “que escoge a uno de los líderes para negociar pero desprecia a otros con el objetivo de sembrar la división. Ya lo hicieron Diouf y Wade. Pero si se quiere alcanzar una paz duradera hay que hablar con todos”. Desde Dakar se asegura que el principal problema radica en qué hacer con los guerrilleros que aún quedan escondidos en la selva, cuyo número puede variar entre varios cientos y pocos miles, cómo fomentar su reintegración a la vida civil. Sin embargo, en el interior de la Casamance más irredenta aún persiste la reclamación identitaria y política. “El Gobierno no quiere ni oir hablar de independencia y los rebeldes siguen reivindicando la creación de un Estado propio. Hay que sentarse a desbloquear este nudo gordiano”, insiste Diedhou, quien avanza que una descentralización real podría ser un buen punto de partida.
Uno de los escollos para esta negociación integral es que la rebelión está cada vez más debilitada. Internamente, ha perdido gran parte de los apoyos y complicidades con los que contaba en los años ochenta y noventa. En el exterior, Yahya Jammeh, su último y único aliado, ya no está. La caída del dictador gambiano en enero pasado ha dejado huérfano a Salif Sadio y su facción en el frente norte pues este dirigente había usado a la guerrilla como una herramienta más en su pulso con Senegal. Gambia se había convertido en zona de repliegue del maquis y por este país entraban armas para los guerrilleros y salía madera, un negocio ilegal que permitía financiarse a los independentistas. Sin embargo, el actual presidente Adama Barrow, en el poder gracias entre otras cosas al apoyo explícito de Macky Sall, no cuenta con respaldar a esta guerrilla y ya ha dado instrucciones para frenar el tráfico ilegal de madera.
Con las negociaciones en punto muerto, el Gobierno senegalés ha puesto el acento en la inversión bajo el prisma de que el desarrollo traerá la paz por sí solo y de que la luz de la guerrilla se apagará lentamente. Mediante la aprobación de planes e instrumentos legales, como el Proyecto Polo Desarrollo de la Casamance, el Programa de Urgencia para la Modernización de Carreteras o la designación de la región como zona turística de interés nacional, Senegal está empeñado en atraer la financiación pública y privada a Ziguinchor, Sedhiou y Kolda, las tres regiones administrativas en las que se divide la zona. Romper el aislamiento del resto del país es clave y para ello cuenta con el incremento de frecuencias y barcos en la línea marítima, el plan de mejora de los aeropuertos de Kolda y Ziguinchor y, sobre todo, la construcción del puente transgambiano, cuyos trabajos comenzaron con Jammeh en el poder pero que se han convertido en el símbolo de las nuevas relaciones entre Gambia y Senegal.
Original en ; Blogs de El País – África no es un país