Viernes por la mañana. Saliendo por la puerta de su palacio, situado en el centro de Uagadugú, capital de Burkina Faso, el Moro Naba (o Mogho Naba) hace su aparición vestido con una túnica roja. Decenas de jefes tradicionales y notables que aguardaban sentados en la tierra y en respetuoso silencio desde hace media hora se levantan y se dirigen hacia él, rodeándolo. Están allí para renovar, como hacen todas las semanas, el vínculo que une al pueblo mossi con su monarca y que garantiza la continuidad de una institución mucho más antigua que el propio país. El respetado Moro Naba ha jugado un papel clave en los acontecimientos recientes que ha vivido Burkina Faso. Asomarnos a su historia es descubrir una parte de esa África que tanto nos fascina y que se resiste a morir.
Cuenta una antigua leyenda que hace muchos años nació una princesa en la ciudad de Gambaga, en el norte de la actual Ghana, a la que bautizaron con el nombre de Poko. Su padre, rey de Dagomba, era famoso por liderar una de las mejores caballerías de la región, gracias a la que pudo convertir su reino en uno de los más temidos y poderosos. La pequeña Poko heredó la pasión de su padre por los caballos y la guerra, hasta el punto de saltarse el rol atribuido tradicionalmente a la mujer y convertirse en una princesa amazona que conducía a los guerreros de su padre a la batalla.
Yennenga, la princesa, la fundadora legendaria del pueblo mossi.
Además de fiera y temeraria, Poko también era hermosa, alta y muy delgada, por lo que empezó a ser conocida con el sobrenombre de Yennenga, la flaca. Nobles pretendientes venidos de todo el reino comenzaron a cortejarla, pero su padre los rechazaba a todos convencido de que su hija merecía algo mejor. Un buen día, harta de las dudas de su progenitor, la princesa Yennenga decidió escapar, cogió su caballo preferido, un precioso semental blanco, y cabalgó tan lejos como pudo. Agotada, acabó llegando a un refugio de cazadores en medio de un bosque donde conoció al joven Rialé, que le dio cama y comida. La leyenda asegura que el cazador era, en realidad, un príncipe que también había huido de su reino.
De este encuentro azaroso de dos los jóvenes nació una unión que duró para siempre y que dio su primer fruto en el alumbramiento de un bebé al que llamaron Ouedraogo, que significa “semental”, en recuerdo del caballo que trajo a Yennenga hasta los brazos de su amado. Ambos vivieron felices durante años hasta que llegado el momento, la princesa envía a su hijo mayor a conocer a su abuelo, quien, sorprendido por tener noticias de su hija tanto tiempo después, acaba por perdonar su intempestiva escapada y manda a Ouedraogo de vuelta con un ejército de caballeros para que Rialé y su esposa pudieran fundar un nuevo reino al que llamaron “morosi”, es decir, “muchos hombres”. Así nació el pueblo mossi.
La estirpe de Rialé y Yennenga y de su hijo Ouedraogo, divididos en diferentes reinos, ha poblado desde el siglo XII la parte central del territorio que hoy se conoce con el nombre de Burkina Faso, país que ha adoptado el semental blanco como emblema. Durante cientos de años, los mossi se enfrentaron al creciente poder de sucesivos imperios, como el de Malí o el Songhay, y llegaron casi intactos hasta la época de la colonización francesa, a finales del siglo XIX. Sin embargo, pese a sus similitudes y origen común, nunca se unieron en una sola entidad política o administrativa, prefiriendo mantener su independencia. El más influyente de todos esos reinos fue el de Uagadugú, donde se encuentra la actual capital de Burkina Faso, y al frente de él está el Moro Naba, descendiente directo de Ouedraogo y venerado y respetado por la población. Cada vez que fallece el rey, sus ministros y miembros de la Corte eligen al sucesor siempre dentro de la misma familia real, en la actualidad el cargo lo ocupa Baongo II.
