Gracias a La Croix, el prestigioso periódico católico francés, he seguido de cerca el último viaje de Francisco a Marsella, a Marsella como expresión del Mediterráneo, y no a Francia, como el mismo Francisco insistió. He admirado el vigor con el que el Papa exponía cuál debe ser nuestra actitud ante la espinosa cuestión de las migraciones. ¿Discurso naif, como lo han calificado algunos políticos? ¿Utópico? Porque no hay que olvidar que, cuando se trata de hacer el bien, lo mejor suele ser enemigo de lo bueno, y que, como escribió Pascal, el hombre no es ni ángel ni bestia, y, por desgracia, quien quiere hacer de ángel termina haciendo de bestia. Pero sí que se puede “reprochar” a Francisco el haber hablado como cristiano, solicitando cambios de mentalidad y de praxis que, en el contexto actual, parecen humanamente imposibles. Ya lo dijo Jesús, “Mirad, yo os envío como ovejas en medio de lobos; por tanto, sed astutos como las serpientes e inocentes como las palomas”. Y en ese contexto del viaje del Papa, y siempre en La Croix, una fotografía me ha llamado la atención: en ella se ve a una parte de los sacerdotes que participaron en la misa en el Velódromo de Marsella. Los conté uno a uno, y el 20 % eran de color, imagino que en su mayoría sacerdotes africanos en misión en Francia. Cuadra con las cifras ofrecidas por Radio France Internationale (RFI) el 25 de mayo de este año: En Francia, el 20 % de sus sacerdotes provienen de fuera, más o menos unos 3.000. Y de estos, el 80 % son africanos. Algo parecido, aunque no en las mismas proporciones, ocurre en el resto de Europa, una Europa cada vez más excatólica. Según Odon Vallet, autor de Dieu et les religions en 101 questions-réponses, editado por Albin Michel (Dios y las religiones en 101 preguntas y respuestas), es Bélgica la que, dado el número de sus habitantes, alberga el mayor número de sacerdotes africanos. Todo para paliar la constante disminución de sacerdotes en Europa, al contrario de lo que sucede en África.
La situación de los sacerdotes africanos en Europa puede variar. Algunos, estudiantes en universidades católicas, intervienen a tiempo parcial en las parroquias. Otros aseguran durante los meses de verano el reemplazo de sacerdotes en vacaciones. Los llamados “sacerdotes Fidei Donum (“Don de la Fe”, nombre de una encíclica de Pío XII en 1957), han venido a Europa bajo un contrato (a menudo de tres años renovables) de ayuda mutua entre dos diócesis, una especie de acuerdo entre dos pobrezas: la de sacerdotes en un caso, financiera y de medios de formación en el otro. En general la cosa funciona bastante bien. Son numerosos los feligreses que aprecian a estos sacerdotes, a menudo jóvenes y llenos de vitalidad, creyentes sin complejos, conscientes de lo que la presencia y el testimonio cristianos pueden aportar a una sociedad. Eso no impide que su presencia genere interrogantes. Instalados sobre todo en zonas urbanas, cerca por ejemplo de una universidad, no es precisamente allí donde más falta harían. Dadas sus capacidades humanas e intelectuales, tan necesarias en sus diócesis de origen, su desplazamiento equivaldría a desnudar a un santo para vestir a otro. ¿No es además su presencia una especie de parche que le permite a la Iglesia no hacer frente a soluciones más duraderas y drásticas como la ordenación de hombres casados y de mujeres? Y puesto que Europa es ya “país de misión”, tal como Henri Godin e Yvan Daniel lo previeron para Francia (La France pays de misión, 1943), ¿no está siendo la aportación de los sacerdotes africanos cultural más que evangelizadora? Para hacerlo más difícil, cabe citar a Cyprien Melibi, sacerdote camerunés con experiencia pastoral en Camerún y en España: «Creo que el europeo, o el hombre blanco en general, no está preparado aún mentalmente para recibir el mensaje evangélico de manos de la raza negra, que históricamente ha sido considerada inferior» (Periodista Digital 28de mayo 2013).
Las derivas, cuando las hay, se deben a menudo a que en los contratos no se ha previsto una formación previa que permita a estos jóvenes sacerdotes absorber sin demasiado sufrimiento el shock cultural con una Europa postcristiana, una sociedad muy feminizada, y una comunidad cristiana que pretende salir de su clericalismo. Y ¿ya tienen en cuenta esos contratos el que las familias de estos sacerdotes esperan que sus hijos en Europa les ayuden económicamente?
Los misioneros que salieron de Europa a partir de finales del siglo XX, fueron a menudo, consciente o inconscientemente, instrumentos de colonización cultural. Aunque también, por una especie de inculturación espontánea, se interesaron por las culturas locales y, en parte, se adaptaron a las mismas. En 1963 J. Dournes publicó su Dieu aime les païens. Une mission de l’Église sur les Plateaux du Vietnam. Insistía en cómo una actitud humilde y receptiva, junto con una buena formación humanista, son absolutamente necesarias para quien quiera servir a un pueblo del que desconoce la lengua, las costumbres, la realidad social, su historia, sus prejuicios innatos. Para actuar como misionero, argumentaba, hace falta más calidad humana y espiritual que para predicar la Cuaresma en Notre Dame de Paris. De hecho, han sido muchos los “misionados” (término que prefiero por parecerme más amplio y sin connotaciones históricas) que, al verse confrontados con una cultura en muchos aspectos superior a la suya, por ejemplo en China, Japón o el Magreb, han sabido reaccionar, observar humildemente y con empatía, aprender y adaptarse. Precisamente en el Magreb, he sido testigo últimamente de la llegada de religiosos, sacerdotes, estudiantes y emigrantes africanos que, a pesar de la dificultad añadida de ser subsaharianos viviendo en países árabes, están haciendo que la evangelización vuelva a sus orígenes, cuando fueron los “pobres”, procedentes de un Oriente Medio duramente sometido y controlado por Roma, quienes evangelizaron las dos orillas del Mediterráneo. Esos son precisamente los “pobres” que necesitamos para curar a una Europa enferma, a evangelizarla si usamos el vocabulario cristiano. Y nos están llegando desde África. Su contribución puede ser fundamental en una Europa cada vez más cosmopolita, a condición de que tanto las iglesias de las que proceden como las que los reciben, los acompañen adecuadamente.
Ramón Echeverría
[CIDAF-UCM]