Los expatriados que vivimos en esta zona de Uganda tenemos un grupo de facebook en el cual se comparten bastantes cosas prácticas, desde quien se va del país y vende sus pertenencias domésticas a quien busca un fontanero de confianza.
En estos días una chica europea que apenas tiene 22 años y ha venido para pasar un año en un orfanato nos sorprende con una entrada en este grupo de Facebook en el que pide ayuda porque la institución donde trabaja, para sostener sus actividades, han decidido recaudar fondos y hacer algo de crowdfunding con el objetivo de montar un horno comercial. La chica dice que los niños obviamente van a jugar y van a ir a la escuela pero, al mismo tiempo, dedicarán parte de su tiempo a confeccionar pan y deliciosos dulces y nos prepara ya a todo el grupo para que en el futuro muy próximo compremos y disfrutemos de sus productos.
Como uno ha visto ya muchas cosas en el mundo de la cooperación, pienso – pobre de mí – que a lo mejor puedo evitar que alguien cometa un error ya que en esta idea veo dos problemas principales:
a) veo difícil como un orfanato puede competir con varias panificadoras industriales y confiterías ya establecidas en la zona (donde el pan no es tan de primera necesidad como en Europa) y le pregunto acerca del valor añadido del producto
y b) (mucho más crucial para mí) es la cuestión de la implicación de niños en el proceso de manufactura y cocción de productos de bollería orientada al público en general.
Ni corto ni perezoso, le indico en un comentario de la manera más educada y ponderada posible que esa iniciativa – a todas luces loable – puede volverse en contra de ella, que cualquier organización de los derechos del niño que pase por allí podría acusarles de fomentar el trabajo infantil… y que según mi pobre opinión tendría que repensar el proyecto de la mejor manera posible porque podría tener consecuencias legales muy impredecibles.
Más me hubiera valido quedarme callado. La cooperante o voluntaria en cuestión me pone chorreandito con su réplica, me espeta diciendo que la he insultado repetidamente con mi comentario y me añade así como “¿qué te crees, que soy una niña rubia y tonta más y no puedo hacer esto?” y otras lindezas por el estilo. Madre mía del amor hermoso. Yo le contesto pidiéndole perdón si la he ofendido y le digo que simplemente quería llamar la atención acerca de un proyecto que en cuanto se descuide puede convertirse en un verdadero marrón para ella y para la organización. De alguna manera, y sin decírselo directamente, le doy a entender que esta misma iniciativa en Europa la llevaría directamente al juzgado y eventualmente a la cárcel por abuso de menores y si la cosa es así, que se preguntara cómo se podía justificar el hacerlo en Uganda. ¿O es que los niños en Uganda no tienen derechos y se les puede poner alegremente a trabajar sacando pan del horno aunque sea solo durante dos horas después de la merienda?
Bueno, viendo el cariz del asunto y cómo se lo tomó a pecho (hizo dos comentarios más que no precisamente saldrían en los anales de un manual de inteligencia emocional) pensé que lo mejor era callarme la boca y dejarla estar en su desaforada furia contra el pérfido aguafiestas de tan genial proyecto. Ella, en su amplia experiencia de 22 añitos (¡¡3 meses en el país!!) y recién salida de una flamante universidad con toda la teoría necesaria para estas lides a punto de revista, sabe perfectamente lo que hay que hacer y está dispuesta a cargarse a quien se le ocurra criticarle la iniciativa. Parafraseando a la inefable e incombustible Belén Esteban, me imaginé a la susodicha recurriendo a su último cartucho dialéctico y dándome la andanada final de su argumento diciéndome a voz en cuello: “yo por mi proyecto… ¡¡ma-to!!”
Original en : En Clave de África