Cada viernes desde entonces, el Moro Naba sale de su palacio y se presenta ante sus nobles y jefes tradicionales. La ceremonia, denominada “la falsa partida”, está cargada de simbolismo y recuerda un hecho real. En el patio hay un caballo ensillado y adornado con bellos ornamentos que aguarda al rey. Dice la tradición que hace muchos años una de las esposas de un Moro Naba decidió escapar de palacio e irse con un rey vecino, lo que despertó la cólera del soberano. Sin pensárselo dos veces decidió que al día siguiente saldría con su caballo a buscar a su rebelde esposa para arrebatarla de brazos de su rival. Sin embargo, los nobles y cortesanos temían, y con razón, que esto supusiera una guerra fratricida entre mossis, por lo que acudieron en gran número la mañana de la partida del rey a suplicarle que no rompiera la paz de su pueblo. El Moro Naba aceptó finalmente quedarse en palacio.
Decenas de ciudadanos y pequeños grupos de turistas acuden a ver la ceremonia. Está prohibido acercarse y tomar fotografías, el equipo de seguridad real se pasea con unas amenazantes porras de madera para recordarlo, pero incluso a 50 metros se puede apreciar el respeto con el que se desarrolla. El Moro Naba sale primero vestido de rojo y se sienta a la puerta del palacio. Los nobles se acercan y le rodean, sentados en el suelo, echándose tierra sobre la cabeza en señal de sumisión. Entonces el rey regresa al interior y vuelve a salir, vestido de blanco. Toda la nobleza mossi celebra entonces la decisión de su monarca de preservar la paz y permanece en silencio, sentada ante él durante largos minutos. El viernes es también el día escogido por el Moro Naba para conceder audiencias y recibir a todo tipo de personalidades, desde dignatarios extranjeros hasta célebres artistas internacionales.
Sin embargo, estamos ante algo más que un simple rey tradicional. Durante la revuelta popular que acabó por derrocar al presidente burkinés Blaise Compaoré, a finales de octubre de 2014, el Moro Naba estuvo informado en todo momento y de primera mano de los acontecimientos. Los líderes de la oposición acudieron a él en numerosas ocasiones para solicitarle su mediación ante un presidente que se empeñaba en reformar la Constitución para seguir en el poder. Tras su caída, el teniente coronel Zida, hombre fuerte de los militares, acudió a verle para asegurarle de que iba a devolver el poder a los civiles, lo que al final ocurrió. De igual modo, durante la Transición se convirtió en un interlocutor clave del Gobierno y en los días de incertidumbre del golpe de estado del pasado mes de septiembre el Moro Naba estuvo en el centro de los acontecimientos, siendo consultado una y otra vez.
El pueblo burkinés, y más en concreto la etnia mossi, una de las más importantes del país, confía en un rey al que considera un hombre justo cuyo poder procede de una tradición arraigada con fuerza. El control que ejerce sobre los jefes tradicionales y estos a su vez sobre la población le convierten en un actor político y social clave que no puede ser dejado de lado. Su opinión pesa, al igual que ocurre con el rey de Kumasi en Ghana y con tantos otros reyes tradicionales africanos. Baongo II, el actual monarca, fue elegido para el cargo en 1982. Nadie duda de que ha tenido una relación muy próxima con Compaoré y con quienes detentaron el poder en Burkina Faso durante 27 años, pero el Moro Naba se abstiene de tomar partido.
Aunque no es fácil acceder a él para un extranjero, su entorno asegura que es un hombre afable y divertido y que le gusta el fútbol con locura, no en vano fue portero en sus años mozos. Aunque en política anda con pies de plomo para no inclinar la balanza hacia un lado u otro, no ha dudado en implicarse en cuestiones sociales. En un país donde hay una tasa de hasta el 76% de mutilación genital femenina, Baongo II ha defendido la necesidad de dejar de cortar a las niñas, un importante refuerzo para los colectivos que luchan contra la ablación. Y es que la palabra del rey mossi no es una palabra cualquiera.
Original en : Blogs de el País . África no es un país