Durante las últimas tres décadas aproximadamente, he visitado lugares, primero en Nicaragua en los años 80, y luego en el cuerno de África, que no hubiese reconocido en los informes de la prensa internacional. Incluso antes de la llegada de internet, cuando la radio de onda corta de la BBC World era una de las conexiones principales con el resto del mundo, se dice que hasta Nelson Mandela la escuchaba en su celda, las noticias que salían de sitios en los que yo estaba parecía a menudo que venían de lugares lejanos. O al menos yo no reconocía las realidades de las que se hablaba como mi vida diaria. Tengo amigos que vivieron en Mozambique en los 70 y 80, tras la liberación, que tienen la misma impresión.
Hace menos tiempo, y admito que estos ejemplos son algo al azar, pero los elijo porque tengo lazos con los lugares que menciono, parece que lo mismo está sucediendo en Venezuela, en el contexto de la decadente «revolución bolivariana». Esto plantea la pregunta de si una de las razones de que se informe de esa manera está relacionada con el hecho de que en todos estos lugares tuvo lugar algún tipo de «revolución», cualquiera que haya sido su significado en origen, que desembocó en un modelo de sociedad que no incluye el capitalismo global ni la democracia liberal, a menudo combinado también con intereses geopolíticos «occidentales».
Tras una reciente visita a Eritrea, uno de los países que aparece condenado a menudo en los medios de comunicación por periodistas que, normalmente, ni siquiera han pisado el país nunca, se pueden añadir diversos matices a ese tipo de informes, y no es para menos porque se ha permitido el acceso al país a un inusual número de periodistas durante los últimos meses.
En los medios de comunicación aún hay quien dice que informar desde Eritrea es imposible y que por eso debemos fiarnos de lo que dicen aquellos que huyeron del país. En eso les apoya el informe de junio de 2015 de la Comisión sobre Derechos Humanos de la ONU en el que el anonimato y la confidencialidad se llevan a un nivel tal que muchas de sus afirmaciones quedan desprovistas de contexto o de encuadre temporal, por lo que resulta complicado posicionarse en contra o a favor de las mismas. Dejaré a un lado este tema por el momento y me centraré en ofrecer algunas ideas sobre la información que han transmitido algunos de los que sí han visitado Eritrea.
Grosso modo, puede dividirse en dos categorías amplias: están aquellos a los que de verdad sorprende que tanta gente joven abandone un país que no está visiblemente en guerra, y que quieren pasar tiempo investigando la dinámica de ese éxodo; y luego está la gran mayoría, que «saben» que Eritrea es una dictadura y que nadie habla libremente. Los miembros de este grupo normalmente pasan poco tiempo en el país y, para sorpresa de nadie, vuelve reafirmando sus ideas iniciales.
Un llamativo ejemplo de la última categoría lo encontramos en la reciente visita del corresponsal en Nairobi de un canal de noticias de la televisión alemana. Pasó menos de dos días en el país con la misión de descubrir los motivos por los que la gente huye, en la noticia después usaron el testimonio de un refugiado en Kenia «porque nadie en Eritrea quería hablar del tema».
Se ve al corresponsal en el mercado en Asmara, poniendo el micrófono en la cara a la gente y preguntándoles por qué quieren huir. No sorprende que no obtengan ninguna grabación de tales encuentros y, en general, se confirma que el gobierno sospeche casi patológicamente de los periodistas extranjeros. Incluso en los casos algo más sutiles, los reportajes carecen completamente de comprensión sobre los detalles de Eritrea, su gente y el modo en que hablan de su país con gente de fuera, una comprensión que es difícil alcanzar en esas visitas relámpago.
Pongamos el ejemplo de un equipo de reporteros de Reino Unido que vinieron a hacer un reportaje sobre el sistema sanitario. Mientras el equipo principal se quejaba algo injustamente de que fuese con ellos todo el rato un vigilante del gobierno, no sé qué país del mundo permitiría a un equipo extranjero grabar en sus hospitales y hablar con pacientes sin esa vigilancia estatal, uno de los periodistas se aventuraba en las calles para entrevistar a gente «normal». Una vez más, nadie quería declarar ante un micrófono, y algunos declararon que tenían miedo cuando el micrófono estaba ya apagado. Esto se dijo que era muestra de que «no parece que vaya a cambiar la reputación de Eritrea como uno de los Estados de mayor represión».
En una interpretación tan estereotípica se elude el hecho de que a muchos eritreos les da vergüenza criticar a su país y su política públicamente ante desconocidos a los que no conocen y en los que no confían, y desde luego no lo harían nunca frente a un micrófono, y no es necesariamente por miedo precisamente sin más bien porque son conscientes de lo mucho que a menudo se vilipendia a su país en los medios de comunicación internacionales.
Incluso muchos de los que son muy críticos con el gobierno piensa que es algo injusto y no tienen intención de contribuir a esta negativa imagen. De hecho, incluso hasta 2001, cuando había mucha presencia de periódicos privados, recuerdo que los periodistas que trabajaban para ellos tenían problemas para realizar entrevistas. Entonces se sabía que a la gente le lleva tiempo conceder entrevistas o sacar sus historias a la luz, simplemente porque no existía esa costumbre en el país. Además, la gente sospecha de lo que se pueda hacer con sus testimonios. Cuando hablé sobre esto con un conocido de hace tiempo que se expresa con sinceridad, me dijo que «no importa lo que le cuentes a un periodista porque transformará las palabras y cambiará el significado, por eso yo nunca lo haría, porque se pierde el control sobre lo que se dice».
