Bissau es una ciudad con alma. No sé si son sus decrépitos edificios del tiempo de los portugueses, esa pereza del tiempo que en lugar de pasar se desliza en las reuniones improvisadas en las puertas de las casas o la sonrisa despreocupada y a la vez calurosa de sus habitantes. Yo vengo de Dakar, una ciudad más hostil, más agresiva, de perfiles cóncavos y convexos, en donde pagas un precio cotidiano por tu condición de blanco que no te permite bajar la guardia. En Bissau no, aquí los taxistas te devuelven el cambio si te equivocas pagando y hay cantinas cada 50 metros. Bissau es africana y es latina a la vez.
Pero no estoy de vacaciones ni he venido a pasearme. El jueves pasado, los militares de Bissau se echaron a las calles con sus AK-47 del año de Matusalén, sus granadas y sus bazookas, le metieron dos pepinazos a la casa del primer ministro, se lo llevaron detenido junto con el presidente y proclamaron la santidad de su rebelión alegando un supuesto peligro de intervención del Ejército angoleño en su suelo patrio. Desde entonces, Bissau está un poco más triste, un poco más callada, un poco más silenciosa. Y por las noches, como hay toque de queda, las tiendas cierran a las nueve y las calles se quedan a oscuras, un poco más de lo normal. Es como si la ciudad entera se apagara.
¿Y ahora? El problema no es el golpe de estado en sí mismo. ¿Qué es un golpe de estado en realidad? Varios días de agitación y vuelta a empezar el carrusel de siempre con caras nuevas saliendo en la televisión. El problema, entre otros muchos, es la pobreza y el analfabetismo. El problema es que los profesores de este país no tienen ni la Primaria y los niños van a clase por turnos porque no hay hueco para todos. El problema es que la élite política y militar se ha enriquecido durante años sin dar cuentas a nadie mientras la gente sobrevive a duras penas. El problema es que el Estado ni está ni se le espera.
Ahora vendrán días o semanas de condenas internacionales, anuncio de sanciones, declaraciones altisonantes que hablan de democracia y libertad cuando, en realidad, la democracia aquí es como la electricidad, hay poca y se corta a cada rato. Y todo el mundo lo sabe y todo el mundo mira para otro lado. El problema no es el golpe de estado. El problema, entre otros, es que el primer ministro es, a la vez, el dueño de toda la gasolina, de los bancos, de la mitad del comercio. El problema es que «¿y de esto cuánto me llevo yo?» es la pregunta más escuchada en los ministerios. El problema es que, de repente, un día, sin previo aviso, el Ejército te corta un tramo de carretera para que aterrice un avión cargado de cocaína rumbo a Europa. Y no pasa nada, la vida sigue.
Un golpe de estado es una putada, lo mires por donde lo mires. Más en un país donde cada vez quedan menos embajadas internacionales, donde no se sabe muy bien hacia dónde se avanza, en el caso de que se avance, que ahora se ha convertido además en el teatrillo de la rivalidad regional de otros países que juegan sus cartas como si esto fuera un casino. En los próximos días intentaré radiografiar este golpe de estado, darles algunas claves para entender lo que está pasando en Bissau. Necesito tiempo para entenderlo yo mismo, para digerirlo. De momento, sólo me alineo con la frustración de asistir al último zarandeo al que se somete a un pueblo que ni se lo ha buscado ni se lo merece y que está harto de mangantes, tanto si llevan uniforme como si no. Saludos desde esta trastienda del mundo que sigue sin salir en los medios porque no hay elefantes que cazar ni terroristas con los que alimentar el miedo universal.
Original en : Guinguinbali