No cabe duda de que hay muchas cosas mal en Eritrea, entre ellas la relación con su propio sector mediático, que pertenece al Estado y desde ahí lo controlan. Por eso muchas personas han desconectado, puede que lean los periódicos del Estado, pero también ven canales de televisión extranjeros, que se emiten a través de antenas que se hacinan en los tejados y balcones de los edificios de Asmara.
La continua promoción de una narrativa unidimensional de los periodistas extranjeros basada en amplias generalizaciones no contribuye de ninguna manera a que la situación mejore. Estas extorsiones, en ocasiones de extraña naturaleza, existen incluso en los testimonios de académicos:
«Durante mi visita al país me acompañaba un académico de una universidad de Europa del Este que se está formando para especializarse en el cuerno de África. Era su primera visita a Eritrea y tenía la intención de conocer el país y quizás conseguir algunos contactos. Cuando en el aeropuerto se le hicieron una serie de preguntas sobre el objetivo de su viaje lo tomó como un primer símbolo de dictadura represiva».
En realidad, los procedimientos de entrada se han suavizado mucho en comparación con hace algunos años, y desde luego me interrogaron con mucho más destalle en mi última visita a EE.UU. que a mi llegada a Asmara (en comparación con anteriores visitas).
Después, cuando estábamos tomando algo en uno de los bares de hoteles de Asmara que tiene una red Wi-Fi aceptable, un eritreo con un ordenador portátil se sentó a nuestro lado, y el local no estaba especialmente lleno. Era el único sitio que tenía un enchufe cerca, y en él enchufó el ordenador de inmediato, estas cosas se aprecian mucho en una ciudad en la que los cortes eléctricos son habituales y en las casas sólo hay electricidad en unas franjas horarias delimitadas. Sin embargo, el académico en cuestión, estaba convencido de que el hombre tenía que ser un espía, ahí sentado escuchando nuestra conversación, y yo estoy segura de que estos datos aparecerán como «verdad» en un artículo futuro o presentación en alguna universidad del Este de Europa.
Como he dicho anteriormente, existo un pequeño pero esperanzador grupo de visitantes y periodistas extranjeros que se aventuran en Eritrea con ganas de obtener un conocimiento más profundo del país y sus disconformidades. De hecho, algún informe equilibrado ha nacido de estas visitas, normalmente en prensa escrita (tenemos un buen ejemplo en una reflexiva narración de un importante periódico alemán) en lugar de por televisión, aunque también en pantalla han aparecido algunas tomas sinceras y válidas en algunos países de la UE. En estas tomas se puede comprobar que, de hecho, los periodistas sí que pueden moverse con libertad y sin ningún controlador del gobierno por Asmara y por todos los lugares que incluye el permiso de visita que todos los visitantes necesitan obtener, cosa que no resulta demasiado complicada.
Durante mi propia estancia conocí a un periodista de un pequeño país europeo que tenía curiosidad y realizó un considerable esfuerzo para conectar con la gente en lugares públicos. Los viandantes seguían sin querer hablar de «política» con él pero entendía algunas de las reservas que tiene el gobierno con los medios extranjeros. De hecho, me contó que, cuando un miembro del gobierno se quejó de que siempre eran estereotipos negativos los que se imponían a Eritrea, como por ejemplo en relación con el servicio nacional, cuando nadie dice que los hijos del presidente también están en Sawa (terreno de entrenamiento del servicio nacional), él le contestó lo siguiente: Déjeme ir a Sawa, hablar con los que están ahí, incluidos los hijos del presidente, y estaré encantado de sacar esa historia a la luz. Por desgracia, nadie con un cargo responsable en el actual gobierno de Eritrea daría tal permiso.
Volviendo a la cuestión de si existe un sistema detrás de la estereotípica imagen que se transmite de Eritrea y la condena de este pequeño país como el mayor villano del Cuerno en el campo político, una desea pasar del periodismo a la ficción. No hay duda de que Eritrea como dictadura impenitente satisface una importante necesidad geopolítica más aún en la llamada Guerra contra el Terror y su presencia en el Cuerno de África, y como tal se propaga de manera adecuada y se utiliza desde un gobierno eritreo más que capacitado en materia de diplomacia.
Si se busca una comprensión alternativa de tales dinámicas, la primera novela de la periodista y escritora de no-ficción Michela Wrong es una lectura excelente. Su obra Borderlines inspirada en claras analogías del conflicto en la frontera entre Etiopía y Eritrea y su consecuente estancamiento, supone, según uno de sus críticos, un antiguo diplomático, una manera de comprender en profundidad las injusticias perpetradas por extranjeros hacia los derechos de un pueblo fuerte y autosuficiente. Y es esta lucha por lograr una historia propia y mantener el respeto de los de fuera contra todo pronóstico la que se encuentra en la esencia de la política eritrea, igual que sucede o ha sucedido en otras sociedades post-revolucionarias.
Tania R. Müller
Tesfanews